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Los emigrantes muertos no importan a nadie
En la guerra de la emigración por la supervivencia parece imposible determinar cuántos son los caídos en ese campo de batalla que es el mar Mediterráneo. Esa gran fosa común en el que la mayoría de los cuerpos nunca serán identificados. Solo los familiares que un día les dijeron adiós conocen la identidad de los suyos. En este otro lado del mundo, estos muertos no tienen nombre. No importan a nadie.
La tragedia de los últimos días ha vuelto a remover la conciencia de la Unión Europea: puro cinismo porque Europa lleva dando la espalda desde hace décadas a quienes quizá sean los migrantes más vulnerables del mundo.
En este baile siniestro de cifras se habla de casi mil muertos en las tragedias de estos días. Pero, en los últimos 25 años, 20.000 personas han perdido la vida cuando peleaban por atravesar el Mediterráneo camino de Europa.
Solo para hacernos una idea. Ataques que conmocionaron el mundo, como los del 11 de septiembre en Estados Unidos, dejaron casi 3.000 víctimas y los del 11-M en Madrid, 192. ETA mató a 829 personas durante 40 años. Todas estas muertes tienen autoría. Pero, ¿quién es responsable de esta catástrofe humana? ¿A quién habría que sentar en el banquillo de los acusados por este nuevo tipo de crimen contra la humanidad?
Lo grave, lo vergonzoso es que el número de víctimas sigue aumentando porque los países no paran de criminalizar la migración irregular.
Pero, ¿cuántas más tragedias tienen que suceder antes de que los gobiernos de este simulacro de Europa unida adopten medidas que hagan frente a uno de los mayores dramas de nuestros tiempos? El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos pedía estos días a los gobiernos europeos que primero salvaran las vidas de los emigrantes y, después, establecieran políticas coherentes por delante de reacciones políticas miopes a corto plazo. Y no descuidaba alertar sobre el peligro del populismo xenófobo tan emergente –que se lo pregunten a Javier Maroto, el alcalde de Vitoria- que tanto envenena a la opinión pública.
A esa sociedad que se estremece con cualquier suceso pero que no derrama una lágrima por los cientos de cuerpos ahogados en Italia y Grecia. Nombres de resonancias placenteras y no lugares donde yacen cuerpos exhaustos o sepulcros espumosos que acogen a los que pierden la vida.
Porque detrás de esas travesías por la supervivencia, detrás de la desesperación existe una violación de los derechos humanos. Nadie, absolutamente nadie que tenga comida que llevarse a la boca, que pueda dar a sus hijos una educación y cuidados médicos a su familia. Nadie que esté a salvo de la tortura, de la violación, de las bombas. Nadie se embarca en una odisea destinada al fracaso si no padece la falta de estos derechos humanos.
La mayoría de los que se escapan de la muerte en Siria, Libia, Eritrea, Egipto, Somalia o Nigeria son refugiados. Pero para Europa son solo un problema a evitar. Huyen de la guerra o de la persecución por motivos de religión, ideología o por su homosexualidad prohibida y perseguida.
Por ello, todos aquellos que escapan por esas razones tienen derecho a buscar asilo. Y a encontrarlo. Aunque, el PP y su ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, sigan negándolo.
No existen canales regulares que se lo permitan. Por el contrario, la severidad de los controles, la imposibilidad de acceder a Europa obligan a menudo a que los migrantes recurran a las bandas de contrabando. Una industria prospera y organizada en el sur de Europa. Los contrabandistas son el síntoma, no la causa de esta situación miserable.
Frente a esta situación, Europa quiere lavarse la cara y establece un plan de urgencia. Un plan que no incluye la apertura de vías legales de entrada para los refugiados sino que establece más controles. Más inversión financiera y más barcos y aviones.
La actual política europea de inmigración se limita a reprimir, a levantar barreras y a castigar con medidas disuasorias que no disuaden a quien pelea a vida o muerte. Es una política que causa muertes. Y lo hace a miles.
Mientras el Gobierno del PP, acostumbrado a no ruborizarse por nada, el mismo que hace un mes no apoyó en Europa la propuesta para que la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex) pueda buscar y rescatar, dice ahora que basta ya de muertes. Y lo hace el presidente Mariano Rajoy.
Y en esta falsa indignación de santurrones, María Dolores de Cospedal reconoce que ella en esas circunstancias también intentaría huir y llegar a Europa. Entonces, ¿por qué tanta persecución para quienes no quieren entregarse a la muerte?
No me resisto a recordar que José María Aznar se refirió a Gadafi como un “amigo”. Y, que el presidente de honor del PP se opuso en 2011 a la intervención militar en Libia contra Gadafi porque era muy difícil entender una política que deja que los amigos caigan y que los enemigos permanezcan en el poder, llegó a decir.
Uno de los supervivientes del naufragio a 70 millas de las costas de esa Libia relató que en el barco iban 950 personas. Muchos de ellos encerrados en bodegas. Entre ellos, 40 o 50 eran niños. ¿Alguien puede hacer el esfuerzo de imaginar cómo tuvo que ser aquello?
En la guerra de la emigración por la supervivencia parece imposible determinar cuántos son los caídos en ese campo de batalla que es el mar Mediterráneo. Esa gran fosa común en el que la mayoría de los cuerpos nunca serán identificados. Solo los familiares que un día les dijeron adiós conocen la identidad de los suyos. En este otro lado del mundo, estos muertos no tienen nombre. No importan a nadie.
La tragedia de los últimos días ha vuelto a remover la conciencia de la Unión Europea: puro cinismo porque Europa lleva dando la espalda desde hace décadas a quienes quizá sean los migrantes más vulnerables del mundo.