Periodista de formación, publicista de remuneración. Bilbaíno de paraguas y zapatos de cordones. Aficionado a pasear con los ojos abiertos pero mirando al frente y no al suelo, de ahí esta obsesión con las baldosas.
Las ciudades que importan
De vez en cuando conviene mirarse con ojos ajenos, con unos que no estén ya cegados por nuestras propias rutinas, que a nosotros nos impiden ver aquello que para los demás resulta perfectamente obvio.
Hay quien lo hace yendo al psicólogo, otros acuden al confesionario y están los que tiran de los amigos. Todos hacen bien, sin duda. Lo importante es tratar de evitar que nos pase como a los peces, que no ven el agua.
Mi amigo Juan Carlos es cordobés y hace ya muchos años que viaja a menudo a Bilbao por motivos laborales. Como tanta gente que nos visita, Juan Carlos aprecia y valora la transformación que ha experimentado nuestra villa y ha sido testigo de los muchos cambios de Bilbao. Estos días me señalaba que una de las cosas que ha visto cómo cambiaba es la consideración que los bilbaínos tenemos de nuestra propia ciudad que, curiosamente, le parecía que no ha ido a más con el éxito de Bilbao, sino a menos.
“Somos una ciudad mediana, cómoda, accesible”…“todo está bastante cerca”…“no somos para tanto”… Son ideas que –me dijo- nos ha escuchado a varios y diferentes de sus amigos bilbaínos y que no por ser ciertas le dejaban de sorprender. “En otro tiempo no había bilbaíno -insistía- que no defendiese que erais casi la capital del mundo”. Es verdad que hoy seguimos haciendo esa clase de chistes pero son eso: chistes.
No sabría decir si esa modestia es o no un defecto. Supongo que hoy viajamos más y eso nos ayuda tanto a apreciar las muchas virtudes de la villa como a atinar mejor nuestro tamaño e importancia relativa. Lo que tampoco está mal.
Aunque Bilbao y los municipios de la Ría lograron superar la crisis industrial, el esfuerzo que nos costó levantarnos dio tiempo suficiente a otras ciudades para que nos alcanzasen. Hoy ya no estamos en el podio de las ciudades españolas, a lo más en un lugar digno del pelotón. Somos la décima en población y estos días hemos sabido que Madrid nos ha superado en el ranking de salarios más altos, un trofeo que muy pocos reconocerían en su cuenta corriente pero que parece que estadísticamente nos mantenía arriba.
Si a eso añadimos esa tendencia que últimamente nos asalta de querer convertirnos en una confortable ciudad de provincias: sin ruido, sin noche, sin botellón, sin riesgos…y, encima, con pocos niños que anden por ahí incordiando, ya tenemos casi todo el equipaje necesario para ir abandonando el centro del escenario, que es donde pasan las cosas.
El éxito que nos reconocen en la transformación de la ciudad ha llegado a mucha velocidad, tanta que no nos ha permitido disipar aún nuestra nostalgia de urbe referente, dinámica, sucia y rica. Estamos mejor ahora; seguro, pero parece como si echásemos de menos, si no la carbonilla, sí algo del empuje y del brío que tuvimos como ciudad industrial y que parece que siguiésemos añorando.
El próximo mes de mayo escogeremos nuevos ediles y, como a los soldados a los que el valor se les supone, a estos y estas habrá que suponerles inteligencia para percibir cuáles son los nuevos retos a los que se enfrenta la ciudad que quieren gobernar y también capacidad para correr riesgos, incluso los electorales, que son los más dolorosos pero los más necesarios cuando se trata de liderar a largo plazo y no de obtener aplausos a corto.
Mi amigo cordobés no es psicólogo, y menos aún confesor, pero me ha servido para comprobar que no soy yo solo el que vive este momento de nuestra ciudad con una mezcla de orgullo por lo que se ha hecho bien y desazón por no saber bien si estamos acertando en el camino para seguir en el grupo de las ciudades que importan. Estamos a tiempo…supongo.
De vez en cuando conviene mirarse con ojos ajenos, con unos que no estén ya cegados por nuestras propias rutinas, que a nosotros nos impiden ver aquello que para los demás resulta perfectamente obvio.
Hay quien lo hace yendo al psicólogo, otros acuden al confesionario y están los que tiran de los amigos. Todos hacen bien, sin duda. Lo importante es tratar de evitar que nos pase como a los peces, que no ven el agua.