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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Democracia amordazada

Ander G-Solana

Profesor Derecho Internacional Público UPV/EHU —

Dice Noam Chomsky, en el muy recomendable documental sobre su obra “Requiem for the American Dream” que, en Estados Unidos, donde rige un sistema de libertades civiles de una amplitud considerable, la democracia representativa se configuró como un orden al servicio de las élites como sistema más estable para proteger el status quo.

De esta forma, el empoderamiento ciudadano de los años 60, a saber, la utilización y disfrute a conciencia de los derechos civiles consagrados en la Constitución estadounidense por parte de la sociedad, supuso una clara contestación al reparto de poder clásico: por una parte las clases populares y, por otra, los gerentes del sistema político, mediático y financiero. La respuesta del régimen estadounidense implicó un recorte masivo en la interpretación, y por ende en la posibilidad de disfrute, de los derechos que, precisamente, definían la democracia representativa como una forma de organización jurídico-política más amable con los deseos y necesidades de la ciudadanía.

Los regímenes democráticos de los países de la Unión Europea han bebido, en gran medida, de la misma fuente filosófica y jurídica que EE UU. Se han configurado unos sistemas jurídicos que, formalmente, reconocen gran capacidad de acción, participación y expresión a la ciudadanía. En paralelo, se han construido sistemas económicos que, paulatinamente, han dado la espalda a las personas para constituirse en una suerte de contrapoder donde las élites deciden y controlan las políticas económicas, industriales, fiscales o ecológicas. Un poder paralelo pertrechado por medios de comunicación de masas al servicio directo de los gestores del mismo.

La crisis económica y sistémica a la que nos enfrentamos ha iluminado algunos de los espacios más oscuros de la sociedad en la que vivimos, poniendo el foco en la extraordinaria desigualdad resultante y en las conexiones ilegítimas ente los aparatos políticos, financieros y mediáticos. No se cumplen los derechos sociales, económicos y culturales mientras cuestiona la vigencia de los derechos civiles y políticos. Ni unos, ni otros.

Precisamente porque existe un régimen formal de libertades, la respuesta ciudadana ha implicado, en algunos lugares como España, la utilización y actualización de las mismas como herramienta de defensa de sus derechos sociales y económicos o como impulso a un cambio de rumbo. Esta reacción popular se ha realizado, y es crucial esta apreciación, por vías exclusivamente pacíficas, pese a la gravedad de las consecuencias (que no son sino otra forma de violencia) de las políticas económicas.

La ciudadanía española ha vivido un ciclo de fortalecimiento mediante una concatenación de luchas sociales, feministas, de clase, ecológicas, etc. Se han puesto sobre la mesa debates ciudadanos sobre el contenido de los derechos fundamentales enunciados en la Constitución y su incumplimiento, se han ocupado plazas, se ha ejercido la desobediencia civil, se ha innovado los métodos de presión con escraches o movimientos sectoriales distinguibles por colores, se han dibujado acciones sociales de resistencia o de alternativa, han surgido nuevos partidos políticos y, además, un exigente ciclo electoral ha descompuesto el sistema estatal y autonómico de partidos. En definitiva, el pueblo ha impugnado los presupuestos esenciales de la democracia surgida de la cacareada transición y, al hacerlo, ha cuestionado la legitimidad de los inmutables repartos de poder y riqueza en la sociedad española.

Sin embargo, y siguiendo el análisis de Chomsky al que hacíamos referencia, ese viejo régimen de 1978 que se creía atado y bien atado, se ha recuperado del estupor ante estas movilizaciones y está reaccionando con la misma virulencia que en EE UU en los años 60. La máxima que parece defender es que los derechos fundamentales que creíamos conseguidos sólo tienen de ejecutables la parte de su enunciado y su contenido puede ser ahuecado. El sistema de derechos y libertades civiles y políticas no parece haber sido diseñado para que la ciudadanía los utilice, los exprima y cuestione el poder y las políticas económicas establecidas. Si la gente decide ejercer sus derechos, el régimen político financiero responde con una reinterpretación restrictiva del contenido de aquellos y, para ello, utilizará los métodos jurídicos, políticos, mediáticos, financieros, etc., a su alcance. La democracia representativa es el mejor sistema, parecen decir, siempre que permanezca dormida, siempre que no haga ruido, siempre que sea una democracia amordazada.

Un análisis pausado y sereno -sí sereno aunque alerta en estos tiempos de estremecimiento- permite detectar numerosos indicios de ataques directos a la compresión tradicional del contenido de derechos no tan fundamentales o permanentes como se creía. El vaciamiento progresivo de su significado y, en suma, de la posibilidad de ejercerlos, es constante. Veamos unos ejemplos clarificadores:

Derecho de sufragio: es preciso iniciar aquí esta revista. A priori, es este uno de los pilares inamovibles e identificatorios del sistema: la capacidad del ciudadano y la ciudadana de votar (y ser votado) en sufragio universal y elegir a sus representantes. A contrario, los resultados electorales de las dos elecciones generales con el denominador común de un quebranto del bipartidismo y la emergencia parlamentaria de debates replanteadores de diferentes aspectos del propio Estado (reparto de riqueza, definición del Estado y su rol, cuestión nacional, modelo energético, etc.), han generado una respuesta mediática brutal sobre la propia noción de elecciones. Durante meses, los medios de comunicación de masas, acompañados de las élites financieras y políticas, han presentado el escenario de unas terceras elecciones como una suerte de Apocalipsis.

