Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Las otras espinas en nuestra comunidad LGTBI
Escribo estas líneas no sin cautela y siendo absolutamente consciente de lo espinoso del tema que pretendo tratar. Pero también estando totalmente persuadido de la necesidad de que hablemos de estas cuestiones. Además lo hago desde la fragilidad o precariedad de no poder aportar respuestas y, en cambio, sí poner algo de foco en estas otras espinas que nos duelen a las personas LGTBI y de las que apenas hablamos.
El contexto importa. Y hablar de nuestras debilidades cuando tenemos que hacer frente a la ola de odio que proyectan contra nuestras vidas puede parecer a priori poco adecuado. O realmente es justo al contrario. Precisamente este es un buen momento, porque una comunidad fuerte, cuidadora y transparente es una de las mejores herramientas de las que podemos dotarnos para hacer frente a la discriminación que nos daña y excluye. Y esa comunidad que queremos y necesitamos no puede darse callando ante algunas violencias tan dañinas como las que voy a tratar de abordar.
También es cierto que aunque he aludido al conjunto de la comunidad, en el fondo y no lo oculto, lo hago abordando, sobre todo, lo que más conozco: lo que ocurre entre hombres que aman, desean o tienen sexo con hombres. Y en ello hay un nuevo riesgo, el de seguir fomentando la cooptación del conjunto del colectivo por una parte de él, la gay. Sin embargo, considero infinitamente peor lo contrario, es decir, generalizar al conjunto lo que quizás es solo de una parte (o no). Y, por supuesto, como en todo texto generalizo. Pareciera que todos los hombres gais y bisexuales actuamos del mismo modo y compartimos las mismas realidades. Evidentemente no es así y, en ese sentido, no podemos obviar condicionantes como, por ejemplo, la clase social o ser racializado.
Como ya he señalado tengo la intención de hablar de diferentes violencias que se dan dentro de nuestro colectivo. Violencias diferentes que al abordarlas en un mismo texto corro otro riesgo: el de confundirlas, mezclarlas o, lo peor de todo, equipararlas. En absoluto es la intención y confío en evitarlo.
En este sentido, intentaré dibujar los contornos de esas diferentes violencias que se dan dentro de nuestro colectivo y que no son exclusivas de él, pero que me cuesta creer que no tienen un funcionamiento específico al darse en un grupo social tan particular y especialmente discriminado.
Me voy a atrever a diferenciar tres tipos de violencias que en mayor o menor grado están presentes en el día a día de nuestro colectivo y que, aun siendo como decía distintos, intuyo fuertemente que guardan algún tipo de interrelación aunque está no sea directa. Puede que incluso sean tres categorías —por llamarlas de algún modo— que no son exhaustivas ni mutuamente excluyentes entre sí. Tomémoslas, por lo tanto, simplemente como una forma de acercarnos a estas realidades y no como el resultado de un análisis científico.
La primera de ellas es la violencia intragénero, es decir, los malos tratos, la violencia física, psicológica, sexual o económica contra la propia pareja. Estamos hablando de amenazas verbales, humillaciones públicas, aislamiento social, control económico, chantajes en torno al “outing” o el estado serológico, golpes, etc. Creo que la única entidad que lo ha abordado en Euskadi ha sido Aldarte desde el año 2008, pero sin el eco que merecía en el colectivo. Ni tan siquiera cuando se han producido homicidios muy mediáticos. Sus estudios confirman la amplia extensión de este problema, que no entiende de edades y que afecta tanto a parejas gais como lesbianas. Y que incluso que aunque la existencia del problema es relativamente conocida, no hablamos de ello.
En otros estudios e investigaciones se destacan algunos aspectos especialmente relevantes y que rompen con el mito de que la expresión de género más masculina o más femenina determina los roles de agresor y víctima lo cual, aunque lógico, complejiza la posibilidad de hacer traslaciones simples desde el ámbito de la violencia de género. Y aunque nos cueste reconocerlo, los datos existentes apuntan a que la presencia de la violencia en nuestras relaciones gais y lesbianas no es menor que en las heterosexuales.
El segundo es el de las violencias sexuales. En particular, con personas desconocidas o parejas sexuales esporádicas. En un contexto como el LGTBI en el que, en general, el sexo no es tabú, en el que su práctica consentida es razonablemente accesible, que es diverso en prácticas… el abuso, las agresiones, los tocamientos, los comentarios obscenos, el sexo no consentido, el stealthing… también se dan. Y mucho más de lo que reconocemos. El ejercicio de poder, el dominio sobre el cuerpo del otro, permanecen como hemos denunciado tantas veces en el machismo contra las mujeres. De hecho, no ocultaré que en cierto modo, el contexto en el que escribo este pequeño texto está fuertemente condicionado por el inesperado acompañamiento a personas que acaban de enfrentar abusos de este tipo.
Creo que es inexcusable que hablemos de estas violencias sexuales entre personas LGTBI. En Francia, desde enero del año 2021, unas campañas en redes sociales (#MeTooGay y #JusticePourGuillaume por la primera víctima que alzó la voz) han levantado el velo de silencio sobre esta realidad. Porque estas agresiones y abusos se dan y ese silencio no pocas veces (auto)impuesto a las víctimas es inexcusable. La hipersexualización de nuestros cuerpos y formas de relacionarnos juegan un papel fundamental en ese silenciamiento. Como si siempre tuviéramos que estar ready y no pudiéramos decir que no. Creo que es imprescindible que en nuestras narrativas sexuales de forma insistente se enuncie la necesidad del consentimiento.
