Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La España de siempre
Tras el 28-M, la derogación del sanchismo se toca ya con la punta de los dedos. Se impone, además, como algo absolutamente necesario, para acabar con un desgobierno que conduce al país al precipicio. Con recordar que tenemos ya casi 21 millones de ocupados en mayo, que el mercado laboral se engrosa con 200.000 nuevos afiliados, que el paro ha caído al punto más bajo desde 2008 y que sigue aumentando imparablemente la estabilidad en el empleo, podemos hacernos cargo del desastre en que nos deja el actual Gobierno y de la necesidad imperiosa de que se derogue la Reforma Laboral que puso en marcha, seguramente como estación de paso para la instauración posterior de una dictadura del proletariado.
Y es un ejemplo entre los muchos que habría que poner sobre la mesa. Porque es que el sanchismo no ha hecho nada a derechas. Por eso, hay que derogarlo en su totalidad, para volver a la España de siempre, por la que clama Ayuso. Que no es otra que la del Movimiento Nacional de Franco, redescubierto por Núñez Feijóo, cuando nos advierte de que en las próximas elecciones generales, hay que elegir entre el sanchismo o España.
La España de verdad, la única posible, la de siempre, la que se entusiasma en las calles con la cabra de la Legión. La España de la Unidad Inmobiliaria, la que sabe votar, y vota bien, siguiendo la recomendación de Mario Vargas Llosa. Esa España puesta en cuestión por quienes la niegan con debates ficticios que nos distraen de lo esencial. Basta con leer a Fernando Savater –ese antiguo pensador reconvertido en español de bien-, para percatarse de que, en la España de toda la vida no tienen cabida los negacionistas de la ilegitimidad del actual presidente del Gobierno; quienes ocultan la peligrosa amenaza de ETA, con el falso argumento de que desapareció hace doce años; quienes van a sacar a la calle por el morro a todos los encarcelados de la banda, al tiempo que preparan una cadena de autodeterminaciones para disolvernos como país; quienes son incapaces de entender que las leyes y normas que emanan de las instancias parlamentarias deben contar con un voto nacional cualificado, y no con el de cualquier mindundi que pase por las Cortes y se haga llamar diputado o senador; los que niegan con cinismo que los okupas invaden nuestras casas; aquéllos que preparan pucherazos para alterar los procesos electorales …
Y cuando más clara está la urgencia de salvar a España, se nos descuelgan, ¡para variar!, quienes prefieren que siga subiendo el salario mínimo y no pierdan poder adquisitivo los pensionistas. Y nos dicen también que lo verdaderamente urgente es hablar del futuro de la economía, del empleo, de la calidad de los servicios públicos, de los derechos cívicos alcanzados, de las políticas sociales puestas en marcha y excentricidades parecidas, al decir de Borja Sémper, como las que trata de colocarnos Pedro Sánchez, para ocultarnos su desesperación por saberse acabado. Y rodeado, además, porque el presidente del Gobierno es tan consciente de su impopularidad, que trata de sustituir la presencia en la calle por los platós de televisión. Porque tiene muy claro que, si sale a la calle, le abuchean, como certeramente ha diagnosticado Cuca Gamarra.
Y Cuca Gamarra habla con la autoridad de quien sabe lo que es un abucheo popular en toda regla; como el que recibió de los suyos su antiguo y adorado jefe, Pablo Casado, y la dejó tan sola en la vida, que no le quedó otro remedio que transfugarse hacia el nuevo gran timonel del PP que salió de aquel motín. Un motín que, perfeccionado, puede servir de modelo en la próxima contienda electoral. Y con más razón de ser, además, teniendo en cuenta que de lo que se trata ahora no es de cambiar de líder de partido, sino de vencer a la anti-España de esos españoles que se avergüenzan de serlo.
No es de extrañar, por tanto, ese justo aire levantisco exhibido por quienes ven ganada la partida y hacen bromas y chistes, de recio sabor español, sobre los debates que plantea el presidente del Gobierno. ¿A quién quiere engañar este hombre? ¿No se da cuenta de que ha sido derrotado por la calle? ¿No es consciente de que la convocatoria de unas elecciones con olor a pucherazo no le va a solucionar la vida? Al final, ¿a quien va a creer la gente de bien: a lo que salga de las urnas (si gana Sánchez) o a la verdad alternativa que pueda contarle el líder del PP o la lideresa madrileña?
A este respecto, no deja de asaltarme alguna inquietud, basada en ese despiste ya proverbial de quien no terminaba de saber en qué España estaba, cuando se dedicaba a mitinear en los pasados comicios. Me pregunto, pues, si Núñez Feijóo, de tanto denostarla, está de verdad al tanto de la fecha real de las elecciones próximas. Porque lo mismo le da por confundir el 23-J con el 23-F. Y, si es esto último, podríamos tener algún problemilla.
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