Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La balada del Narayama y la quinta ola de la pandemia
La Balada del Narayama es una película Japonesa dirigida en 1983 por Shôhei Imamura, Palma de Oro en Cannes en el mismo año. En ella, Orín, una anciana perteneciente a 'la casa del árbol', es trasladada a cuestas por su primogénito Tatsue al monte Narayama, en pleno invierno, depositada y abandonada allá arriba, en la cumbre, en compañía de las aves carroñeras que la reciben con júbilo. Este brutal acto, a nuestro entender, sucede en el Japón rural del siglo XIX y formaba parte de un ritual en el que los ancianos, en una sociedad de subsistencia, en el momento en el cual ya no resultan útiles y gastan más de lo que aportan, son eliminados de la sociedad, eso sí, por mandato de los dioses. En plena lucidez física y mental, Orín, ante las contradicciones de su hijo para llevar a cabo tal acción que la tradición cultural y religiosa le demandaban, se arranca los dientes en un afán de incitarlo a que la ejecute con premura. Ya ni siquiera podría comer. La historia, cuyas imágenes en blanco y negro conmueven hasta el infinito, está contada de una manera poética y, a la vez, con una extrema crudeza.
En este tipo de sociedades donde la escasez, sobre todo en invierno, era de tal envergadura que llegaba hasta el punto de contar el número de patatas por cabeza y si esa norma era transgredida, podría hasta ser motivo de ser enterrados vivos, los infanticidios, sobre todo de niñas, eran algo habitual, comportándose como un auténtico regulador demográfico. Los senecticidios, tal y como nos cuenta Imamura también lo eran, si bien es algo que nos resulta más lejano, más desconocido. Las personas mayores, total, como les queda poco, da igual. Tanto los unos como los otros, sin pretender ponerlos al mismo nivel, nos resultan escalofriantes en la actualidad.
A medida que la quinta ola de la pandemia vuelve a colocar a las personas mayores como protagonistas de la noticia, a medida que los contagios se multiplican en las residencias, pienso más y más en la imagen de Tatsue subiendo penosamente la vertical del monte con su madre a cuestas para depositarla en la cumbre y, acabar así, siendo pasto de los buitres. Toda una metáfora de la actitud de nuestras sociedades desarrolladas para con los ancianos, dejándolos en manos de fondos inversores que solo buscan el beneficio. Un abismo cronológico, económico, cultural y antropológico separan al Japón del siglo XIX del mundo occidental actual y, sin embargo, me da por pensar que actúan los mismos parámetros: cuando eres mayor y vulnerable, cuando ya no produces, te conviertes en un problema que, además, absorbe muchos recursos. Puede parecer exagerado, dramático y hasta demagógico, pero al final todas las civilizaciones encuentran sus métodos para regular las descompensaciones demográficas tan costosas de mantener económicamente para los estados modernos. En el capitalismo desarrollado todo es más sutil.
“Las sociedades liberales no han resuelto el problema del cuidado de las personas mayores” dice el filósofo escocés Alistair Macintair y añade: “Mientras que el cuidado de los niños se ha resuelto más o menos con la escolarización no ha sido así con las personas vulnerables y dependientes”. Además, dice que “constituye un problema de todos, de la sociedad política en su conjunto”, citado por Victoria Camps en un libro recientemente publicado, 'La Ética de los cuidados'. Históricamente, los cuidados han estado en manos de las mujeres de la familia. En la actualidad y de la mano del feminismo, hemos adquirido conciencia de que es una tarea colectiva. No se trata de que las mujeres renunciemos a cuidar, sino que si lo hacemos como uno más y debería ser valorado en el colectivo social como algo importante e imprescindible para la vida, para la familia, para las personas. En este mismo libro Camps nos recuerda que los cuidados son un problema no solo de derechos, sino también ético, lo que nos implica a todos por igual. Es así, por mucho que las leyes reconozcan derechos específicos a las personas que viven en residencias. Si no nos convencemos como sociedad de que la atención y el cuidado a las personas dependientes es una cuestión de primer orden, no avanzaremos como corresponde a una sociedad plena y democrática.
Cuidar es respetar, mirar, tocar, escuchar, estimular y cuando la atención sanitaria es imprescindible, está la sanidad pública para cumplir esa función
La pandemia ha dejado en evidencia el modelo de cuidados vigente en nuestro país. Las residencias, tal y como las conocemos actualmente, son más un gran negocio que un espacio idóneo para atender a los grandes dependientes. La mayor parte de ellas son de titularidad privada o concertada y adolecen de control por parte de los poderes públicos. Si vuelven a producirse contagios en ellas no es solo porque las características del sistema inmunitario de las personas de edad sea más frágil o porque no se hacen los test suficientes o porque haya personal de atención que se niega a vacunarse, que también, sino por sus características de diseño y organización: espacios de reunión mal ventilados, excesivo número de plazas, escasez de personal precarizado y feminizado… En los negocios prima el beneficio. Algunos estudios que ya han visto la luz tras la crisis de la COVID-19, deducen que los contagios se han producido en menor medida en los centros más pequeños, con menor número de plazas y de titularidad pública. La cosa está suficientemente clara. Dichas deficiencias que la pandemia ha sacado a la luz, no lo olvidemos, se llevaban por delante vidas con epidemias estacionales como la gripe. Y es que estos centros asistenciales son en sí mismos, de acuerdo con su configuración, un caldo de cultivo para todo tipo de gérmenes interesados en propagarse allí donde vislumbran condiciones favorables.
