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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Desprotección

Gonzalo Bolland

Tras la disolución de los terroristas de ETA, muchos políticos de nuestro país, entre otros el último ministro de interior socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, declararon a los medios de comunicación que “ETA ha estado cincuenta años matando y al final no ha conseguido nada, absolutamente nada”. No es cierto. No es cierto ya que entre otras naderías ETA consiguió que el Estado prácticamente desapareciera en nuestra comunidad autónoma, con lo que eso ha supuesto de desprotección para los vascos no nacionalistas.

Los militares, por ejemplo, han tenido prohibida la utilización de sus uniformes en nuestras calles desde los comienzos de la Transición democrática. El himno español es una reliquia que los más viejos del lugar aseguran haber escuchado durante la dictadura franquista. La bandera nacional no ha sido contemplada en lugar alguno de nuestra comunidad sino era para envolver los ataúdes de los guardias civiles asesinados.

Los profesionales vascos no nacionalistas no aparecen en los medios de comunicación públicos ni aunque descubran una vacuna para curar el fanatismo. La última distinción que recibió un trabajador de la cultura que ejerciera su labor en lengua castellana se remonta a algún códice escrito en una edad indeterminada. Las selecciones nacionales deportivas no celebran partido alguno en nuestras instalaciones ni aunque Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza resuciten de entre los muertos y resulta del todo imposible vislumbrar a alguno de nuestros niños vistiendo una camiseta de la selección nacional en ese cotidiano despliegue infantil de vestimentas del Athletic, la Real, el Alavés o la selección de Euskadi.

¿Dónde ha quedado el Estado español en nuestra comunidad? Seguramente en los tribunales de justicia, la liga de fútbol, las escasas visitas reales y en el dinero que recibimos merced al Cupo derivado del Concierto Económico con el que Cánovas del Castillo nos obsequiara permitiendo, así, el desarrollo de la economía vasca durante los decisivos años de la revolución industrial.

Los nacionalistas también son muy amantes del dinero, que en esto no buscan la discordancia con el resto de los habitantes del planeta sino más bien todo lo contrario. No todo se va a reducir a la reivindicación del pintxo, la chistorra, los gudaris, el Aberri Eguna, el arrastre de bueyes y las canciones de cuna y salitre que se entonan a los postres de abundantes y suculentas cenas sino también al dinero, que este, no provocándoles el mismo entusiasmo que la demagogia sentimental, les gusta tanto como a cualquiera, que en esto no hay diferencias de lengua, raza o religión.

Poco importa de donde venga. Poco importa si con eso consiguen lo que los diferentes lehendaharis han repetido tan a menudo: que aquí se vivía de cojones; tan cojonudamente bien que lo propio sería entonar continuas alabanzas a nuestro señor no solo por esta católica gracia, que, curiosamente, durante la dictadura etarra a los no nacionalistas nunca nos fue tan alegremente concedida, sino también por los maravillosos obispos con los que fuimos bendecidos durante los años de la barbarie terrorista.

Todo lo hecho para soportar aquella demoledora barbarie. Lo sufrido. Lo admitido. La resignación con la que se aceptaron los asesinatos. El silencio. El miedo. Los destierros. La historia falseada y la escasez de trabajo – reservado este para quienes comulgaban con la doctrina localista – junto con las concesiones que se hicieron a los nacionalistas, tuvieron como propósito facilitar la convivencia dentro de nuestra comunidad autónoma, pero una vez suprimidos los símbolos españoles, viviendo casi de prestado, sin himno ni bandera, sin más referencias españolas que los parientes de visita y limitados en nuestra vida cotidiana debido a la amenaza terrorista, los vascos no nacionalistas, permanentemente amedrentados pero aun así manteniendo la escasa dignidad que en esos bárbaros años se respiraba en esta comunidad.

A diferencia de los judíos alemanes durante los años 1933–1945, contamos cuando menos con la protección de las Fuerzas de Seguridad del Estado para hacer frente a los bárbaros, a sus corifeos y a los abusos del régimen nacionalista que tan vergonzosamente nos gobernó durante los años en los que monseñor Arzalluz nos vilipendiaba en sus muchas homilías. En aquellos años la presencia de los terroristas en nuestra cotidianidad también permitió la transformación de Bilbao; la villa, según Miguel de Unamuno, que tuvo que defender su liberalismo durante las primeras décadas del siglo XX ante “el embate de los jebos que llevaron a ella sus mezquinos rencores y sobre todo una grotesca mentalidad que se apacienta en liturgia, ortografía, leyendas de contrabando y en el fondo una monstruosa vanidad rural de aldeano que se ha hecho señorito en la villa”.

Los liberales bilbaínos, orgullosamente invictos, resistieron durante años los bombardeos carlistas, pero lo cierto es que los aldeanos que se hicieron señoritos en la villa, finalmente lograron vencer esa resistencia; sutilmente; sin bombardeos; tomando prestada la amenaza terrorista para conseguir sus propósitos, librándose de los maquetos merced a las sucesivas reconversiones industriales, aprovechándose del destierro forzoso de muchos bilbaínos no nacionalistas, falseando la historia a las desdichadas generaciones que nos han de suceder, negando la capacidad de los no nacionalistas para defender los intereses de Euskadi y copando todos los puestos de trabajo: los negociados de la administración pública, la televisión, las cajas de ahorros, los museos, las cooperativas, las fiestas patronales, la devoción hacia la virgen de Begoña y hasta la historia de un club, el Athletic de Bilbao que se hiciera legendario, único, durante el terrible siglo pasado.

Todo esto es lo que a partir de ahora tratarán de negar no solo quienes han abandonado las armas sino también aquellos que situándose en la Universidad, los Ayuntamientos, las Cámaras de Comercio, los medios de comunicación públicos y otros centros de poder, aún consideran que nosotros, los no nacionalistas, siendo unos supervivientes afortunados, nunca llegaremos a ser tan suficientemente vascos como monseñor Setién, Egibar, Otegui, Ortuzar, Josu Ternera… y todos aquellos que por nacimiento o por resolución divina, supongo, se consideran a sí mismos los vascos puros; los auténticos.

Mucho más vascos, por supuesto, que la hierba que pisas cuando, en un atardecer cualquiera, subes al Pagasarri para contemplar cómo, de noche, las luces de la antigua villa liberal de Bilbao, hoy agazapada bajo la boina nacionalista, parpadean en una lejanía monótona, multitudinaria, desmemoriada y casi siempre lluviosa.

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