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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

40 años de Constitución y constitucionalismo neocons

Ahora que se celebran con mucha pompa los 40 años de la Constitución Española, conviene recordar que sólo tuvo seis votos en contra en el Congreso, además de 14 abstenciones. De los seis que votaron en contra, cinco eran populares, militantes de Alianza Popular, el partido que se refundó años más con el nombre de Partido Popular. A los populares no les gustaba la Constitución, aunque algunos la aceptaron como mal menor y votaron “sí” a regañadientes. El entonces líder del grupo popular en el Congreso, Manuel Fraga, afirmó: “Nunca me he sentido tan portavoz del entero Grupo, de aquellos que en su conciencia se han visto obligados a decir que no, y aquellos que se han visto obligados a abstenerse”. 

Cuarenta años más tarde, los populares, convertidos de palabra al constitucionalismo, y con el fanatismo propio de todos los conversos, han iniciado una campaña en la que dividen a los miembros de la Cámara baja en quienes son constitucionalistas y quienes no lo son, siguiendo la rancia estrategia de separar a los diputados en buenos y malos españoles. Reviven, de la mano de Ciudadanos, la oscurantista tradición inquisitorial contra los malos cristianos, que reciben ahora el sambenito de “no constitucionalistas”, y que son, claro, los de siempre, los rojos y los separatistas. Se admite en el selecto club constitucionalista a aquellos que, procediendo de las filas “socialistas”, purguen sus pecados originales renegando del “sanchismo”.

Como sucede siempre con los conversos, los que hace 40 años renegaban de la Constitución de 1978 -hijos a su vez de quienes 40 años antes se habían alzado en armas contra la Constitución de 1931, trayendo la guerra civil y la dictadura militar-, esos conversos a los que llamaremos “neoconstitucionalistas” por simplificar, ahora se sienten legitimados a retirar a quien ellos consideren oportuno las credenciales que habilitan para el juego democrático.

Estos neoconstitucionalistas nuestros no se diferencian mucho de los neocons, los neoconservadores de otros lugares. Defienden el individualismo, los mercados desregulados y las políticas exteriores agresivas. Por eso, sus exageradas profesiones de fé constitucionalista no cuadran nada con el núcleo de la Constitución de 1978, una Constitución cuyo artículo 1 define no un Estado liberal, sino un  Estado social y democrático de derecho; cuyo artículo 9 obliga a los poderes públicos a remover todos los obstáculos para una igualdad efectiva de las personas y de los grupos -a eso de remover obstáculos los jueces neocons del supremo le llaman poner en riesgo el orden público económico-; y cuyo artículo 128 establece que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general” y que “se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica”. Esto ya no es que chirríe con sus ideas. Es que para ellos eso es la esencia del mal.

Para nuestros neocons, como para cualquier neocons, todas esas normas expresan justo la antítesis de su “pensamiento”. Para ellos, el mercado no es un instrumento más al servicio de los fines igualitarios que impone la Constitución y que debe concretar el juego democrático, sino que es un fin en sí mismo, un fín que está por encima de la política y al que la democracia debe someterse. Cuando dicen que son constitucionalistas no debe entenderse que piensan como la Constitución. Sólo que son fanáticos de algunos de sus elementos. ¿De cuales? Pues claramente, de la corona, del art. 155 y del 135. La monarquía es una institución con una lógica ajena a la de la democracia, que algunos países admiten como residuo histórico y concesión fáctica a etapas pre-democráticas. El artículo 155, la cláusula federal, es un instrumento de excepción, una suspensión de garantías democráticas que debe funcionar sobre todo como advertencia. Si la excepción se convierte en norma, decae el principio democrático. En cuanto al artículo 135, supone la perversión y el secuestro del resto del articulado, mediante la alteración de las prioridades constitucionales, relegando la libertad y la igualdad y entronizando por encima de ellas la austeridad, como nuevo principio constitucional impuesto al sistema democrático desde los poderes financieros y sin aprobación en referéndum.

En esto reside el constitucionalismo de los conversos, el constitucionalismo neocons. En el desprecio de los elementos sociales y democráticos de la Constitución y en la defensa a ultranza de sus residuos predemocráticos, de las alteraciones no aprobadas por la ciudadanía y de la utilización abusiva de los instrumentos de excepción.

Ahora que se celebran con mucha pompa los 40 años de la Constitución Española, conviene recordar que sólo tuvo seis votos en contra en el Congreso, además de 14 abstenciones. De los seis que votaron en contra, cinco eran populares, militantes de Alianza Popular, el partido que se refundó años más con el nombre de Partido Popular. A los populares no les gustaba la Constitución, aunque algunos la aceptaron como mal menor y votaron “sí” a regañadientes. El entonces líder del grupo popular en el Congreso, Manuel Fraga, afirmó: “Nunca me he sentido tan portavoz del entero Grupo, de aquellos que en su conciencia se han visto obligados a decir que no, y aquellos que se han visto obligados a abstenerse”. 

Cuarenta años más tarde, los populares, convertidos de palabra al constitucionalismo, y con el fanatismo propio de todos los conversos, han iniciado una campaña en la que dividen a los miembros de la Cámara baja en quienes son constitucionalistas y quienes no lo son, siguiendo la rancia estrategia de separar a los diputados en buenos y malos españoles. Reviven, de la mano de Ciudadanos, la oscurantista tradición inquisitorial contra los malos cristianos, que reciben ahora el sambenito de “no constitucionalistas”, y que son, claro, los de siempre, los rojos y los separatistas. Se admite en el selecto club constitucionalista a aquellos que, procediendo de las filas “socialistas”, purguen sus pecados originales renegando del “sanchismo”.