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Asalto a las instituciones

Ha sido recurrente afirmar que el Estado y sus instituciones son un dique frente a la ley del más fuerte. Desde luego la experiencia demuestra que sólo la regulación, el control y la democracia pueden atajar desmanes y excesos, evitando abusos de poder. Pero en el siglo XXI todo está en revisión y nuestra experiencia no es, desde luego, halagüeña. Además la crisis de 2007 ha generado una enorme desconfianza que, lamentablemente, tiene un serio fundamento.

En España las instituciones democráticas son relativamente recientes. Nuestra democracia es joven si la comparamos con las europeas, y el diseño constitucional de 1978 perseguía unos fines que no siempre se han procurado. Así, el Tribunal Constitucional se diseñó como árbitro de los conflictos entre las Comunidades Autónomas y el Estado, como censor de la constitucionalidad de las normas con rango legal y como garante de los derechos fundamentales y las libertades públicas, aunque este último aspecto lo comparta con la jurisdicción ordinaria.

En los albores de nuestra democracia ese papel se cumplió con niveles que rozaron la excelencia. Muchos juristas recordarán los nombres de los magistrados que, cualquiera sea la sensibilidad a que se inquiera, eran reconocidos por su reconocido prestigio: Tomás y Valiente, Rubio Llorente, Ruiz Piñeiro, Díez-Picazo, García Pelayo, Truyol Sierrra… Su papel fue difícil, pero entonces el Tribunal Constitucional se ganó un prestigio que ahora es más que discutible, porque en los últimos tiempos se le ha embarrado en la lucha partidaria, convirtiendo cada renovación en un suplicio en el que terminan designándose candidatos cuyo perfil dista mucho del perseguido por el constituyente.

Es además incomprensible que no se haya procurado que el árbitro de los poderes territoriales, el guardián de la constitucionalidad de las leyes y el garante de los derechos fundamentales quede alejado de cualquier duda sobre su independencia. Los últimos nombramientos han venido salpicados de polémica y a fecha de hoy su presidente milita en el Partido Popular, sin que tal dato fuera conocido durante su proceso de designación como magistrado del Tribunal Constitucional. Aunque la Ley Orgánica que regula estos asuntos sea poco exigente, pues aparta solo a quienes ostenten “cargos relevantes” en partidos, la imagen de imparcialidad del Tribunal Constitucional ha quedado seriamente comprometida por esta circunstancia. Y un tribunal sin prestigio, con su legitimidad cuestionada, no será fácil que resuelva de manera convincente.

Lo terrible es que otro tanto sucede con los cargos de Defensor del Pueblo o del Tribunal de Cuentas, cuyos titulares también pertenecen al partido gobernante. El ansía de control partidario de las instituciones ha llevado, sin pudor alguno, a su asalto, como prueba el repaso a los nombramientos de diversos reguladores de los últimos meses. Las instituciones democráticas padecen de este modo una seria crisis de legitimidad, que conduce a la desconfianza, el rechazo y a los problemas territoriales de todos conocidos.

Esta avidez partidaria ha sido recurrente en otro órgano constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, que ahora está proceso de renovación. Lo está en el peor de los escenarios posibles, porque se va a designar su nueva composición tras una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial impuesta por mayoría absoluta contra el criterio de toda la oposición. Ni un solo aliado ha encontrado el gobierno para el cambio legal, que cuenta con el rechazo de los grupos parlamentarios más importantes y de todas las asociaciones profesionales de jueces.

Además la renovación se afronta tras una profunda crisis que provocó la dimisión de su presidente originario, crisis que ha dañado a la institución y de paso, a la propia imagen del Poder Judicial. De ahí que sea imprescindible un proceso de renovación trasparente, exigiendo comparecencias de los candidatos a vocal en Congreso y Senado, sean juristas o jueces. Como también sería necesario que los grupos parlamentarios no se desentendieran de los candidatos propuestos por la otra parte, desidia que ha provocado en otras ocasiones la presencia de vocales muy alejados de la idoneidad requerida.

Si se actuara con inteligencia se aseguraría una presencia equilibrada de sexos, sensibilidades políticas, profesionales y territoriales. Se huiría de las adscripciones partidarias evidentes y se afanarían las Cortes en buscar perfiles que suscitaran reconocimiento y reputación dentro y fuera del Poder Judicial. Lo contrario contribuirá a seguir ahondando en el desprestigio de las instituciones democráticas y a socavar la ya maltrecha legitimidad que padecen.

Ha sido recurrente afirmar que el Estado y sus instituciones son un dique frente a la ley del más fuerte. Desde luego la experiencia demuestra que sólo la regulación, el control y la democracia pueden atajar desmanes y excesos, evitando abusos de poder. Pero en el siglo XXI todo está en revisión y nuestra experiencia no es, desde luego, halagüeña. Además la crisis de 2007 ha generado una enorme desconfianza que, lamentablemente, tiene un serio fundamento.

En España las instituciones democráticas son relativamente recientes. Nuestra democracia es joven si la comparamos con las europeas, y el diseño constitucional de 1978 perseguía unos fines que no siempre se han procurado. Así, el Tribunal Constitucional se diseñó como árbitro de los conflictos entre las Comunidades Autónomas y el Estado, como censor de la constitucionalidad de las normas con rango legal y como garante de los derechos fundamentales y las libertades públicas, aunque este último aspecto lo comparta con la jurisdicción ordinaria.