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Yo no me canso de votar

Oyendo lo que se propaga desde instancias mediáticas sobre la nueva convocatoria electoral, se diría que a los españoles no se les lleva a las urnas, sino a un campo de concentración. Se ha llegado incluso a descubrir una dolencia nueva, que seguramente habrá que atender en el futuro desde la sanidad pública: el cansancio de votar que le ha entrado a la gente, por la “incompetencia” o “falta de voluntad” de “nuestros políticos”, esa “gentuza” de la que habla un conocido novelista, desde la atalaya intelectual que le proporcionan sus aristocráticos sombreros. Porque, de un tiempo a esta parte, denostar a la “clase política” se ha convertido en un requisito indispensable para asegurarse un certificado de buena conducta y estar mínimamente presentable en sociedad

¡Y yo que pienso que no es para tanto! Fastidia un poco, es verdad, que se tenga que llegar a esta situación, nada infrecuente en los tiempos convulsos que vivimos ni en el espacio internacional que nos rodea. Pero nadie, creo yo, se fatiga de manera especial dando un paseíto saludable hasta el colegio electoral, para depositar el voto, como paso previo al vermut del mediodía. Eso es, al menos, lo que yo haré siguiendo mi costumbre, de acuerdo con mi conciencia cívica y con una convicción personal muy arraigada: que quien no vota no tiene derecho a quejarse posteriormente por lo que votan otros.

Añadiré que el mío no va a ser el “voto vasco” reclamado por Ortuzar en uno de esos días en que al PNV le toca hacer de abertzale de toda la vida. El mío va a ser un voto español: primero, porque estamos hablando de unas elecciones generales, que van a decidir el futuro Gobierno de España; y, en segundo lugar, porque, si quiero tener un Gobierno de España estable y progresista, que es lo que ahora toca, no estoy pensando precisamente en alguien que no quiere ser español “ni por el forro”, y que, además, es de derechas, al menos en la intimidad.

Quiero decir, que seguiré votando en clave de izquierda (española, por supuesto), y no nacionalista. Y votaré, además, con todo mi cabreo encima; el cabreo de los que se cabrean contra quienes ya nos sugieren cómo tenemos que cabrearnos: quedándonos en casa para no ir a votar a quienes, por su inutilidad, “no se ganan el sueldo que perciben”. Porque esto, me temo, es lo que, implícita o explícitamente, se está persiguiendo: un fomento de la abstención. Para ser más concretos: una abstención de la gente de izquierda que pudiera hacer posible, por su incomparecencia en las urnas, que las derechas ganaran, ahora sí, las elecciones y recuperaran el Gobierno.

Yo no me voy a quedar en casa, porque no estoy dispuesto a secundar la ideología, netamente franquista, que subyace al tópico dominante: el que reza que “todos los políticos son iguales”. Nunca me he creído tal chorrada, de corte populista y potencialmente liberticida. Aún sé distinguir entre aquellos políticos que defienden el Estado de bienestar y quienes lo niegan; entre quienes han trabajado desde el actual Gobierno por devolver derechos sociales a la ciudadanía y quienes siguen empeñados en negarlos; entre quienes elaboraron unos Presupuestos Generales que ponían fin a las políticas de austeridad y recortes sociales y quienes los rechazaron desde posiciones nacional-nacionalistas; entre quienes abrieron vías de diálogo institucional con Cataluña (que una mayoría de españoles reclaman, según las últimas encuestas) y quienes las abortaron, porque no se adaptaban a sus estrategias desestabilizadoras.

Y sé, por supuesto distinguir entre quienes están haciendo posible que la democracia se imponga en las políticas de memoria que este país necesita activar, y quienes azuzan el miedo con argumentario propio de los que se alzaron en armas contra el Gobierno de la República; evidenciando, de paso, la vigencia política, nada tranquilizadora, del trío de Colón. O del trifachito, si se prefiere.

