Parece que hubiera trayectorias condenadas a un destino persistente que va cambiando de vestuario a lo largo de sus diferentes escenas: el destino de tener que defender con tu profesión verdades apremiantes más allá de tu propia vocación o tu propio trabajo.
El Ramón que solo quería ser actor, para nacer fue a ponerse en la cola de una de las más inhóspitas taquillas posibles, la Euskadi de los cincuenta agrisada por la contaminación industrial y el franquismo; amordazada por la censura y el maltrato al pensamiento y al cultivo de cualquier sensibilidad estética que no encajara en sus rígidas hormas; sin escuelas de teatro, ni estructuras teatrales, ni apenas una tradición a la que seguir. Bilbao era una ciudad de barrios para morir, clamaban las asociaciones ciudadanas de aquel tiempo, y en este contexto espectáculos como “Vivir por Bilbao” y los demás producidos por ‘Cómicos de la Legua’ adquirían pleno sentido como farsa política comprometida con los movimientos sociales y emancipadores de su tiempo.
Después comenzó la transición democrática. Llegaba el momento de cambiar de vestuario. El teatro del activismo antifranquista debía de encontrar su nuevo papel en la nueva sociedad en cambio. Todo estaba por hacer y el teatro independiente debía de construirse a sí mismo como profesión y actividad económica, como conciencia crítica de su tiempo, como arte escénico. Poco a poco entran en juego las políticas institucionales centradas durante mucho tiempo en apertura de salas municipales y subvenciones de mera supervivencia. Durante años, eclosionan los grupos de teatro basados en profesionales multifuncionales autoexplotados: actores y actrices guionistas – sastres – utileros – escenógrafos – administrativos – productores – diplomáticos – estibadores – electricistas en salas - conductores de furgonetas con sobrepeso a las tres de la madrugada de vuelta a casa bajo la lluvia antes de descargar los bártulos para que nadie robe el equipo de sonido.
El Ramón que solo quería ser actor comparte este ciclo intenso y vitalista mientras lidera Karraka, una de las compañías referenciales de una generación que ha edificado el teatro vasco de nuestros días, en sus éxitos y sus fracasos, siempre en su voluntad tenaz por crear una realidad posible a partir de casi nada.
Luego llegó el camino personal de crecimiento en hondura interpretativa, en oficio, en popularidad. Es ya un largo camino que tiene posada en Madrid, como el de otros muchos intérpretes vascos a los que el país no puede contener o no quiere aceptar, cada quien sabrá qué le corresponde, aunque en este caso muy probablemente por algo de ambas posibilidades y, desde luego, sin sensación alguna de pérdida para la creación del país por parte de los gestores públicos responsables de su desarrollo escénico. El caso es que el Ramón que solo quería ser actor se convierte por momentos, sin pretenderlo de ninguna manera, en el retrato del actor bilbaíno, de provincias en la capital del reino, en una suerte de símbolo de la profesión que busca obligadamente en Madrid aquellas oportunidades que su suelo no le ofrece.
El cine y la televisión caracterizan durante un buen período su actividad. La popularidad es un fenómeno desconocido al que acostumbrarse según los ciclos que la televisión marca. Mientras se adapta, lamenta que tras ya casi una vida de pisar escenarios la gente le salude por la calle con el nombre de su último personaje televisivo mientras esté en antena. Se ve en la obligación de aferrarse a su ADN escénico y defender la elevación de la interpretación teatral, promoviendo tenazmente proyecto tras proyecto, entre viajes, inseguridad económica y teléfonos que no siempre suenan.
Es un tiempo muy prolijo que va completando un extenso e interesantísimo currículo en el que el teatro es seña principal de identidad: El Ramón que solo quería ser actor no es premio nacional de interpretación, es Premio Nacional de Teatro, como una reivindicación del viejo arte total, de una forma de vida, de un modo característico de entregarse a la vocación que no se extingue.
Completa así una serie de reconocimientos que el propio oficio le ha entregado por la posibilidad de haber sido entre decenas de otros personajes, Max Estrella, D. Quijote, Próspero o el próximo Montenegro de “Las Comedias Bárbaras” de Valle Inclán en el CDN.
Quien examine su trayectoria reconocerá los méritos artísticos y profesionales del premiado. Pero el destino persistente no dejará de perseguirle y el Ramón que solo quería ser actor verá ahora cómo hay toda una generación extendida de cómicos y teatreros, actores y actrices de casta, resabiados a fuerza de noches de oficio, intoxicados de personajes disparatados y atormentados por demasiado lúcidos; camerinos fríos y veladas inolvidables; surgidos de las oscuridades del régimen del bajito sanguinario; una generación que ha recorrido la distancia entre la candileja y la robótica escénica, que ha sobrevivido a base de emoción a la cultura de masas, el protagonismo de las industrias culturales e internet; cómo hay, en fin, una generación protagonista del discurrir de los últimos cuarenta años del teatro que se sentirá apelada, de alguna manera partícipe de este premio y reivindicada merecidamente gracias a él.
Y el Ramón que solo quería ser actor se verá irremediablemente obligado a compartir el premio con esa generación. Ahora que sobran los motivos para ser premiado por él mismo, sólo por actor. Quizás no le importe tanto. Al fin y al cabo es el mismo que, tras cuarenta y cinco años de trayectoria, vuelve a los orígenes, al Bilbao de barrio olvidado y degradado, y con no pocos esfuerzos y estrecheces lidera el espacio teatral Pabellón 6.
Ramón Barea, hombre íntegro de teatro: ¡Mucha mierda!
*Pello Gutiérrez es teatrero, promotor y observador de políticas culturales, actuando en esta ocasión de vocero de Kultura Abierta, satisfecha por este premio.