Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Democracia para aprender
El pasado 6 de enero, cuando nos encontrábamos atrapados/as entre la magia de los regalos y la desolación por la inmediatez de la vuelta a clase, tuvimos noticia del asalto al Capitolio de una banda de seguidores enfervorizados del presidente Trump, incapaz de aceptar la derrota de su líder en las pasadas elecciones estadounidenses.
El alcance planetario del acontecimiento no vino por la duración del episodio -unas cuantas horas de retraso hasta la reanudación del acto que proclamaba oficialmente a Joe Biden nuevo presidente del país- ni tan siquiera por la pérdida de 5 vidas humanas, consecuencia de la violencia desatada entre manifestantes y policía que acudió a repeler la intentona golpista. La conmoción mundial se produjo por lo que los medios informativos y las declaraciones de los propios líderes mundiales definieron como el ataque a la cuna de la democracia, el intento de golpe insurreccional a las instituciones preservadas por el país que se enorgullece de poseer la primera constitución escrita del planeta.
No pretendo rebajar la impresión impactante sufrida seguramente por cientos de millones de personas -estadounidenses y más- sino señalar que la sorpresa de este hecho estaba hasta cierto punto condicionada. Así, esta situación venía siendo insinuada ya por politólogos internos y externos ante las evidentes señales de confrontación social que estaba viviendo el país, tras el mandato singular de un presidente excéntrico, histriónico, ostentoso y prepotente, cuyo principal mérito en cuatro años ha sido romper la convivencia nacional y dejar un país prácticamente dividido por la mitad.
Como apunta con certeza en su artículo Nicholas Lemann, “(…) es probable que lo que hemos visto sea síntoma de un problema sistémico, o de varios que se entrecruzan. El más obvio es que una parte de la población estadounidense se siente al margen, no tiene ninguna lealtad hacia nuestras leyes e instituciones y es propensa a abordar las discrepancias políticas como una feroz enemistad”. A partir de ahí, el autor desgrana algunos de los motivos que justifican el propio artículo: el aumento de las desigualdades -grandes áreas metropolitanas prósperas frente a un campo muy poco favorecido-, los medios de comunicación en plena época Internet -que ha ayudado a publicar de forma inmediata cualquier cuestión, falsa o verdadera- y la sustitución (o, al menos, la sensación generalizada) de instituciones sólidas por mercados fluidos y desconocidos que aumenta la desconfianza ciudadana.
¿Está Europa a salvo de situaciones similares a la vivida en los EE.UU.? O, más concretamente ¿Está inmunizada España tras el golpe de estado de los militares en 1981?
Pretendo extraer consecuencias de este suceso que nos sirvan para entender algo más qué está pasando con la democracia en tantos países y qué enseñanza podemos llevar a discusión a nuestras aulas. Por ejemplo, ofrecer alguna respuesta a la pregunta que se ha oído en reiteradas ocasiones: ¿Está Europa a salvo de situaciones similares a la vivida en los EE.UU.? O, más concretamente ¿Está inmunizada España tras el golpe de estado de los militares en 1981?
Siguiendo a autores que llevan tiempo escribiendo sobre estos temas, hay una idea que se repite constantemente: la fragilidad del sistema democrático y la necesidad, por tanto, de estar apuntalándolo constantemente. Innerarity, por ejemplo, afirma con rotundidad que la democracia no es sino un sistema político decepcionante porque apunta a ideales inalcanzables. “Forma parte de su propia naturaleza ser siempre algo inacabado y perfeccionable (…) es un espacio donde se desenvuelven con libertad la decepción, la protesta, la desconfianza, la alternativa y la crítica (…) la crisis de la democracia no es un estadio ocasional sino una situación permanente, en la medida en que es un sistema abierto.”
Y esta situación de provisionalidad continua está garantizada por los distintos significados que tiene la democracia para la ciudadanía de cualquier país, de cualquier territorio. Para la mayoría, por ejemplo, representa la aspiración de que es el pueblo el que gobierna. Para las minorías es, además, la aspiración a que se protejan sus derechos -cuando los tienen ya reconocidos- frente a una mayoría, la mayor parte de las veces, opresiva. Para las élites, las que detentan el poder económico y político -como apunta Yascha Mounk- la democracia debe permitir conservar su riqueza. Únicamente así, concluye el profesor y politólogo germano-estadounidense, con ese carácter camaleónico la democracia mantendrá una singular estabilidad.
Si esto es pronosticado así para países con honda tradición democrática, para aquellos otros que se mueven aún en espacio temporales relativamente breves, como España, o la mayoría de los países de la Europa Oriental, tras el desmembramiento del imperio soviético, la consolidación de la democracia como mejor forma imperfecta de gobierno de una comunidad, la tarea es aún más ardua. (Un país, además de instituciones y una constitución elegidas con la participación ciudadana, necesita de un chequeo constante que revise si sus actuaciones internas soportan el análisis de un proceso democrático. En esa situación se encuentran, entre otros, países como Polonia, Hungría o Rumanía, en continuas revisiones de su actitud democrática por parte de las instituciones de la Unión Europea).
En opinión de Muñoz Molina, en un interesantísimo ensayo, “Se pueden improvisar las constituciones y las leyes electorales, pero no los hábitos que tardan mucho tiempo en formarse, en calar en la vida y en la conciencia de las personas, en el pensamiento, en los actos diarios.
Una tradición democrática no se improvisa. Nadie respeta espontáneamente una opinión que contradice la suya, ni cumple espontáneamente con sus deberes hacia la comunidad sin la vigilancia de un guardia o la amenaza de un castigo. Pero todo puede aprenderse (…) Cuesta aprender, pero cuesta no sólo tiempo, sino también decisión de hacerlo, empeño obstinado, pura perseverancia.“.
