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Madrid ahora es también Euzkadi. Las milicias vascas antifascistas (1936-1939)

Carlos Iriarte Aguirrezabala (Zarautz, 1994) es estudiante de último curso de Historia y socio del Grupo de Estudios del Frente de Madrid (GEFREMA). Sus investigaciones en el ámbito de la Guerra Civil se centran en aspectos militares y políticos del conflicto, tanto en el espacio madrileño como el vasco, lo que le ha llevado al estudio del origen y trayectoria de las Milicias Vascas en la capital. Carlos Iriarte Aguirrezabala

Fotografías: Alma&You Photography (José Pablo Pérez Gutiérrez)Fotografías:

Escenografía: Grupo de Recreación Histórica de la Asociación Sancho de BeurkoEscenografía:

“Mira, chico, Euzkadi se defiende aquí como allí. Yo, te digo la verdad, y creo que todos piensan como yo. Si nos lo mandan, iremos allí, pero preferiríamos hacerlo una vez que hayamos empujado a esos —señalando hacia la universitaria— por lo menos hasta Navalcarnero. Madrid ahora es también Euzkadi” Así se expresaba, en abril de 1937, Julián Sansinenea, jefe del 2º Batallón de la 40ª Brigada Mixta, más conocido por su antiguo nombre: Milicias Vascas Antifascistas (MVA). Las palabras de Sansinenea, que había trabajado como barítono bajo el patronazgo del maestro Pablo Sorozábal, resumen bien la razón de ser de esta unidad: la defensa de la tierra vasca, de su estatuto, desde el Madrid que Antonio Machado describió como “el rompeolas de todas las Españas”. Un sueño que quedaría cortado por la política de gabinete.

Su historia se remonta a mediados de septiembre de 1936, cuando un puñado de vascos comenzaron su organización, con independencia de cualquier partido. Entre ellos estaban el pamplonés Vicente Lizárraga, veterano del desembarco de Mallorca, el donostiarra Alfonso Peña, delegado político de las milicias, y Emeterio Arreba, más conocido por su apodo de novillero “Corchaíto de Bilbao”. En apenas dos semanas lograron reclutar a cerca de doscientos milicianos, venidos de toda la península y de todas las militancias, aunque principalmente cercanos al comunismo. Su sede se estableció en el Hogar Vasco de la Carrera de San Jerónimo, lo cual produjo un divertido incidente cuando los milicianos incautaron el local y lo encontraron cubierto con sellos en los que estaba impreso el lauburu (que en aquella época tenía ángulos rectos, sin curvas), haciéndoles pensar que habían encontrado un nido de fascistas hasta que recibieron una explicación adecuada.

En octubre las MVA partieron al frente de la Carretera de Extremadura, con Lizárraga al mando, pero no participaron en combates hasta que el frente retrocedió hasta Navalcarnero, a finales de aquel mes. Tras la toma de esta localidad por los rebeldes, el mando republicano organizó un contraataque en el que participaron las MVA, aunque sin éxito.

Sorprendentemente, no eran los únicos vascos en este frente. No lejos de sus posiciones se encontraba el contingente vasco de la Columna Ramón Casanellas, la vasco-catalana. Esta unidad, organizada por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) en Barcelona, incluía más de un centenar de vascos pertenecientes a varias unidades de corte comunista que se habían visto obligadas a cruzar la frontera tras la pérdida de Irún, entre los que se encontraba el histórico militante Marcelo Usabiaga. Llegaron a Madrid el 7 de octubre, e inmediatamente partieron a San Martín de Valdeiglesias, donde entraron en combate en los intentos de reconquista de esta población. Sin embargo, los copantes pronto se convirtieron en copados, y tuvieron que retroceder con el enemigo pisándoles los talones hasta Brunete. Allí vascos y catalanes partieron por caminos distintos, probablemente con la intención de unirse a las columnas de sus respectivas nacionalidades. Y es que, con la intervención del ministro jeltzale Manuel Irujo, se estaba gestando un proyecto para crear una gran unidad vasca en base a las MVA.

El primero de noviembre, ambas formaciones tuvieron que abandonar sus posiciones, sin que los planes de fusión se consumasen. Dejando numerosas bajas en el camino, las MVA llegaron hasta Pozuelo. Allí se les unió el Teniente Coronel Antonio Ortega, veterano de los combates del Bidasoa e Irún, que desempeñó el cargo de Gobernador de Guipúzcoa hasta que el estatuto suprimió este cargó, tras lo cual partió a Madrid, y asumió el mando de las MVA gracias a la intervención de la miliciana enfermera Felipa Domínguez “Consulesa de Irún”. Inmediatamente, puso a los milicianos en marcha y en una hora se plantó en Boadilla del Monte, que se daba por perdida. Se tomó sin dar un tiro, pero fue un gesto que sorprendió y quedó en el imaginario de los milicianos vascos, que empezaron a referirse a la población como Boadilla de Euzkadi. Los milicianos que marchaban ya hacia Madrid se asombraban de verlos avanzar en dirección contraria, como relataba Ortega: “¿Pero es que los vascos se han pasado a los facciosos?”. Era el 4 de noviembre de 1936.

