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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sed joven (Nuevas Generaciones)

Empiezo a escribir y tengo que borrar. No puedo plantear este tema sin recordar a Jon, Jorge, Xabier, Ander y a otros tantos que, junto a mí, daban el primer trago a una botella caliente ­y asquerosa­ en los bajos de La Concha. Experimentar con los que tanto tenías en común hacía que fuera todo mucho más sencillo. Y que al día siguiente pudieras comentar la jugada. Como si esas sensaciones solo las tuvieras tú y tu entorno. Como si lo que estabas viviendo no fuera más viejo que la tarara.

Después de un finde venía otro, y después otro más. Una rutina a 3,60 el lomo con pimientos del Juantxo, y el resto a bote. Primero fue el Peche y luego ron o vodka. Conocimos gente; mucha. Y los últimos tragos no sentaron bien en demasiadas ocasiones.

Mientras tanto, entre miedos y alarma social, muchos eran los políticos que se apuntaban al carro de buscar una alternativa al ocio nocturno. Ofrecer a los jóvenes, desde las administraciones, una socialización alejada del alcohol. Pero yo no hubiera preferido un futbolín. En ese momento era lo que tocaba. El alcohol era el fin. Se traducía en la necesidad de experimentar y conocer límites. Para la inmensa mayoría de nosotros quedó ahí, en el alcohol.

Después de algunos años, llegó el local -o bajeras­-, y más tarde los pisos universitarios. El fin ya no era beber. Era el medio para hacer otras muchas cosas. Y si varios de mis amigos acabaron siendo unos auténticos cracks en el arte del combinado, era porque ninguno de los que allí estaba podía permitirse pagar seis euros la copa.

Esos tiempos pasaron, aunque a alguno de los que citaba al principio todavía lo puedes encontrar en el puerto de Donosti, dando un trago, ahora sí, en un vaso con hielos. Y el límite social, como en casi todo, es cosa de sentido común. La gente tiene derecho a descansar. También a salir a primera hora de su casa sin encontrarse tu mierda en el suelo de todos. Lo que se traduce en un: bebe si quieres, pero no molestes.

Por lo demás, esta es mi experiencia, la misma que la de muchos que me superan en edad y el mismo rollo que llevan aquellos que eran unos enanos cuando yo empecé. Y no, esto no es una oda al alcohol, lo es quizá a la juventud, y a las cosas que se producen con normalidad.

Los políticos tendrán que regular, las instituciones condicionar y aquellos que se encargan de ello, hacer respetar los derechos de todos. Y nosotros, por supuesto, podremos opinar y debatir. Pero nadie arrebatará a un joven la sed de experimentar y establecer su propio límite. Y lo tendrán que hacer sin ocasionar daños a terceros e intentando no hacerse daño a si mismos.

Empiezo a escribir y tengo que borrar. No puedo plantear este tema sin recordar a Jon, Jorge, Xabier, Ander y a otros tantos que, junto a mí, daban el primer trago a una botella caliente ­y asquerosa­ en los bajos de La Concha. Experimentar con los que tanto tenías en común hacía que fuera todo mucho más sencillo. Y que al día siguiente pudieras comentar la jugada. Como si esas sensaciones solo las tuvieras tú y tu entorno. Como si lo que estabas viviendo no fuera más viejo que la tarara.

Después de un finde venía otro, y después otro más. Una rutina a 3,60 el lomo con pimientos del Juantxo, y el resto a bote. Primero fue el Peche y luego ron o vodka. Conocimos gente; mucha. Y los últimos tragos no sentaron bien en demasiadas ocasiones.