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Mito y rito de la huelga general
Desde los orígenes del movimiento obrero y de la reivindicación popular la huelga general se conformó como el instrumento supremo y definitivo del combate social. Para expresar la protesta ante situaciones inaceptables o la oposición a iniciativas agresoras desde los poderes, para conquistar derechos o para demoler progresiva o violentamente el statu quo y dar inicio a la transformación revolucionaria de lo existente, la huelga general se apreció como el no va más del combate social. Su enunciación era tan mágica como respetada: puesta en marcha no había retorno, por lo que era de rigor acudir a ella en la ocasión extrema y tras una adecuada reflexión y preparación. La historia de cada país está jalonada de fechas en rojo que remiten a jornadas gloriosas como, en nuestro caso, la huelga de agosto de 1917, las huelgas vascas de 1947 y 1951, las mineras y luego fabriles de 1962, las muchas journées del final del franquismo y del inicio de la transición, o la mítica del 14-D, la madre de todas las huelgas.
Aunque no se ha estudiado la cuestión con rigor empírico, se supone que, salvo en el caso de la huelga revolucionaria, cada huelga general tenía al día siguiente una gestión formal o informal de sus resultados. La huelga, general o no, es una demostración de fuerza por parte de quien la lleva a cabo, que necesita de su rentabilización inmediata o mediata por la vía de la negociación o de la presión. Esta segunda fase depende de si están o no establecidos mecanismos de relación entre las partes. Si lo están, los portavoces de los huelguistas negocian y perfilan más o menos la iniciativa que suscitó la protesta; si no lo están, se acumulan las demostraciones hasta doblar la resistencia del contrario. Nuestra historia reciente -la vivida por la gente que ahora tiene cincuenta años- es aleccionadora a este respecto: estamos convencidos de que la transición se produjo como se produjo, en buena parte, porque existió la presión de la calle, que no tenía traslación directa en la negociación, pero que sí incidía en la voluntad de aquellos gobernantes; en otro sentido, las huelgas generales del periodo democrático actual limitaron al día siguiente algunos de los efectos más negativos de aquellas propuestas gubernamentales objetadas.
Sin embargo, de poco tiempo para acá las cosas han cambiado por completo. Lo profundo y estructural de la crisis que vivimos genera dos efectos combinados. De una parte, nadie sabe de verdad cómo salir de ésta, por lo que no hay negociador del éxito de una huelga general que sea capaz de presentar un programa alternativo a la agresividad de los poderes, más allá de una suma de noes. De otra, nadie espera ni demanda esa rentabilización del posible éxito de una huelga general por la vía de la negociación, por lo que ésta se inscribe claramente en las del tipo de demostraciones de protesta sin más. De alguna manera, desprovistos de programa político alternativo y conscientes de que enfrente tampoco tienen a negociadores dispuestos o capaces, los sindicatos acuden a la huelga general como rito colectivo de oposición, de manifestación del descontento social, de encauzamiento organizativo de una protesta que de todos modos se va a producir, y que entienden que fortalece precisamente y da sentido a los sindicatos el que se promueva a partir y en el marco de éstos.
La degradación del tiempo que vivimos nos ha devuelto a los primeros momentos de la confrontación social, a los tiempos de la protesta dramática sin futuro ni esperanza, con una nueva generación de protestantes desprovistos de la experiencia positiva de que su gesto pueda traducirse en algún tipo de logros y con unos poderes incapacitados para la negociación del descontento, bien por endurecimiento insoslayable de sus posturas, bien precisamente por no estar capacitados ni tener poder para entablarla con algún resultado práctico. En sentido estricto estaríamos como al principio de los tiempos, más cerca del combate social donde los contendientes solo pueden ganarlo o perderlo todo (o nada) que en los más recientes en que se alcanzaban intermedios que justificaban la consiguiente esperanza y respeto por el futuro. El nihilismo, pues, se impone a ambos lados del pulso y nadie pide otros resultados: las cosas –la huelga general, en este caso- se hacen porque hay que hacerlas, por el rito de nuestra condición protestante sindical; en el otro lado, se soportan como inevitables, porque solo faltaba que con la que está cayendo ni se inmutaran. Todo entra dentro de una absurda e implacable lógica que no lleva absolutamente a ningún sitio, pero que impide a la vez rechazar el que las cosas, por nada operativas que sean, se hagan.
Desde los orígenes del movimiento obrero y de la reivindicación popular la huelga general se conformó como el instrumento supremo y definitivo del combate social. Para expresar la protesta ante situaciones inaceptables o la oposición a iniciativas agresoras desde los poderes, para conquistar derechos o para demoler progresiva o violentamente el statu quo y dar inicio a la transformación revolucionaria de lo existente, la huelga general se apreció como el no va más del combate social. Su enunciación era tan mágica como respetada: puesta en marcha no había retorno, por lo que era de rigor acudir a ella en la ocasión extrema y tras una adecuada reflexión y preparación. La historia de cada país está jalonada de fechas en rojo que remiten a jornadas gloriosas como, en nuestro caso, la huelga de agosto de 1917, las huelgas vascas de 1947 y 1951, las mineras y luego fabriles de 1962, las muchas journées del final del franquismo y del inicio de la transición, o la mítica del 14-D, la madre de todas las huelgas.
Aunque no se ha estudiado la cuestión con rigor empírico, se supone que, salvo en el caso de la huelga revolucionaria, cada huelga general tenía al día siguiente una gestión formal o informal de sus resultados. La huelga, general o no, es una demostración de fuerza por parte de quien la lleva a cabo, que necesita de su rentabilización inmediata o mediata por la vía de la negociación o de la presión. Esta segunda fase depende de si están o no establecidos mecanismos de relación entre las partes. Si lo están, los portavoces de los huelguistas negocian y perfilan más o menos la iniciativa que suscitó la protesta; si no lo están, se acumulan las demostraciones hasta doblar la resistencia del contrario. Nuestra historia reciente -la vivida por la gente que ahora tiene cincuenta años- es aleccionadora a este respecto: estamos convencidos de que la transición se produjo como se produjo, en buena parte, porque existió la presión de la calle, que no tenía traslación directa en la negociación, pero que sí incidía en la voluntad de aquellos gobernantes; en otro sentido, las huelgas generales del periodo democrático actual limitaron al día siguiente algunos de los efectos más negativos de aquellas propuestas gubernamentales objetadas.