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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El ausente legado de Gregorio Ordóñez

Ana Iribar, viuda de Gregorio Ordóñez, con un retrato en una exposición.

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Llevo muchos años lamentando que nunca se recuerde cómo vivió y cómo hizo política mi hermano Gregorio Ordóñez, sino sólo cómo murió. Falta menos de un mes para que se celebren las próximas elecciones autonómicas vascas y las consecuencias de que no se haya preservado su legado, ni siquiera por parte de su propio partido, se hacen más evidentes que nunca. Esas consecuencias se traducen en que quienes contribuyeron a llenar nuestras calles de “tanto atentado, tanta sangre, tanto fanatismo”, en sus palabras, tengan muchas posibilidades de ser la fuerza más votada en la próxima cita electoral. 

Es ciertamente perturbador que gocen de cada vez más apoyo social quienes recurrieron al asesinato, a los atentados, a las amenazas y a la persecución como una forma más de hacer política. Pero la izquierda abertzale siempre ha sido la segunda fuerza política en Euskadi, a muy poca distancia del PNV, también en los tiempos en que ETA mataba. No hay ninguna novedad en ese sentido. El terrorismo nunca les ha pasado una factura negativa y, al contrario que al PP o al PSOE, a las sucesivas marcas electorales de la izquierda abertzale nunca les ha costado llenar sus listas electorales porque sus partidarios tuvieran miedo o estuvieran amenazados de muerte. Nunca han sufrido las consecuencias de un terror sistemático y selectivo porque eran ellos, los líderes de la izquierda abertzale, quienes ideaban y fomentaban ese terror sistemático y selectivo. 

La legitimación social y política de los asesinos de ETA siempre ha formado parte del paisaje electoral vasco. Lo acabamos de comprobar, una vez más, con la lamentable exhibición de los asesinos más sanguinarios de ETA durante la ‘korrika’. ¿Alguien se imagina que, a su paso por Pamplona, se exhibieran fotos de los violadores de ‘la manada’ durante la misma? Sería todo un escándalo. Pues hubo quien portó, con orgullo, las fotos de los asesinos de Francisco Casanova y Tomás Caballero por las mismas calles en que fueron asesinados. Todo ello ante la complicidad de la AEK, entidad organizadora de la ‘korrika’, y la pasividad de las instituciones. Y lo que es peor, ante la aceptación y la normalización de ese tipo de conductas de apoyo explícito al crimen por gran parte de la sociedad vasca y navarra.  

Que el apoyo explícito al terrorismo no sea un motivo de disuasión electoral no es solo responsabilidad de la izquierda abertzale, también lo es de sus votantes. ETA fue la organización terrorista más longeva de Europa porque su proyecto político -sus medios y sus fines- los asumía buena parte de la sociedad vasca. Frente al relato que pretende hacernos creer que la mayoría de la sociedad vasca estuvo contra ETA, y que las víctimas siempre estuvimos acompañadas y arropadas, llenas de apoyo institucional y de subvenciones, lo cierto es que hubo mucha soledad, y mucho sufrimiento en soledad, durante mucho tiempo. ¿Dónde estaban todas esas personas cuando ETA nos dejaba pintadas en nuestros portales y nuestras calles proclamando que nos iban a matar? ¿Dónde estaban cuando había quien nos gritaba “ETA mátalos” en concentraciones pacifistas? ¿Dónde estaban cuando, después de que asesinaran a nuestros familiares, soportábamos el desprecio y la indiferencia de nuestros vecinos, de nuestros compañeros de trabajo, de nuestros propios amigos? La dimensión de la crueldad, la maldad y la deshumanización de la que hizo gala una parte de la sociedad vasca también es parte de la historia de ETA. Y nadie quiere que se lo recuerden, ni que le hagan sentir mal por ello. Esa ausencia de culpa por la larga historia de terror de ETA se refleja en las opciones políticas que escoge esa parte de la sociedad vasca, cada vez más mayoritaria, según parece. Por eso la izquierda abertzale no solo no se ve castigada en las urnas, sino que sale reforzada en cada cita electoral. Parece que la sensación de que ETA no ha existido nunca se va apoderando de forma silenciosa pero efectiva de la sociedad vasca y de sus políticos, aunque sus ideólogos y dirigentes sigan en la primera línea de la vida pública haciendo política con alfombra roja.

En los periodos electorales compruebo, con más intensidad y con tristeza, cómo la política se va alejando cada vez más del espíritu y del talante de mi hermano Gregorio Ordóñez. No solo en lo que se refiere a su contundencia frente a ETA y frente a quienes legitiman el terrorismo, sino también respecto a sus valores y a sus formas. Repasando sus intervenciones parlamentarias y sus debates con sus adversarios -a los que nunca consideró enemigos- se percibe el respeto con que los trataba. Cuando tenía que criticar una cuestión, siempre empezaba por alabar el trabajo y la gestión de su adversario, y después criticaba lo que tuviera que criticar, siempre con cortesía y nunca desde el insulto o la descalificación. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que escuchamos a nuestros representantes públicos decir algo mínimamente positivo sobre sus adversarios? Ni siquiera lo recuerdo.  

Mi hermano nunca entendió la política como un instrumento para conseguir poder, sino como una herramienta para servir y ayudar a sus conciudadanos. Trabajaba exclusivamente por y para la ciudadanía, y los frutos de su trabajo se iban a traducir en la confianza de la mayoría de los donostiarras para que fuese el próximo alcalde de San Sebastián. Pero ETA y su brazo político Herri Batasuna les arrebataron su derecho a votarle asesinándolo el 23 de enero de 1995, apenas cuatro días después de que anunciase su candidatura a la alcaldía. Hoy pagamos las consecuencias de que nadie haya recogido el testigo de mi hermano. Qué fácil fue cambiar el rumbo de la historia con un tiro en la nuca y qué lejos estamos hoy de la política que hacía Gregorio Ordóñez.

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