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El portavoz
La política televisada se podría seguir con el interruptor del volumen apagado: todo resulta enormemente previsible. De hecho, buena parte de la desafección ciudadana respecto de la política y los políticos tiene que ver con esa falta de frescura, con esa profunda y justificada convicción de que no hay nada nuevo bajo el sol. A cada cara le corresponde un color partidario y un papel en el reparto de la representación que es la política. Sale fulano que es de tal partido y se pronuncia al respecto de determinado asunto de actualidad: en ese momento, los padres podrían jugar con sus hijos a ser magos, como en las votaciones de los países de Eurovisión, acertando con puntos y comas lo que el portavoz va a decir.
Nadie se sale del guión. Básicamente por dos razones complementarias: porque se dispersaría-difuminaría la unívoca idea fuerza que los partidos pretenden transmitir a cada instante y porque tampoco el ciudadano acepta fácilmente las diferencias de discurso o hasta de matiz por parte de esos partidos. De hecho, las disidencias, variantes de criterio, jaleos y debate interior en las formaciones políticas son traducidas como signo de debilidad, contradiciendo así ese machacón y presunto desiderátum ciudadano de más democracia dentro de los partidos. Como tantas veces en la política, una cosa es lo que dicen los ciudadanos en las encuestas y otra bien distinta lo que saben los estrategas de los partidos que les gusta a éstos. Y ellos saben que, en general, el ciudadano elector medio y más numeroso apuesta más por la seguridad que por la incertidumbre, más por la sencillez-seriedad del discurso único que por la libertad expresada por los coros de voces diversas.
Para apuntalar esa seguridad están, por ejemplo, los argumentarios que, como su nombre indica, son un resumen de no más de media página que sintetiza lo que cualquier disciplinado afiliado a un partido –y mucho más quienes estén en situación de representarlo públicamente de alguna manera- debe saber, pensar y decir sobre un tema de actualidad. El argumentario es un insulto a la inteligencia, a la libertad de pensamiento, a la diversidad de criterios y a la política misma, pero cada mañana se distribuye puntualmente desde la instancia superior de la formación política al último de sus súbditos partidarios conectados. Otra muestra de las dificultades porque atraviesa la democracia interna en los partidos.
Los referidos partidos tienen en su frente de comunicación al portavoz. Éste es un personaje bragado y bregado, con alguna habilidad expositiva y cierto talante. Pero sobre todo tiene que tener una fe en la verdad que representa y en el guión que le toca cada mañana capaz de desbancar al más caradura. El portavoz tiene que tener eso, la cara dura, y mantenerse impávido ante la que caiga y soltar como si tal cosa lo que todo el mundo sabe –empezando por él mismo- que no es cierto. A Alfonso Alonso, por ejemplo, o a Óscar López, creo, se les nota que lo están diciendo por obligación, oficio y retribución mensual.
Pero lleva sorprendiéndome semana tras semana la fe de Floriano. Cuando le veo en la tele con el volumen cerrado sé que el PP lo tiene crudo: recurrir a este pisacharcos que tan mal da en la pantalla moderna es síntoma de que los demás portavoces han dicho eso de “pasa tú que a mí me da la risa, que ésta no hay quien la levante”. Hombre además de recursos, convencido de sus capacidades, a diferencia del citado López se sale del argumentario y pone ejemplos y comparaciones, y gana los espacios friquis que los medios reservan cada vez más a la sorpresa, por aquello de vender algo con la ocurrencia o la novedad. Este verano le ha hecho la competencia como portavoz de su partido Martínez Pujalte, ahora más centrado y sometido al argumentario tras dejar el bigote y las tertulias de la extrema derecha mediática.¿El portavoz se está cargando la política o no hay política sin portavoz? Terrible dilema. El mismo ciudadano –yo mismo- puede sostener en un mismo día lo primero y lo segundo. Pero más allá de esa contradicción, el portavoz, el argumentario y todas esas vainas conforman lo que hace ya un siglo Robert Michels definió como “ley de hierro de la oligarquía” y que llevaba a todos los partidos a ser gobernados por una minoría. Las causas de aquello las resumía Michels en tres: 1. La burocratización es consecuencia de la complejización de la realidad y de las decisiones a tomar por la organización; 2. El pulso entre eficiencia y democracia se resuelve en el seno de los partidos a favor de lo primero; y 3. Es el ciudadano-masa el partidario de la versión y liderazgo únicos y unívocos. Me repito entonces la pregunta: ¿tiene solución esto?
La política televisada se podría seguir con el interruptor del volumen apagado: todo resulta enormemente previsible. De hecho, buena parte de la desafección ciudadana respecto de la política y los políticos tiene que ver con esa falta de frescura, con esa profunda y justificada convicción de que no hay nada nuevo bajo el sol. A cada cara le corresponde un color partidario y un papel en el reparto de la representación que es la política. Sale fulano que es de tal partido y se pronuncia al respecto de determinado asunto de actualidad: en ese momento, los padres podrían jugar con sus hijos a ser magos, como en las votaciones de los países de Eurovisión, acertando con puntos y comas lo que el portavoz va a decir.
Nadie se sale del guión. Básicamente por dos razones complementarias: porque se dispersaría-difuminaría la unívoca idea fuerza que los partidos pretenden transmitir a cada instante y porque tampoco el ciudadano acepta fácilmente las diferencias de discurso o hasta de matiz por parte de esos partidos. De hecho, las disidencias, variantes de criterio, jaleos y debate interior en las formaciones políticas son traducidas como signo de debilidad, contradiciendo así ese machacón y presunto desiderátum ciudadano de más democracia dentro de los partidos. Como tantas veces en la política, una cosa es lo que dicen los ciudadanos en las encuestas y otra bien distinta lo que saben los estrategas de los partidos que les gusta a éstos. Y ellos saben que, en general, el ciudadano elector medio y más numeroso apuesta más por la seguridad que por la incertidumbre, más por la sencillez-seriedad del discurso único que por la libertad expresada por los coros de voces diversas.