Si la democracia debe contribuir a mejorar el bienestar de toda su ciudadanía y a exigir una distribución equitativa de la riqueza generada, tenemos que trabajar y permitir implantar las políticas igualitarias que ayuden a ese objetivo
De ahí que sea una obligación de cualquier docente preservar en su alumnado una correcta formación en valores democráticos. Debemos ser conscientes de que la reproducción de nuestros actos, de nuestra forma de encarar la relación con ellas/os, de atender sus peticiones o argumentos, está siendo continuamente analizada y aprobada/reprendida. Sigue siendo triste y absolutamente descontextualizado de la labor docente actual escuchar y observar comportamientos alejados de estas variables, con la disculpa inaceptable de que “estas cosas le corresponden al de Ética”.
Ahora bien, puesto a ser puristas, nos corresponde la labor de enseñar que no toda la democracia empieza y acaba en el lugar en el que se organiza en los países occidentales, en la democracia liberal. Deberemos explicar que además de la nuestra, la representativa, en la que designamos periódicamente a las personas que nos representarán en las distintas instituciones sociopolíticas, existe otra, la democracia directa, la asamblearia, la que permite una mayor interacción entre elector/a y elegible, la que obliga a un feedback constante entre representante y representado/a.
Y en esa exposición, no debería faltar la importancia -cuando no protagonismo- del pensamiento neoliberal en la conformación de la forma de democracia que tenemos actualmente. Alain Touraine, en una obra -ya con años, pero de plena actualidad- apunta que “La democracia tiene por objetivo principal asegurar la redistribución del producto nacional (…) Democracia y desarrollo sólo pueden vivir unidos una al otro. Un desarrollo autoritario se ahoga y produce crisis sociales cada vez más graves. Una democracia que se reduce a un mercado político abierto y no se define como la gestión de los cambios históricos se pierde en la partitocracia, en los lobbies y en la corrupción. Si la sociedad no se concibe más que como un conjunto de mercados y de procedimientos, ¿quién arriesgará su vida para defender las libertades políticas? (…) La democracia es el régimen que reconoce a los individuos y a las colectividades como sujetos, es decir, que los protege y los alienta en su voluntad de ”vivir su vida“, de dar una unidad y un sentido a su experiencia vivida.” En esa misma línea de advertencias se mueve Joaquín Estefanía, cuando afirma que la democracia cuando avanza lo hace a sorbos, en dosis homeopáticas, con humildad, mientras que el capitalismo de nuestros días (tecnológico, financiero) es avasallador.
Conviene, por tanto, estar muy atentas/os a los desmanes que el neoliberalismo dominante intenta introducir para responder a sus propios intereses. Para ello, tendremos que ser capaces de idear e introducir los controles oportunos que permitan un juego compensatorio de equilibrios, en el que ninguno de los poderes institucionales de los que nos hemos dotado adquieran un protagonismo exclusivo.
Si la democracia debe contribuir a mejorar el bienestar de toda su ciudadanía y a exigir una distribución equitativa de la riqueza generada, tenemos que trabajar y permitir implantar las políticas igualitarias que ayuden a ese objetivo. No obstante, César Rendueles nos advierte de los peligros con los que podemos encontrarnos en este propósito: “El obstáculo a las políticas igualitarias no es, sin más, el apoyo a opciones políticas elitistas, sino que este suele ser el resultado involuntario de la desconfianza en la eficacia e incluso en la posibilidad del propio campo democrático. Todos lo hemos pensado alguna vez al observar la conducta poco cívica de alguien ¿Cómo es posible que el voto de esa persona valga lo mismo que el mío? (…) La degradación de la democracia logra el prodigio político de convertir el elitismo en un proyecto universal. Nos vemos a nosotros mismos como antes los ricos veían a las clases populares: como grupos peligrosos. Desconfiamos radicalmente de nuestra capacidad para deliberar en común, entendemos la democracia como una competición entre preferencias privadas y usamos la defensa de la libertad como un disfraz para blindar los privilegios”.
En fin, tenemos por delante un trabajo encomiable si deseamos llevar a nuestro alumnado una explicación fehaciente de lo ocurrido en el Capitolio el pasado día de Reyes y en nuestras democracias continuamente. Hablar de democracia implica concienciarnos de que es el colectivo docente el primero que debe dar un paso al frente demostrando lo que entiende por tal concepto. El gran y llorado historiador, Tony Judt lo expresaba con meridiana claridad:
“Como ciudadanos de una sociedad libre, tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no ha hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo”.
El pasado 6 de enero, cuando nos encontrábamos atrapados/as entre la magia de los regalos y la desolación por la inmediatez de la vuelta a clase, tuvimos noticia del asalto al Capitolio de una banda de seguidores enfervorizados del presidente Trump, incapaz de aceptar la derrota de su líder en las pasadas elecciones estadounidenses.
El alcance planetario del acontecimiento no vino por la duración del episodio -unas cuantas horas de retraso hasta la reanudación del acto que proclamaba oficialmente a Joe Biden nuevo presidente del país- ni tan siquiera por la pérdida de 5 vidas humanas, consecuencia de la violencia desatada entre manifestantes y policía que acudió a repeler la intentona golpista. La conmoción mundial se produjo por lo que los medios informativos y las declaraciones de los propios líderes mundiales definieron como el ataque a la cuna de la democracia, el intento de golpe insurreccional a las instituciones preservadas por el país que se enorgullece de poseer la primera constitución escrita del planeta.