Tendría triste gracia que, ahora que, gracias a la tenacidad de Pedro Sánchez y su Gobierno, se va a poder sacar la momia de Franco del Valle de los Caídos, la muy alargada sombra del dictador siguiera cubriendo este país de negros nubarrones. De hecho, cada vez que escucho los ataques indiscriminados hacia “los políticos” desde numerosas instancias mediáticas, casi me parece oír la vocecilla aflautada del Caudillo, llamando al orden a los “españoles de bien”.

¿Y que nos podría decir? Algo parecido a esto: “Españoles, haced como yo y no os metáis en política, conspirando contra la unidad nacional y quitando el dinero a la gente de orden. ¡Si lo sabré yo, por propia experiencia! Fijaos en lo que me han hecho. ¿Cómo van a respetar la propiedad privada, éstos que nos gobiernan, si ya no respetan ni la tumba de uno? Si es que no hacen nada a derechas. ¿Y por qué todo este desorden? Porque España no está gobernada por los que tenemos una larga experiencia en esto de mandar; los que no necesitamos la política para gobernar, porque para algo tenemos el sentido común. ¡Con lo que me costó implantarlo y lo que tuve que fusilar para que los españoles lo entendieran! Pero alguien tenía que hacer pedagogía y dejar claro que la letra con sangre entra. Sobre todo, teniendo en cuenta la cantidad de analfabetos que teníamos. Y seguimos teniendo, porque ahora nos vienen otra vez los de siempre amenazando con quemar iglesias”.

Bueno, esto último, lo de la quema de iglesias, lo soltó la muy angelical presidenta de la Comunidad de Madrid, la popular Díaz Ayuso, cogiéndole el relevo al Caudillo, para competir por la extrema derecha con la portavoz de Vox en el Parlamento regional, Rocío Monasterio. Y, como en la derecha española no hay dos sin tres, allí estaba Ciudadanos, encarnado en el vicepresidente del Gobierno madrileño, Ignacio Aguado, para sofocar cualquier incendio de templos que los de izquierdas puedan provocar, que para algo son de izquierdas. Y luego, para animar un poco más a la afición, vino la aportación de Ortega Smith sobre el fusilamiento (seguramente merecido) de las Trece Rosas…

De modo que, si antes lo tenía claro, ahora lo tengo más claro aún: la derecha sin complejos destapa su franquismo originario. Le espanta la memoria histórica. Y a mí me espantan los que se espantan por que se recuerde la España de las cunetas pendientes. Una razón de más para que el 10 de noviembre no me coja sin un voto que ponerme.

Por paradójico que parezca, Franco y sus herederos políticos me han acabado de convencer: tengo que meterme en política. Quiero decir que iré a votar. Y seguiré votando bien. Lo cual no quiere decir que otros hayan votado mal, pero seguramente pueden hacerlo todavía mejor.

*Javier Arteta ha sido asesor del grupo parlamentario del PSE-EE

Oyendo lo que se propaga desde instancias mediáticas sobre la nueva convocatoria electoral, se diría que a los españoles no se les lleva a las urnas, sino a un campo de concentración. Se ha llegado incluso a descubrir una dolencia nueva, que seguramente habrá que atender en el futuro desde la sanidad pública: el cansancio de votar que le ha entrado a la gente, por la “incompetencia” o “falta de voluntad” de “nuestros políticos”, esa “gentuza” de la que habla un conocido novelista, desde la atalaya intelectual que le proporcionan sus aristocráticos sombreros. Porque, de un tiempo a esta parte, denostar a la “clase política” se ha convertido en un requisito indispensable para asegurarse un certificado de buena conducta y estar mínimamente presentable en sociedad

¡Y yo que pienso que no es para tanto! Fastidia un poco, es verdad, que se tenga que llegar a esta situación, nada infrecuente en los tiempos convulsos que vivimos ni en el espacio internacional que nos rodea. Pero nadie, creo yo, se fatiga de manera especial dando un paseíto saludable hasta el colegio electoral, para depositar el voto, como paso previo al vermut del mediodía. Eso es, al menos, lo que yo haré siguiendo mi costumbre, de acuerdo con mi conciencia cívica y con una convicción personal muy arraigada: que quien no vota no tiene derecho a quejarse posteriormente por lo que votan otros.