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De la abstención a la absolución
Analizar la deriva del PSOE, desde aquella primavera de 2014 en la que Pedro Sánchez fue fabricado como secretario general por un aparato acostumbrado a hacer de aprendiz de brujo hasta este otoño de 2016 cuando Sánchez fue derribado por el mismo aparato que lo encumbró, será algún día un caso digno de estudio en las facultades de Ciencias Sociales, pero, hoy por hoy, no es más que un ejercicio de melancolía. Todo lo que podía salir mal ha salido mal.
Las elecciones del 20-D abrieron la posibilidad, aunque fuera compleja, de constituir una alternativa de gobierno de izquierdas. La cerrazón del aparato socialista, rechazando desde el minuto uno cualquier posibilidad de explorar un acuerdo “con quienes sólo aspiran a desplazarnos en el espacio de la izquierda y con quienes quieren romper España”, y la arrogante impericia negociadora de Podemos, llevaron al PSOE a intentar un acuerdo con Ciudadanos condenado al fracaso.
Las elecciones del 26-J nos dejaron un escenario bien distinto. En primer lugar, en lo que se refiere a la aritmética: un millón doscientos mil votos y cinco escaños menos para los dos partidos de la izquierda estatal; pero, sobre todo, dos partidos heridos tras la frustrante experiencia anterior: mutuamente agraviados, recelosos, vengativos incluso, haciendo inviable cualquier pretensión de sumar para construir un gobierno de izquierdas. Lo más inteligente hubiese sido pactar desde el principio una abstención política (no “técnica”) en la segunda sesión de investidura, con el fin de construir cuanto antes una oposición parlamentaria al gobierno conformado por PP y Ciudadanos dirigida a revertir las contrarreformas impulsadas durante la etapa de mayoría absolutista de Rajoy. Pero no se hizo así, y PSOE y Podemos han gastado cuatro preciosos meses en peleas internas (tuiteadas o retransmitidas en directo por La Sexta), proponiendo trilemas imposibles (ni gobierno de Rajoy, ni elecciones en diciembre, ni acuerdo con Podemos), elevando vetos cruzados y, en general, jugando con la paciencia y la ilusión de una buena parte del electorado progresista.
Pero todo eso es pasado, aunque haya ocurrido hace apenas unas semanas. Ahora estamos en otra situación, supuestamente un punto de inflexión. Lo que empezó con Pedro Sánchez se ha querido terminar acabando con el propio Sánchez: como si el ex secretario general del PSOE fuera la pieza defectuosa con cuya eliminación sería posible volver a poner en marcha la maquinaria de la gobernabilidad en España. Muerto el perro se acabó la rabia, aquí paz y después gloria, colorín colorado: viaje en el tiempo y a situarnos en el momento anterior a la primavera de 2014. No exactamente como si nada hubiera ocurrido, pero casi.
Pero estos ejercicios orwellianos de reconstrucción del pasado sólo le funcionan a la derecha. No, tampoco a Stalin le funcionaron. ¿Lo de la Gurtel? Ya está amortizado: es algo que ocurrió en fechas tal lejanas como 2004; todos los juzgados están ya fuera del PP, aunque en tiempo hubieran estado tan dentro; no será para tanto, cuando seguimos ganado las elecciones (ejemplo de argumentación-Trump: “Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a gente y no perdería votantes”). La izquierda lo tiene más complicado; de hecho, una clave infalible para situar o no a una fuerza política y a sus votantes en el espacio de la izquierda es precisamente esta de la capacidad para reconstruir con éxito su propio pasado: cuando esta reconstrucción funciona, hay que dudar de la condición de izquierda de la fuerza en cuestión. (Propuesta de discusión: EH Bildu y su reflexión sobre el pasado reciente de Euskadi).
El caso es que un Comité Federal del PSOE desarrollado en unas condiciones que harían la delicia de Fellini (por lo surrealista) o de los Monty Python (por lo cómico) optó por la amputación, por la cirugía extrema, confiando en poner así el contador a cero y hacer, ahora sí, lo que tal vez deseaban hacer pero no hicieron en diciembre, y lo que debían haber hecho pero no se atrevieron en junio: abstenerse. Pero cuando se pierde el tiempo no se pierde sin más, se pierde en una determinada dirección. Hay pérdidas de tiempo que permiten recomponer situaciones, hay otras que sólo las agravan. El desesperado intento de Javier Fernández por explicar que el juicio de la Gurtel no está sirviendo para conocer nada que no supiéramos ya y que, por ello, el PSOE no debería “construir una barricada ética” contra un PP chorreante de corrupción, es el canto del cisne de un político aplaudido por su integridad socialista. Lo siento, pero la próxima decisión de los dirigentes del PSOE de facilitar el gobierno de Rajoy no va a ser interpretada como una simple abstención, sino como una auténtica absolución. Por hacerlo tarde y mal. Sobre todo, mal.
Analizar la deriva del PSOE, desde aquella primavera de 2014 en la que Pedro Sánchez fue fabricado como secretario general por un aparato acostumbrado a hacer de aprendiz de brujo hasta este otoño de 2016 cuando Sánchez fue derribado por el mismo aparato que lo encumbró, será algún día un caso digno de estudio en las facultades de Ciencias Sociales, pero, hoy por hoy, no es más que un ejercicio de melancolía. Todo lo que podía salir mal ha salido mal.
Las elecciones del 20-D abrieron la posibilidad, aunque fuera compleja, de constituir una alternativa de gobierno de izquierdas. La cerrazón del aparato socialista, rechazando desde el minuto uno cualquier posibilidad de explorar un acuerdo “con quienes sólo aspiran a desplazarnos en el espacio de la izquierda y con quienes quieren romper España”, y la arrogante impericia negociadora de Podemos, llevaron al PSOE a intentar un acuerdo con Ciudadanos condenado al fracaso.