Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Comenzar
Todos los veranos comienzan con la misma lentitud de días largos y luminosos, mástiles en el mar, bicicletas en los caminos rurales y pinos que arden en larguísimos horizontes deshabitados. El término del verano también tiene una misma similitud de balcones cerrados, alfombras extendidas, bruscos chaparrones y niños que regresan a las aulas escolares. Los días se acortan. Las vacaciones terminan. Los pueblos se despueblan.
El campo recupera de pronto su silencio de horizonte vacío y el mar avanza hacia los acantilados donde se precipitan las últimas noches del verano. La oscuridad pone en los paisajes que abandonamos una punta de pálida nostalgia y aquellas cosas que más nos necesitan para justificar su existencia, los extractos bancarios, por ejemplo, la liga de fútbol, los medios de comunicación y los rostros de nuestros dioses más cercanos, o sea, los jefes, son las primeras cosas con las que tropezamos en el inevitable regreso a nuestros domicilios habituales.
Los días se acortan. Las vacaciones terminan. Cierto. Pero el final del verano también es el comienzo de un nuevo curso, de una nueva oportunidad existencial o de una nueva inmersión en nuestra rutina de siempre y ya se sabe que “la única alegría en este mundo es comenzar”. Esta sentencia la escribió un poeta italiano que en un mediodía tórrido del mes de agosto del año 1950 en la habitación de un pequeño hotel de la ciudad de Turín, decidió darse una última alegría ingiriendo dieciséis sobres de barbitúricos para comenzar, así, su vida en el más allá; la vida que, según los creyentes, existe tras la muerte.
Comenzar es la única alegría en este mundo. Comenzar, por ejemplo, desatendiendo las redes sociales, tras guardar el bañador en un cajón del armario, para imaginar, así, que el mundo no es tan solo una cáscara amarga de odio, o comenzar huyendo de las pantallas que nos han abducido para asomarnos a una ventana tratando, así, de descubrir qué es lo que realmente ocurre a nuestro alrededor.
El instante lo es todo. Las filosofías pasan. Los gobiernos se suceden. Los crímenes más horrendos terminan siendo engullidos por la sociedad de consumo como bolsas de patatas fritas, pero más allá de todo esto lo que perdura en la vida es el instante. El instante, por ejemplo, en que paseas por los límites de un bosque o por la orilla de un playa desierta descubriendo, de pronto, que no tienes la obligación de ser un animal dominado por los resentimientos, los odios cainitas, la opinión de los periodistas a sueldo de los partidos políticos o los aparatos tecnológicos que los ricos nos están vendiendo como si fueran cápsulas de felicidad. La única alegría en este mundo es comenzar. Todos los años el final del verano nos concede esta posibilidad.
Todos los veranos comienzan con la misma lentitud de días largos y luminosos, mástiles en el mar, bicicletas en los caminos rurales y pinos que arden en larguísimos horizontes deshabitados. El término del verano también tiene una misma similitud de balcones cerrados, alfombras extendidas, bruscos chaparrones y niños que regresan a las aulas escolares. Los días se acortan. Las vacaciones terminan. Los pueblos se despueblan.
El campo recupera de pronto su silencio de horizonte vacío y el mar avanza hacia los acantilados donde se precipitan las últimas noches del verano. La oscuridad pone en los paisajes que abandonamos una punta de pálida nostalgia y aquellas cosas que más nos necesitan para justificar su existencia, los extractos bancarios, por ejemplo, la liga de fútbol, los medios de comunicación y los rostros de nuestros dioses más cercanos, o sea, los jefes, son las primeras cosas con las que tropezamos en el inevitable regreso a nuestros domicilios habituales.