Urge desinstitucionalizar los cuidados. Humanizarlos y alejarlos en la medida de lo posible de la visión sanitaria. No parece que medicalizar las residencias sea una salida; asociar las batas blancas a los cuidados no es la solución más acertada. Éstos son otra cosa. “Cuidar es un arte” dice una amiga y parlamentaria, cuidar es respetar, mirar, tocar, escuchar, estimular y cuando la atención sanitaria es imprescindible, está la sanidad pública para cumplir esa función. Tenemos que ir en la línea de retrasar al máximo el ingreso en una institución, implementar recursos para que las personas envejezcan en su entorno, en su hogar, rodeadas de sus muebles y objetos que constituyen su devenir con todo el simbolismo que ello implica. Y cuando llegue el momento en el que la situación de dependencia sea ineludible, es preciso transformar las residencias actuales en espacios de convivencia, con un número reducido de plazas, con personal especializado y bien remunerado, con gestión horizontal, donde se tenga en cuenta la opinión y la capacidad de decisión de usuarias y usuarios, que sean lugares de atención especializada teniendo como referente a la persona con mayúsculas.
Las personas mayores no siempre han sido infravaloradas, invisibilizadas e incluso maltratadas. Recordemos que en Grecia y Roma gozaban de un status social y así en otras muchas culturas. Ahora, somos un colectivo con un gran peso demográfico, social y político, de gran relevancia electoral. La pandemia nos ha hecho visibles, para bien y para mal. Estamos de moda. En el cine -Nomadland, mejor película, Anthony Hopkins y Frances McDorman, premios oscar-, series -El método Kominsky-, el Pulitzer de fotografía, Morenatti con sus fotos sobre las personas mayores durante la pandemia… Aprovechemos el impulso, hagámonos visibles, exijamos a las instituciones compromiso y responsabilidad. Recursos.
El Gobierno y algunas comunidades autónomas están elaborando nuevas leyes para modificar los modelos de atención residencial para cuidados de larga duración. Al mismo tiempo nos consta que el ministerio de Derechos Sociales y comunidades han pactado establecer un sistema de evaluaciones en las residencias que puedan hacerse públicas. Tanto en Castilla y León como en Euskadi se han abierto procesos participativos que permitan opinar y proponer medidas para la mejora del modelo actual. En esta última comunidad, el PNV y la consejera de Igualdad, Justicia y Políticas sociales, Beatriz Artolazabal, nos tienen acostumbrados a propuestas que, a priori, suenan bien, pero que quedan en la nada, en mera retórica, eso sí, muy bien construida y estudiada: expertos puestos a dedo y escasa escucha a los colectivos implicados. Esto es un problema de recursos y voluntad política. Habrá que estar ojo avizor, comprobar que todo este proceso de transición de modelo de cuidados que se despliega se desarrolle sin dilaciones, con recursos suficientes y con rigor. Labor que nos compete a los colectivos, asociaciones de mayores, partidos políticos y a la sociedad en su conjunto.
La Balada del Narayama es una película Japonesa dirigida en 1983 por Shôhei Imamura, Palma de Oro en Cannes en el mismo año. En ella, Orín, una anciana perteneciente a 'la casa del árbol', es trasladada a cuestas por su primogénito Tatsue al monte Narayama, en pleno invierno, depositada y abandonada allá arriba, en la cumbre, en compañía de las aves carroñeras que la reciben con júbilo. Este brutal acto, a nuestro entender, sucede en el Japón rural del siglo XIX y formaba parte de un ritual en el que los ancianos, en una sociedad de subsistencia, en el momento en el cual ya no resultan útiles y gastan más de lo que aportan, son eliminados de la sociedad, eso sí, por mandato de los dioses. En plena lucidez física y mental, Orín, ante las contradicciones de su hijo para llevar a cabo tal acción que la tradición cultural y religiosa le demandaban, se arranca los dientes en un afán de incitarlo a que la ejecute con premura. Ya ni siquiera podría comer. La historia, cuyas imágenes en blanco y negro conmueven hasta el infinito, está contada de una manera poética y, a la vez, con una extrema crudeza.
En este tipo de sociedades donde la escasez, sobre todo en invierno, era de tal envergadura que llegaba hasta el punto de contar el número de patatas por cabeza y si esa norma era transgredida, podría hasta ser motivo de ser enterrados vivos, los infanticidios, sobre todo de niñas, eran algo habitual, comportándose como un auténtico regulador demográfico. Los senecticidios, tal y como nos cuenta Imamura también lo eran, si bien es algo que nos resulta más lejano, más desconocido. Las personas mayores, total, como les queda poco, da igual. Tanto los unos como los otros, sin pretender ponerlos al mismo nivel, nos resultan escalofriantes en la actualidad.