Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Convivencia
El odio ha alimentado durante siglos el entusiasmo bélico que recorre la historia de España. El mismo odio que, con la excusa de la amnistía, resucita ahora en el ánimo de quienes no habiendo logrado en las pasadas elecciones su propósito de derogar el sanchismo, no parecen dispuestos a aceptar la derrota con la elegancia que siempre se le ha supuesto a la gente de bien. El odio en la historia de nuestro país casi siempre ha terminando chorreando sangre, así que, a veces, cansados de tanto sobresalto nos hemos dispuesto a convivir en concordia y cordura, aunque fuese a costa de limitaciones, renuncias, recorte de ambiciones y una resignada inclinación a la mediocridad. Pero estos períodos en la historia de nuestro país han sido excepcionales. El odio ha discurrido por la historia de España como un caballo desbocado.
Lo habitual, durante los terribles siglos que nos han precedido, ha sido sembrar el odio para desatar luego la habitual carnicería con la que obtener una abundante cosecha de cadáveres en los páramos resecos de España. El odio se ha usado, así, durante siglos como un sustento vital para llenar el vacío de una existencia sin demasiado sentido en un país lastrado por la pobreza, la ignorancia, la corrupción, la división social y la incompetencia política de los dirigentes. El odio, tan poco cristiano, pero tan católico, que los ministros de la iglesia tantas veces han azuzado desde el púlpito. El odio anticlerical. El odio que los periodistas han alimentado y alimentan desde los medios de comunicación para así ganarse la aprobación de los políticos que les firman la nómina o el odio que algunos dirigentes medievales derraman como un líquido viscoso desde las tribunas de los parlamentos nacionales, autonómicos y municipales.
El odio que impide el acuerdo, porque ponernos de acuerdo con nuestros semejantes, incluso reconocerlos, es poco viril, poco categórico, poco marcial, cosa de amanerados, de personas cursis que gastan su vida leyendo demasiadas antologías de poesía, recopiladas por catedráticos con gafas de culo de vaso, halitosis y un perpetuo rubor en sus mejillas, sin reconocer a los prodigiosos autores de la hermosa, tierna y delicada rima de “que te vote Txapote”.
No somos tan diferentes a nuestros antepasados. El odio, alentado ahora por las élites económicas de nuestro país, lo mastican, algunos, de una manera doméstica, silenciosa, contemplando el telediario nuestro de cada día, mientras otros lo manifiestan recorriendo las calles vociferando consignas franquistas, insultos y delirantes barbaridades siempre en busca de alguien a quien partirle el alma a hostias.
Es la máxima de Spinoza: “No ridiculizar. No lamentar. No detestar. Entender” lo que nunca se ha entendido, así que se odia ridiculizando, detestando a los adversarios; se odia para hacerse valer, para recalcar las convicciones más profundas, para demostrar que se posee la hispánica cualidad de convertir las pequeñas diferencias entre contrarios en rencores bíblicos o porque se es incapaz de situarse de vez en cuando en el pellejo de quienes ni piensan, ni viven, ni sueñan como nosotros. El odio es la simiente de España. Los más de cien mil asesinados por el franquismo que aún quedan tirados en las cunetas de España, esperando a una sepultura digna, así lo atestiguan
El odio ha alimentado durante siglos el entusiasmo bélico que recorre la historia de España. El mismo odio que, con la excusa de la amnistía, resucita ahora en el ánimo de quienes no habiendo logrado en las pasadas elecciones su propósito de derogar el sanchismo, no parecen dispuestos a aceptar la derrota con la elegancia que siempre se le ha supuesto a la gente de bien. El odio en la historia de nuestro país casi siempre ha terminando chorreando sangre, así que, a veces, cansados de tanto sobresalto nos hemos dispuesto a convivir en concordia y cordura, aunque fuese a costa de limitaciones, renuncias, recorte de ambiciones y una resignada inclinación a la mediocridad. Pero estos períodos en la historia de nuestro país han sido excepcionales. El odio ha discurrido por la historia de España como un caballo desbocado.
Lo habitual, durante los terribles siglos que nos han precedido, ha sido sembrar el odio para desatar luego la habitual carnicería con la que obtener una abundante cosecha de cadáveres en los páramos resecos de España. El odio se ha usado, así, durante siglos como un sustento vital para llenar el vacío de una existencia sin demasiado sentido en un país lastrado por la pobreza, la ignorancia, la corrupción, la división social y la incompetencia política de los dirigentes. El odio, tan poco cristiano, pero tan católico, que los ministros de la iglesia tantas veces han azuzado desde el púlpito. El odio anticlerical. El odio que los periodistas han alimentado y alimentan desde los medios de comunicación para así ganarse la aprobación de los políticos que les firman la nómina o el odio que algunos dirigentes medievales derraman como un líquido viscoso desde las tribunas de los parlamentos nacionales, autonómicos y municipales.