A pesar de que tiendo a quererme me cuesta definirme y decir lo que soy. Periodista, empresario, analista, abogado economista, politólogo, ... Me gustan poco las etiquetas pero me quedo con la de ciudadano activo y firme defensor de la libertad de prensa. He trabajado en la tele y en alguna revista, salgo de vez en cuando en la radio pero lo sitios donde más tiempo he trabajado han sido el Gobierno vasco y el diario El País. Lo que siempre he buscado en el trabajo es divertirme y que me dé para vivir.
Odio el discurso único
¿Para qué sirve la libertad de expresión? Empiezo a no saberlo. Nunca he creído en eso que llaman el pensamiento único porque lo que corre por cada cerebro es algo que a veces ni el propio cerebro lo pilla. Sin embargo, empiezo a odiar el discurso único. La excesiva exposición pública, la necesidad creciente de aparecer y mostrar una opinión sobre todo. Nuestras inevitables carencias y lagunas nos llevan irremediablemente al discurso único y he de confesar que cada día que pasa lo odio más.
Me reconforta leer un artículo inteligente con el que puedo o no estar de acuerdo, pero que me hace pensar y aprender. Todo lo demás me empieza a sobrar. Debe ser que pasan los años y empiezo a contar el tiempo. Recuerdo todo lo que quise siempre hacer y casi todo han sido sueños y anhelos a los que no renuncio, pero que probablemente nunca realizaré y no me importa. Sigo haciendo planes y proyectos. Va con mi espíritu.
Me repugna que solamente consideremos decente a aquel que piensa como nosotros y no queramos ni oír ni ver el pensamiento divergente. Pero me preocupa aún más el discurso único que recorre todos los pensamientos y en el que solo hay una premisa común: parecer correcto, e incluso bueno. Estoy harto de que las personas que están en pensamientos teóricos tan dispares como un independentista catalán y un unionista español ofrezcan un fondo común de bondad y basura. Estoy harto de que, cuando se habla de refugiados, hay que parecer indignado. Esta pose me irrita sobremanera en los informadores de radio y televisión. Por favor, dejen de indignarse por mí, cuéntenme lo que pasa, pero todo, y luego decidiré. Estoy harto de que individualmente nos sintamos con fuerzas para decir siempre que los demás son deplorables y que nosotros no.
Me pregunto sinceramente para qué sirve el discurso único. ¿Realmente es lo que como sociedad queremos? ¿Nos gusta estar atocinados y vivir en una burbuja feliz en la que el malo siempre está fuera y en el que nuestra responsabilidad por lo que pasa es limitada, dado que es imposible luchar contra el sistema? Empiezo a pensar que sí y sencillamente porque es más fácil vivir así.
Si ahora toca comer orgánico pues comemos, si toca no beber leche pues no la bebemos, si toca odiar a Hungría y a la UE pues odiemos con vehemencia, si el mantra es que España nos roba pues a creerlo. Lo mejor es dejarse llevar. Igual no encaja muy bien el asunto, pero hay un ejemplo de la semana pasada que me parece más que patético. No tengo el gusto de conocer a Gemma Nierga. No me gusta mucho como presentadora matinal de la SER, pero a veces le oigo y me sorprendo siempre que lo hago. El otro día estaba Emilio de Benito, periodista de El País, hablando bajo criterios científicos sobre la gripe y recomendando la vacunación y Nierga le puso enfrente a un señor del que no quiero recordar el nombre y que profesionalmente se dedica a ofrecer hierbas para todo lo relacionado con la salud. En antena y con el apoyo incondicional de la presentadora nos insistió en que lo mejor para todo era defecar. Nos dijo que lo hacía hasta ocho veces. Nierga le apoyaba y debe ser seguidora del señor en cuestión. ¿Cómo la SER puede ofrecer esta tribuna a este individuo? Pues sencillamente porque está de moda ser verde aunque se digan banalidades y tonterías. Es parte del discurso único del absurdo. Juzguen ustedes. Probablemente esta opinión generará insultos, pero quiero recordarles que ninguna hierba les va a curar el cáncer u otras. No dejen sus tratamientos.
Estoy convencido de que son los medios en gran medida responsables de esta pérdida de criterio colectivo, en el que los políticos quieren siempre quedar bien y no arriesgan y los ciudadanos copian el patrón. Sigo pensando que cuanto más hablamos de transparencia, somos cada vez más turbios. Al hablar de transparencia, parece que lo más importante es hacer pública la declaración de la renta de cualquiera. Pero en el fondo solo hay morbo colectivo, y no una mayor fiscalización de la gestión. No es que nos engañen es que nos engañamos a nosotros mismos y vivimos cómodos en el engaño. En la anécdota.
Ya sé que debería haber hablado de refugiados o de Cataluña, pero ya habla tanta gente que lo que yo pienso probablemente interese poco. Y además, la crisis de los medios, de la opinión ciudadana y el discurso único me parecen una preocupación mayor de la que nadie se ocupa y que nos coloca en una situación de patética indefensión.
¿Para qué sirve la libertad de expresión? Empiezo a no saberlo. Nunca he creído en eso que llaman el pensamiento único porque lo que corre por cada cerebro es algo que a veces ni el propio cerebro lo pilla. Sin embargo, empiezo a odiar el discurso único. La excesiva exposición pública, la necesidad creciente de aparecer y mostrar una opinión sobre todo. Nuestras inevitables carencias y lagunas nos llevan irremediablemente al discurso único y he de confesar que cada día que pasa lo odio más.
Me reconforta leer un artículo inteligente con el que puedo o no estar de acuerdo, pero que me hace pensar y aprender. Todo lo demás me empieza a sobrar. Debe ser que pasan los años y empiezo a contar el tiempo. Recuerdo todo lo que quise siempre hacer y casi todo han sido sueños y anhelos a los que no renuncio, pero que probablemente nunca realizaré y no me importa. Sigo haciendo planes y proyectos. Va con mi espíritu.