La decisión del general Franco de avanzar sin prestar atención a los flancos libró a Boadilla de un ataque frontal, e hizo que se convirtiese en un frente relativamente tranquilo para los milicianos vascos. Sus colegas de la vasco-catalana no corrieron la misma suerte. Durante la retirada de Navalcarnero fueron desarmados y quedaron en la capital como reserva. Allí se dedicaron a los trabajos de fortificación, pero cuando el frente requería refuerzos, los vascos recibían fusiles y se presentaban en la Casa de Campo, entregándolos de vuelta al terminar la acción. Este ciclo terminó con el bombardeo del Cuartel de la Montaña, donde se alojaban nuestros milicianos, con lo que tuvieron que ser trasladados al frontón Jai-Alai, no lejos de la Puerta de Alcalá. Allí se les dio dos opciones: permanecer en su vieja columna o darse de baja. Casi todos se decantaron por esto último, presentándose inmediatamente en el cuartel de las MVA para ingresar en ellas.

A los pocos días fueron enviados a Aravaca, ya como 5ª Compañía de las MVA, donde se unieron a la columna Enciso. Su situación no era muy buena, puesto que su organización había sufrido y se encontraban armados con seis tipos distintos de fusiles. Sin embargo, el 29 de noviembre participaron satisfactoriamente en la defensa de Pozuelo, junto a la 3ª Brigada Mixta y el Batallón Garibaldi, cuyo comandante, Randolfo Pacciardi, llegó a elogiar a los vascos en su español chapurreado.

Mientras tanto, el teniente coronel Ortega fue trasladado a la Ciudad Universitaria, donde se puso al mando de las unidades que defendían el sector del Parque del Oeste y la Plaza de Moncloa, en el flanco derecho de la cabeza de puente que había formado el avance del ejército de Franco en su intento de tomar Madrid unos días antes. Este conjunto soldados y milicianos recibió el nombre de Columna Ortega, y sería el embrión de una nueva brigada mixta, con la designación provisional “Y”. A ella se unieron las MVA en los primeros días de diciembre, quedando establecidas en frente de la ya vacía Cárcel Modelo.

Desde aquel momento, captaron la atención de la prensa. Ahora y ABC publicaron artículos sobre las MVA, entre los que destacaba uno titulado “El Chicote de un vasco. Antes morir que perder el puro”, en el que se recogía la anécdota de un temerario miliciano: “un joven vasco se deleita con el perfume de un habano; un compañero de parapeto, ante el peligro que supone la lumbre, se lo arranca y lo tira fuera del mismo; pero nuestro hombre, sin darle importancia al peligro, salta el muro de terrero, da unas fuertes chupadas al chicote y torna al parapeto para hacer ladrar la máquina de la que es servidor. Son estos rasgos de una raza que no puede perder la guerra, ya que sin darle importancia se juega la vida… Por un cigarro”. Sería la primera de muchas crónicas que recogerían una visión romantizada del miliciano vasco, un hombre de “corazón de niño” pero gran valor, que tenía gran valor propagandístico en aquellos momentos críticos de la guerra.

En Moncloa los vascos tuvieron su primer contacto con la guerra de trincheras. De día, el frente se mantenía relativamente tranquilo; pero de noche, la luz de las bengalas anunciaba los ataques de los marroquíes, que avanzaban sigilosamente entre los árboles del Parque del Oeste para lanzarse sobre las trincheras. Aunque llegaron a cien metros de la cárcel, nunca lograron tomar las posiciones defendidas por los vascos y sus compañeros.

Con la llegada del nuevo año, la Brigada Y se convirtió en la 40ª Brigada Mixta (BM), y las MVA en su segundo batallón. Había llegado el momento de atacar. En la madrugada del 14 de enero, un pequeño grupo se arrastró por la tierra de nadie sin ser descubierto y logró tomar por sorpresa las oficinas de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria. Sería el único edificio del campus reconquistado en toda la contienda.

