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¿Educación financiera en las aulas?

Cuando James Carville, asesor y estratega de la campaña electoral del entonces pretendiente a la Casa Blanca, Bill Clinton, expresó su famosa frase, “Es la economía, estúpido”, provocó una efectista revolución mediática en la carrera presidencial de 1992; consiguiendo invertir una tendencia que hasta entonces señalaba a Bush (padre)  -apoyado en sus éxitos en política internacional (fin de la Guerra Fría y Guerra del Golfo)- como el candidato con más tirón popular.  La fórmula -no por simple menos acertada- llamaba a fijar el foco de atención en la Economía -con mayúsculas-. Sin duda, elemento importante en la vida cotidiana de los estadounidenses que, sin embargo, no estaba siendo convenientemente utilizado en las críticas hacia el presidente y candidato Bush. En esta campaña los demócratas, con estas pocas palabras, definieron la candidatura  representada por un ingenuo y arrogante Clinton, introduciendo la idea en los votantes de que en el apartado económico añadían beneficios transcendentales para la  sociedad estadounidense.  El éxito del eslogan fue arrollador.

Años después, ya en el siglo XXI, la instalación de la voraz crisis económica que se desata en 2008 en la mayor parte de los países institucionaliza de facto la economía como materia imprescindible para el ser humano. Y este debe iniciarse en semejantes conceptos si quiere desenvolverse con un mínimo de conocimiento en la marabunta de términos con los que se desayuna todas las mañanas: prima de riesgo, deflación, preferentes, curvas de demanda y oferta, dumping,  estanflación, pasivo financiero, ranking y “palabros” similares van siendo incorporados a nuestro cotidiano vocabulario.

También el contexto internacional y nacional ha potenciado que la ciudadanía no mire para otro lado cuando la política utiliza la economía. En ocasiones, los gobiernos han pretendido soluciones desde planteamientos económicos que pocas veces han logrado éxito. En otros casos, y por lo general de forma más reiterada, han impuesto medidas  contrarias a los intereses generales, pero claramente bendecidas por la teoría económica.  Los resultados los han pagado las clases medias y bajas que han sido elegidos como diana de esta supremacía financiera.

De ahí que los continuos recelos ciudadanos hacia una ideología neoliberal en auge (basada en una expansión del crédito fácil y del empleo sin cualificar), acabaron por asentarse definitivamente en amplias capas sociales. El resto es de sobra conocido: decisiones contundentes aunque desafortunadas de la mayoría de los gobiernos europeos.  En una primera etapa vimos la defensa a ultranza del modelo de crecimiento capitalista. La confianza en este credo por parte de los gobernantes los hizo extremadamente generosos para estabilizar con ayudas desbordantes los agujeros económicos: primero bancarios y posteriormente empresariales. En un segundo momento llegó el  ajuste ante el déficit público generado por estos mismos gobiernos con las medidas previamente adoptadas que condujeron a un empeoramiento progresivo de los grupos sociales más desfavorecidos. Este descalabro se centró en los pilares básicos del estado del bienestar: educación, sanidad y servicios sociales.

Por todo ello, esta crisis socioeconómica, a diferencia de otras, ha propiciado la disminución del papel protagonista que la política debe jugar en cualquier sociedad democrática hasta convertirla en una marioneta al servicio de la economía guiada por el mandato de los  mercados internacionales. Se han sustituido valores e instituciones forjadas con mucho esfuerzo durante largo tiempo por tótems sin contenidos democráticos como los eufemísticos mercados, los índices macroeconómicos, o centros de decisión ajenos a la participación ciudadana como el Banco Europeo o el mismo FMI.

Mirando ahora con una cierta perspectiva, parece que hemos introyectado más o menos inconscientemente que en nuestras conversaciones hayamos ido retirando opiniones políticas, excluyendo valoraciones sociales y aceptando situaciones sobrevenidas como si nadie hubiera podido decidir otra cosa. Y esto me genera  temor.

Si ya hemos asumido que la Economía entra de lleno en el curriculum educativo,  ¿Qué impide a entidades bancarias (Kutxabank, verbigracia) diseñar y/o impartir programas como “Finanzas para la vida”, si con ello el alumnado de 14 a 16 años adquiere competencias imprescindibles para desenvolverse en la jungla actual que es la vida contemporánea? Seguro que, en opinión de algunos dirigentes, se mejorarían los mediocres resultados (en el pelotón intermedio de países), que según el Ministerio de Educación obtuvimos en PISA 2012 cuando se evaluó por vez primera esta competencia.  ¿No es la LOMCE –la misma que considera la Educación un bien- la ley que ha apostado fervientemente por introducir el emprendizaje como la solución definitiva para el ciudadano/consumidor del futuro? El congreso celebrado hace un par de años en Madrid y organizado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, bajo el mismo título que el utilizado por el banco vasco ahora fue  un rotundo éxito. ¿Por qué confiar al profesor/a de Economía de Secundaria, atrapado en conceptos ya superados, una materia insustituible en el crecimiento personal de nuestro alumnado si ya están los yuppies vascos en la vanguardia de las  últimas tendencias?

Por si acaso…. no voy a dar ideas. Mientras, intentaré que mi infalible Aute me ayude a desprenderme de tanta inquietud.

 

Eureka!, para qué tantos misiles defendiendo el viejo Kremlin si da más intereses inundar los cines con etés y gremlins, habrá que pertrecharse con jeringas infectadas de cronopios, “The russian way of life” denuncia que la clase obrera es como el opio.

Pretenden convertir aquel milagro que una vez fue el ser humano en simple productor, consumidor, contribuyente, ciudadano, habrá que hacer acopio de fusiles que disparen girasoles, Van Gogh, desde su nube, esta dispuesto a descargar bombas de soles[1][1].

 

[1] Aute, Luis Eduardo “La guerra que vendrá”  (Segundos fuera,1989)

Cuando James Carville, asesor y estratega de la campaña electoral del entonces pretendiente a la Casa Blanca, Bill Clinton, expresó su famosa frase, “Es la economía, estúpido”, provocó una efectista revolución mediática en la carrera presidencial de 1992; consiguiendo invertir una tendencia que hasta entonces señalaba a Bush (padre)  -apoyado en sus éxitos en política internacional (fin de la Guerra Fría y Guerra del Golfo)- como el candidato con más tirón popular.  La fórmula -no por simple menos acertada- llamaba a fijar el foco de atención en la Economía -con mayúsculas-. Sin duda, elemento importante en la vida cotidiana de los estadounidenses que, sin embargo, no estaba siendo convenientemente utilizado en las críticas hacia el presidente y candidato Bush. En esta campaña los demócratas, con estas pocas palabras, definieron la candidatura  representada por un ingenuo y arrogante Clinton, introduciendo la idea en los votantes de que en el apartado económico añadían beneficios transcendentales para la  sociedad estadounidense.  El éxito del eslogan fue arrollador.

Años después, ya en el siglo XXI, la instalación de la voraz crisis económica que se desata en 2008 en la mayor parte de los países institucionaliza de facto la economía como materia imprescindible para el ser humano. Y este debe iniciarse en semejantes conceptos si quiere desenvolverse con un mínimo de conocimiento en la marabunta de términos con los que se desayuna todas las mañanas: prima de riesgo, deflación, preferentes, curvas de demanda y oferta, dumping,  estanflación, pasivo financiero, ranking y “palabros” similares van siendo incorporados a nuestro cotidiano vocabulario.