No es este el lugar para reflexionar sobre la oportunidad de otra convocatoria electoral. Se trata de reflexionar sobre la fuerza del argumento irracional que se ha impuesto: votar de nuevo suponía una derrota en sí misma. Se ha advertido sin pruebas del riesgo de parálisis económica, del impacto de la imagen del país en el extranjero o se ha subrayado la futilidad de nuevos comicios dado que, mediante el voto, nada puede cambiar. El objetivo, deslegitimar públicamente la mera idea de elecciones, desanimar a la población en el ejercicio de sus derechos, subrayar la idea de que la alternativa no existe.

Derecho de manifestación: El derecho de reunión y manifestación, elementos claves de cualquier sistema que defienda la pluralidad política, son objeto de una campaña mediática y judicial sin precedentes. Hemos oído y leído que movilizarse el día del debate de investidura es “antidemocrático”, que un partido político no puede participar en instituciones y en acciones populares, que se pretende sustituir la democracia representativa por un modelo de democracia directa o que la acción del movimiento universitario es contrario a la libertad. Nótese el perverso mensaje: en un sistema democrático como el nuestro, el ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales que le daban forma pasa a ser, precisamente, antidemocrático. El objetivo de esta criminalización del ejercicio de los derechos fundamentales es el cuestionamiento colectivo del propio contenido de este derecho: se pretende que el derecho de manifestación quede en manos de las élites y sólo cuando exista consenso mediático, empresarial o de los partidos tradicionales, una manifestación será considerada legítima.

Así, manifestaciones contra el terrorismo o contra los derechos de las mujeres sobre sus cuerpos no serán vilipendiadas por provenir de altas esferas mediáticas o políticas. A la inversa, cualquier movilización ciudadana que cuestione el orden establecido será catalogada de ilegitima, peligrosa y antidemocrática. De esta forma se califican hoy las movilizaciones estudiantiles, las mareas por una democracia constante y no intermitente o las acciones en defensa de vivienda digna. Logrado el objetivo de consolidar sospecha sobre las personas que se movilicen, desde algunas fiscalías se persiguen con denuedo a indefensos ciudadanos que han osado ejercer su derecho de reunión, manifestación, huelga… Procesos caracterizados por la absoluta falta de pruebas, la inconsistencia de los argumentos jurídicos de acusación, la prolongación temporal de procesos y la frecuente falta de condenas (aquí la pena es el propio proceso).

Libertad de expresión: Bajo esta idea la Constitución engloba en su artículo 20 diferentes manifestaciones de la opinión, el posicionamiento político, la sátira o la libertad de prensa. Enunciar derechos no implica, al menos no de manera automática, la conformación de un sistema jurídico garantista respecto a su ejercicio. La expresión individual de ideas y reflexiones, libremente dirigidas a la ciudadanía o a los centros de poder, no debería tener mayor límite que la consolidación de vías pacíficas y el respeto a otras personas (y es profusa la jurisprudencia en este sentido). A contrario, son ya innumerables las decisiones judiciales, casi nunca firmes, que acosan y persiguen a quienes cuestionan el orden natural de las cosas, esa inmutabilidad en el reparto de poder y riqueza. Han pasado por calabozo o juicio titiriteros acusados de realizar sátiras, concejales reos de bromistas, tuiteras provocadoras (con las élites) o concejalas anticlericales. Son perseguidos y despedidos periodistas con pensamiento crítico o se intentan cerrar medios mediante demandas desproporcionadas. La aprobación de la conocida Ley Mordaza o la colocación de un militante del PP a la cabeza del Tribunal Constitucional son sólo colofón de esta serie de desdichadas desgracias liberticidas. La libertad de expresión ha pasado a configurarse como la posibilidad de los representantes de las élites a amenazar, insultar, vilipendiar y atemorizar a esa parte de la ciudadanía que se ha puesto en pie.

Nos encontramos, por tanto, interpelados como miembros de la ciudadanía. Los derechos fundamentales, su contenido esencial, necesarios para la consecución de derechos económicos y sociales equitativos, están siendo podados y desraizados para convertirse en huecos recuerdos de lo que pudieron ser. Se pretendía que el miedo cambiase de bando y que las élites entendieran la fortaleza del movimiento de cambio.

La respuesta de la oligarquía está siendo violenta, garantizando que el miedo se quede donde siempre debió, en el pueblo. Nos toca, por tanto, a cada una y cada uno decidir qué hacer, cómo reaccionar. Aceptar el miedo o mandarlo de vuelta ejerciendo derechos. En mi opinión, sólo hay una respuesta a la democracia amordazada: gritar.

Dice Noam Chomsky, en el muy recomendable documental sobre su obra “Requiem for the American Dream” que, en Estados Unidos, donde rige un sistema de libertades civiles de una amplitud considerable, la democracia representativa se configuró como un orden al servicio de las élites como sistema más estable para proteger el status quo.

De esta forma, el empoderamiento ciudadano de los años 60, a saber, la utilización y disfrute a conciencia de los derechos civiles consagrados en la Constitución estadounidense por parte de la sociedad, supuso una clara contestación al reparto de poder clásico: por una parte las clases populares y, por otra, los gerentes del sistema político, mediático y financiero. La respuesta del régimen estadounidense implicó un recorte masivo en la interpretación, y por ende en la posibilidad de disfrute, de los derechos que, precisamente, definían la democracia representativa como una forma de organización jurídico-política más amable con los deseos y necesidades de la ciudadanía.