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Zumalacárregui y el as de oros

Juan Bas

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El azar y la necesidad han propiciado hallazgos gastronómicos a lo largo de la historia. Por ejemplo, un plato hoy casi olvidado, el pollo a la Marengo, debe su nombre a la victoria de Napoleón sobre los austriacos en 1800. Tras

la batalla, su cocinero, Dunant el Joven ─quien debió de eclipsar con su fama a Dunant el Viejo, pues nada consta de este último─, que había perdido las vituallas, dio de cenar a Bonaparte con lo que los soldados pillaron a punta de bayoneta por los alrededores: un pollo, tomates, huevos y unos cangrejos de río. Con esta mezcolanza y el coñac de la propia petaca de Napoleón, Dunant inventó el contundente plato.

La tortilla de patata: el as de oros de la cocina popular española. Tan sencilla y a la vez tan difícil de comer una realmente bien hecha. En Madrid, dar con una buena tortilla es tan raro como encontrar algo que no quiera privatizar el PP. Suelen ser como el universo, tienden a curvarse sobre sí mismas. Dice la leyenda que el descubrimiento de la tortilla de patata se debe al gran apetito del caudillo carlista Tomás de Zumalacárregui ─así como Berlanga tenía la costumbre o práctica fetiche de que en todas sus películas debía aparecer citado el Imperio Austrohúngaro, a mí me pasa lo mismo con Zumalacárregui en todos mis libros─. Al parecer, el general pernoctaba en un caserío de algún lugar del norte de Navarra y la casera no tenía más que huevos y patatas para saciar la gazuza de Zumalacárregui, que aseguraban que era aún mayor que el diámetro de su boina, la cual precisaba de un aro metálico para no quedar fláccida y desparramada como un suflé malogrado.

Así pues, la aldeana se dedicó a cuajar a fuego lento, en una cazuela de barro con un fondo de manteca de gorrino, huevos y patatas troceadas, a la vez. Y a esa masa, que no consta si el tío Tomás tragó o no, se consideró una aproximación o rudimentario antecedente de la tortilla de patata ─es probable que en una barra de la corte de los milagros se la hubieran conseguido colocar a un guiri─. Poco después, el general carca moriría por una bala perdida que lo encontró en el sitio de Bilbao de 1835. Lo conté así en mi novelita de aventuras 'El oro de los carlistas': “Zumalacárregui fue transportado a pie, en una camilla, por cuarenta granaderos de su fiel batallón de Guías de Navarra, quienes se turnaron para cargarlo. Lo llevaron primero a Durango y de ahí a Cegama, en Guipúzcoa, donde quería ser atendido por el 'petriquillo' ─curandero─ de esa aldea, en el que confiaba. Aunque la herida no era grave, un balazo a cinco centímetros de la rodilla, murió de una infección generalizada por el tiempo perdido en el lento viaje”. No dejó de ser una muerte de lo más carlista.

En la Segunda Guerra Carlista, en otro asedio a Bilbao, el más famoso y largo, el de 1874, se dice que se inventó el bacalao al pil-pil por la simple conjunción de que en los almacenes del puerto había bacalao y aceite de oliva.

En el sitio de París por los prusianos de 1870, el hambre vació el zoológico del Jardin des Plantes. Un restaurante de lujo aprovechó la escabechina zoológica para mantener su carta variada y exclusiva. En su estupenda 'Historia de la Gastronomía', Néstor Luján escribe que en la carta de Navidad, el prestigioso restaurante Voisin ofrecía a su clientela consomé de elefante, 'civet' de canguro, camello rustido a la inglesa y pernil de lobo.

El azar y la necesidad han propiciado hallazgos gastronómicos a lo largo de la historia. Por ejemplo, un plato hoy casi olvidado, el pollo a la Marengo, debe su nombre a la victoria de Napoleón sobre los austriacos en 1800. Tras

la batalla, su cocinero, Dunant el Joven ─quien debió de eclipsar con su fama a Dunant el Viejo, pues nada consta de este último─, que había perdido las vituallas, dio de cenar a Bonaparte con lo que los soldados pillaron a punta de bayoneta por los alrededores: un pollo, tomates, huevos y unos cangrejos de río. Con esta mezcolanza y el coñac de la propia petaca de Napoleón, Dunant inventó el contundente plato.