Pero aquello solo fue el principio: el objetivo del alto mando era la reconquista total de la Ciudad Universitaria, que era una espina clavada en el corazón de la República. Para ello, entre enero y marzo de 1937 lanzó una serie de ofensivas en las que la 40ª BM tendría un papel destacado. Para los vascos esto supuso un objetivo muy concreto: el edificio del Instituto del Cáncer, que se hallaba a menos de un centenar de metros de sus posiciones, pero estaba fuertemente defendido. Su toma era clave puesto que de ello dependían todos los ataques a su izquierda, debido a su posición dominante. En tres ocasiones distintas el Segundo Batallón se lanzó contra la posición enemiga, con un escaso apoyo artillero (la orografía no lo permitía) e incluso el apoyo —poco efectivo— de dos carros Renault en una ocasión. Los asaltos nunca tuvieron éxito, pero costaron caro a los vascos: en un solo día llegaron a sufrir tres muertos y treinta heridos, incluyendo su jefe, Sansinenea. Cuando se ordenó el último ataque, el 18 de marzo, las MVA se limitaron a apoyar con sus fuegos el avance de las unidades colindantes. Era el reconocimiento por parte del mando de que aquella posición no se podía tomar con aquellos medios y métodos. A partir de este momento, la Ciudad Universitaria se convirtió en un sector secundario.

Los problemas del frente no eran los únicos. El sueño de crear una gran unidad vasca que operase en la Zona Centro se estaba desvaneciendo. Las MVA estaban perdiendo su identidad propia en aras de la militarización, y el gobierno central no tenía ningún interés en un proyecto así. Sus carismáticos jefes fueron abandonando la unidad por estas fechas, ascendidos e incluso trasladados al Norte, y los jóvenes no estaban tan preocupados por esta cuestión. Alfonso Peña, el delegado político, manifestaba así su preocupación: “Nuestro deseo es que, aunque de manera no oficial, podamos conservar el nombre de Milicias Vascas Antifascistas, pues queremos que nuestra Vasconia tenga una representación en la defensa de Madrid. Esperamos que el poder central no se opondrá a nuestra pretensión, pues la bandera vasca va unida en todos los actos a la bandera nacional. La prueba más palpable es que la enseña que lucen nuestros milicianos en sus uniformes es la bandera representativa de la libertad de Euzkadi”. El ministro Manuel Irujo traslado la cuestión al Lehendakari José Antonio Aguirre, planteando incluso el trasladar a la unidad a Euzkadi, pero las gestiones quedaron en papel mojado. Lo cierto era que Madrid ya no tenía la importancia de los días del “¡No pasarán!”, y el Gobierno Vasco estaba perdiendo el interés. Tenían los ojos puestos en Aragón, donde querían avanzar hacia Navarra y enlazar con Euzkadi. Para ello habían creado una nueva unidad, la Brigada vasco-pirenaica, que recibió todos los nuevos reclutas, en detrimento de las MVA.

Así, el batallón vasco, renombrado 158º Batallón, pasó el resto de la guerra en la Ciudad Universitaria. La guerra se hizo estrictamente estática, aunque el intercambio de bombas, granadas y disparos era constante. Se generalizó una modalidad de guerra primitivista ya ensayada ampliamente durante la Primera Guerra Mundial, la guerra de minas, que no consistía más que en excavar una galería subterránea hasta la posición enemiga y volarla con explosivos. Aunque de ello se encargaban técnicos especializados, los soldados sufrían sus efectos: además de la explosión, las minas liberaban grandes cantidades de gases que podían asfixiar a cualquiera que encontrasen a su paso, fueran del lado que fueran, como ocurrió en numerosas ocasiones.

No eran los únicos norteños que merodeaban por allí: en el otro bando trabajaban forzosamente muchos prisioneros de la Campaña del Norte, cántabros y vascos sobre todo. Algunos incluso se dedicaron a cavar las minas que se llevaron la vida de sus paisanos. Cosas de la guerra.

Finalmente, el golpe de Casado aceleró el desenlace de la contienda. La 40ª BM se mantuvo neutral en el conflicto, manteniéndose en sus posiciones, pero muchos aprovecharon para desertar, también en el batallón vasco, que por aquel entonces ya había sido engordado con reclutas de las quintas. Sin embargo, la guerra tenía que llevarse aun a sus últimas víctimas: el 21 de marzo de 1939, la última mina que se detonó en la Ciudad Universitaria mató por asfixia a dos soldados del batallón. Seis días después, Madrid era rendida a un centenar de metros de las posiciones que aquellos vascos tan duramente habían defendido durante más de dos años

Carlos Iriarte Aguirrezabala (Zarautz, 1994) es estudiante de último curso de Historia y socio del Grupo de Estudios del Frente de Madrid (GEFREMA). Sus investigaciones en el ámbito de la Guerra Civil se centran en aspectos militares y políticos del conflicto, tanto en el espacio madrileño como el vasco, lo que le ha llevado al estudio del origen y trayectoria de las Milicias Vascas en la capital. Carlos Iriarte Aguirrezabala

Fotografías: Alma&You Photography (José Pablo Pérez Gutiérrez)Fotografías: