(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.
Omisión y reacción
Ciertamente, al pobre chaval le ha tocado como herencia física lo peor de cada progenitor: la obesidad de su madre y la cara de tonto genérico de su padre. Desde pequeño la han tomado con él en el colegio, que es para varones y del Opus Dei, peculiaridades que incrementan la práctica de la brutalidad piramidal, como expresión básica de las relaciones de dominio y vasallaje entre los alumnos, así como la manipulación alienadora. El chaval, hijo único, no es más inteligente o estúpido que la media de la clase, pero sí más apocado y cobarde. Su carácter no habría involucionado de ese modo sin el acoso y las vejaciones sistemáticas a que es sometido desde que recuerda, al igual que habría sido más alta la muy baja estima que siente por sí mismo. A base de considerarlo un monstruo apestado al que solo se acercan para agredirlo, insultarlo o burlarse, han logrado que crea ser en verdad ese monstruo y que por serlo merece pagar el precio de sufrir la crueldad y vivir aterrorizado. Hay algunos otros compañeros catalogados igual que él, pero no se da ninguna unión ni solidaridad entre ellos, aliviados los demás ‘freaks’ porque el gordo con cara de tonto se lleva la palma del puteo y a ellos les toca un poco menos en el reparto cotidiano de estopa y tormento. Para reafirmar la condena general y el desdén del reaccionario profesorado, la absoluta falta de concentración del chaval, por el caos mental en que le sume el miedo insuperable, lo ha convertido además en el último de la clase.
El padre del chaval hace honor al parecido facial y es tonto de solemnidad. La madre, algo más espabilada, ha conseguido, tras mucho trabajo y negaciones, sonsacar a su hijo el motivo de su habitual tristeza, enuresis y trastornos del sueño. El padre cree que son cosas normales propias de chicos y que tienen que resolverlas entre ellos. Ordena a su hijo que sea menos nena; que se haga respetar con los puños.
El chaval ruega a su madre que no vaya al colegio a quejarse, porque luego será peor. La madre acude a sus espaldas y encuentra en el religioso director del centro una escasa comprensión, un restado de importancia al asunto y un lavarse las manos con argumentos poco más elaborados y en definitiva coincidentes con los elementales de su marido.
Los acosadores se enteran de la queja de la madre del acosado, ya que el director algo dice a los alumnos, con especial falta de tino y sin acompañarlo de medida correctora alguna. El chaval estaba en lo cierto: el único efecto es que a partir de ese momento se ensañan aún más con «la ballena chivata».
El chaval piensa a su manera lúgubre y simple, pero también esencial y consciente, en todo lo que le pasa, mientras sube sofocado por la obesidad, peldaño a peldaño, la larga escalinata que lleva a lo alto de un puente que cruza el asfalto a treinta metros de altura. No puede más. Hasta ahí ha llegado. Mira hacia el abismo con aire lúgubre y suspira desolado, pero después eleva la mirada al cielo azul y sonríe con determinación. Se come dos bollos de mantequilla que empuja con un par de latas de Red Bull tibio y grita al mundo desde el puente: «¡Me cago en la vaca burra de mi madre! ¡Me cago en el tonto de los cojones de mi padre! ¡Me cago en todo! ¡Soy el puto amo!» A continuación, vuelve al colegio con mucha marcha y muy mala hostia. Pilla en el patio al cabecilla de los matones, al jefe de sus tormentos y, a la vista de sus compañeros, le mete una paliza con un calcetín lleno de piedras que lo manda al hospital. Están a punto de echarlo del colegio. Desde ese día nadie se vuelve a meter con él. Se convierte en el nuevo matón del centro y, como buen conocedor pasivo de los mecanismos de la crueldad, se hace un maestro activo en el dudoso arte de la tortura sádica a los más débiles. Su padre por fin se sentirá orgulloso de su hijo que, aunque no adelgaza ni un gramo, ya no se ve gordo y comienza a sacar buenas notas.
Ciertamente, al pobre chaval le ha tocado como herencia física lo peor de cada progenitor: la obesidad de su madre y la cara de tonto genérico de su padre. Desde pequeño la han tomado con él en el colegio, que es para varones y del Opus Dei, peculiaridades que incrementan la práctica de la brutalidad piramidal, como expresión básica de las relaciones de dominio y vasallaje entre los alumnos, así como la manipulación alienadora. El chaval, hijo único, no es más inteligente o estúpido que la media de la clase, pero sí más apocado y cobarde. Su carácter no habría involucionado de ese modo sin el acoso y las vejaciones sistemáticas a que es sometido desde que recuerda, al igual que habría sido más alta la muy baja estima que siente por sí mismo. A base de considerarlo un monstruo apestado al que solo se acercan para agredirlo, insultarlo o burlarse, han logrado que crea ser en verdad ese monstruo y que por serlo merece pagar el precio de sufrir la crueldad y vivir aterrorizado. Hay algunos otros compañeros catalogados igual que él, pero no se da ninguna unión ni solidaridad entre ellos, aliviados los demás ‘freaks’ porque el gordo con cara de tonto se lleva la palma del puteo y a ellos les toca un poco menos en el reparto cotidiano de estopa y tormento. Para reafirmar la condena general y el desdén del reaccionario profesorado, la absoluta falta de concentración del chaval, por el caos mental en que le sume el miedo insuperable, lo ha convertido además en el último de la clase.
El padre del chaval hace honor al parecido facial y es tonto de solemnidad. La madre, algo más espabilada, ha conseguido, tras mucho trabajo y negaciones, sonsacar a su hijo el motivo de su habitual tristeza, enuresis y trastornos del sueño. El padre cree que son cosas normales propias de chicos y que tienen que resolverlas entre ellos. Ordena a su hijo que sea menos nena; que se haga respetar con los puños.