Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El control de la agenda
El control de la agenda pública es la mitad del poder en política. Conseguir influir en qué se discute hasta determinar si es lógico y lícito hablar de determinada cosa y no de otra. Formaría parte de aquello de Gramsci de ganar la hegemonía: controlar de lo que se habla, de lo que se puede hablar. De paso, enviar al ostracismo a quien osa hablar de lo que no se debe, de lo que no puede ni plantearse la comunidad. Antaño se habría llamado el control de las conciencias; en sociedades abiertas se trataría del control de la agenda.
En Euskadi el control de la agenda ha estado en manos del nacionalismo vasco desde que se resolviera la Transición. No ha habido gobierno español, desde Suárez hasta Rajoy, con entusiasmo pragmático o a regañadientes, que no haya considerado que el nacionalismo, o mejor, el PNV, era la representación genuina de todos los vascos, que era lo apropiado negociar sobre todo con él antes que con cualquier otro (incluidos o empezando por los suyos).
Consecuencia de ello ha sido que el PNV –y el nacionalismo vasco por extensión- ha tenido siempre en sus manos el mando a distancia del país. Decidía de qué se hablaba y de qué no, de qué se podía hablar y de qué no, establecía las iniciativas y modulaba el ritmo de estas. Si hacemos un repaso a los últimos casi cuarenta años hemos ido hablando de lo que quería el nacionalismo: el institucional con su control de la agenda pública y el terrorista con las consecuencias (y objeto) de sus acciones.
Ahora los nacionalistas catalanes han puesto de rebote de actualidad la excepción vasca, el Concierto. Ahora hubieran querido para sí lo que desdeñaron durante la Transición: ser también excepcionales, disponer de hacienda y autogobierno fiscal. Mal momento para el cambio. Una excepción aplicada al seis u ocho por ciento de la población o del PIB lo es; si se aplica al veinte por ciento deja de serlo para convertirse en un sindiós. Por eso nuestros nacionalistas están de perfil esperando a ver cómo se resuelve todo.
Pero entre medias, algún atrevido levanta el dedo y repara en la pequeña, en el porqué unos pocos tienen que disfrutar de la excepción y, por tanto, del privilegio. Consecuencia de ello es preguntarse por el conjunto. Los menos informados disparan contra el Concierto; los más distinguen entre este -privilegio que al menos conlleva el riesgo de la responsabilidad fiscal y que no es garantía perpetua de ventaja- y la cuenta del cupo, lo que pagamos por los gastos comunes españoles de los que no nos ocupamos. Una cuenta, efectivamente, mal hecha desde su origen. Yo diría que desde 1878 y, desde luego, no menos desde la recuperación del autogobierno fiscal con la democracia. Todo lo que rodea al Concierto (y al cupo) ha venido históricamente velado por la opacidad y el chalaneo. El procedimiento de lectura única es su expresión jurídica y también política. La secuencia de controladores de la agenda pública a través del mecanismo del Concierto nos ilustra acerca de la naturaleza de nuestros señores desde hace siglo y medio: emergentes capitanes de empresa durante la Restauración canovista, cuerpo foral franquista en la dictadura y defensores del statu quo de la ventaja durante la presente democracia (con el nacionalismo empresarial al frente, el vasquista y el españolista).
Ha bastado que otro catalán proponga cuestionarse la excepción para que toda la clase política, todos los medios de comunicación y todo el que abre la boca en este país proclame aquello de que la ventaja, la excepción, no se toca. Aún más: que quien lo dice no pertenece a la comunidad política, que se ubica fuera de ella de partida, aunque no haya hablado aún el pueblo soberano. Todos los outsiders de la política vasca en la historia –de los socialistas a Podemos- han aprendido rápido que para entrar en sociedad, para ser aceptados por los amos, para compartir el espacio hegemónico, tienen que proclamarse grandes defensores del privilegio, del Concierto (y de la cuenta del cupo).
Luego de nuestra relación con el exterior, ni hablamos. ¿Y qué pasa de nuestras relaciones interiores? Estas no son menos complejas para la comprensión del gran público y tienen la dificultad de no poderse condensar todavía en una frase que condene a quien osa plantear ahí algún cambio. Por lo tanto, igual hay que dejarlo correr. Se pretende hablar de una reforma de nuestra arquitectura institucional interior y el asunto tiene difícil recibo porque es cierto que cualquier ciudadano aprecia a simple vista que esta es un galimatías… que por cierto empieza con la consecuencia de la excepción de que hablaba hace un momento: somos el único lugar de Europa donde el que recauda (diputaciones) no es el que gasta (gobierno). Los problemas a partir de ahí son todos: unos pueden tener la pasta y otros la visión conjunta del país, unos colaborar al conjunto desde su txoko exclusivo y otros tener ideas a aplicar a una colectividad tan abultada y masiva como ¡dos millones de ciudadanos! Además de esto, duplicidades, gastos innecesarios, cargos superfluos, planificaciones imposibles, torpedeos internos y demás morralla.
Debería poder hablarse de la dichosa LTH y de los problemas que ha causado al país desde 1983. Hay que hacerlo y hacerlo con decisión. Hay que meterlo en la agenda pública. El mal no procede del exterior; habita entre nosotros, somos también generadores y culpables de él. Y lo podemos evitar. Pero para eso es necesario hablar. Y hacerlo sin la coartada o la coacción de ligar el debate de las relaciones interiores a las exteriores. Porque si se hace así volvemos al control de la agenda por los de siempre.
Es un asunto poco popular, porque el tema tiene una importante dimensión técnica, apreciada sobre todo por los que viven dentro de las administraciones. Pero es un asunto de importancia. No todo lo que se resuelve en un eslogan lo es; este asunto, que todavía no encaja en ninguno, ni a favor ni en contra, es de primera división. Y, a semejanza de lo que pasa con la espita del cupo, no hay por qué pensar que la consecuencia o conclusiones del debate estén prefijadas o inevitablemente tengan que ir en determinada dirección. ¿O sí?
El control de la agenda pública es la mitad del poder en política. Conseguir influir en qué se discute hasta determinar si es lógico y lícito hablar de determinada cosa y no de otra. Formaría parte de aquello de Gramsci de ganar la hegemonía: controlar de lo que se habla, de lo que se puede hablar. De paso, enviar al ostracismo a quien osa hablar de lo que no se debe, de lo que no puede ni plantearse la comunidad. Antaño se habría llamado el control de las conciencias; en sociedades abiertas se trataría del control de la agenda.
En Euskadi el control de la agenda ha estado en manos del nacionalismo vasco desde que se resolviera la Transición. No ha habido gobierno español, desde Suárez hasta Rajoy, con entusiasmo pragmático o a regañadientes, que no haya considerado que el nacionalismo, o mejor, el PNV, era la representación genuina de todos los vascos, que era lo apropiado negociar sobre todo con él antes que con cualquier otro (incluidos o empezando por los suyos).