En tercer lugar, y a un nivel completamente diferente, colocaría el “tratar(nos) mal”. Se trata de una microviolencia —por definirla de algún modo— muy habitual y como las anteriores no exclusiva de nuestro colectivo pero que no estamos reconociendo suficientemente que ocurre. A ninguna persona que estamos en redes —de ligue o no— nos son ajenos términos como ghosting, gaslighting, negging, tener a alguien en el banquillo, etc. No lo son porque en mayor o menor medida todos hemos pasado por ahí ejerciendo o sufriendo. Son solo la punta visible de un fenómeno más profundo: la naturalización de tratarnos mal en el marco de un colectivo o comunidad que pasamos por ser estereotipadamente el paradigma del amor y de la sensibilidad.
Empieza a ser problemático relacionarnos no solo en lo sexual o afectivo, también en el plano social, de un modo profundamente deshumanizador, utilitarista e individualizante. Sin lugar a dudas va más allá de cualquier mirada crítica sobre la liquidez de las relaciones humanas, creo que en este aspecto somos rehenes de una especial sobrepresencia y dependencia de las redes sociales y aplicaciones en nuestra socialización gay y lésbica que no se da —en este grado— en el mundo heterosexual.
Tengo la profunda convicción de que en algunas de estas violencias más que en otras reproducimos patrones de violencias machistas. Pero, como ya apuntaba antes, lo que no tengo tan claro es el mecanismo que opera en esos patrones cuando entran en juego con fuerza expresiones e identidades de género o prácticas sexuales claramente no hegemónicas.
Resulta paradójico que el hecho formal de habernos construido o reclamado fuera de esa hegemonía patriarcal y binarista, no nos ha liberado por sí mismo de reproducir algunas de las conductas más reprobables como son determinadas violencias machistas. Lo que no quiere decir que no nos haya alejado de ellas porque, sin lugar a dudas, lejos de la hegemonía heteropatriarcal vivimos infinitamente más libres que encerradas en ella. El problema, quizás sea que no hemos estado tan fuera de la norma dominante como nos hemos repetido a nosotras mismas.
No obstante, conviene tomar conciencia de que a pesar de que hemos ido generando nuevos marcos relacionales a nivel sexual, social y político que apelaban a la libertad y la transformación —me atrevería a decir que recientemente incluso atractivas para las personas con orientación o prácticas heterosexuales—, también es cierto que no es oro todo lo que reluce y que junto a ese aparente brillo, hay sombras. Sombras de las que tenemos que hablar, que tenemos que nombrar, dolores que tenemos que poder dar cauce, respuesta y abrigo. Y todo esto tenemos que hacerlo de forma colectiva y con buenas referencias feministas en la mano. En algunas entrevistas se habla de alguna de estas violencias, en concreto de la intragénero, como un segundo armario. No podemos convivir con ello como si no estuviese pasando.
En este sentido y abordando algo muy diferente, traigo a la memoria un artículo escrito por Javi Giner hace un par de meses a cuenta del chem-sex. Creo que en él se exponen dos elementos de interés para esta otra realidad que trato si quiera de acertar a visibilizar un poco más. La primera es precisamente la de poder hablar de nuestros dolores incluso cuando más arrecia el odio contra nuestras vidas, existencias y cuerpos. O precisamente por ello. Porque como decía, más necesitamos para hacerlo frente ser comunidad y no cualquier comunidad, sino una que cuida, protege y entiende. La segunda, que estas violencias aunque no sean exclusivas nuestras, sí tienen aspectos particulares y específicos. Algunos fuertemente enraizados en la discriminación con la que aprendemos a convivir y que marca nuestra socialización.
En este sentido, en algunos artículos y publicaciones, se apunta otra idea de fondo y es que nadie nos enseña en nuestras infancias y adolescencias a cómo relacionarnos con nuestros pares LGTBI y, aunque cada vez son más, escasean los referentes públicos positivos. Así, nuestra socialización se realiza en gran medida en la sexualización: en desear y ser deseados. Es un aprendizaje tóxico por el cual cuanto más deseados seamos y más capital sexual acumulemos, más exitosos nos sentiremos, a la par que vacíos en no pocas ocasiones. En lo personal esta hipótesis me resulta jodidamente cierta, aunque no la sienta como la única causa. Ya puestos, quizás es momento también de que rompamos otro tabú más y hablemos específicamente de los problemas de salud mental en la comunidad LGTBI, particularmente, en el caso de hombres gais y bisexuales.
Por último y para finalizar, con esta intervención no busco más que tratar de visibilizar unas realidades de las que hablamos poco. Pero lo hago también con la fuerte convicción de que nuestra comunidad es mucho más que el odio que nos arrojan y que las violencias que nos atraviesan. Y que visibilizar estas espinas que también nos duelen, es el camino para estar más unidas, defender con más fuerza nuestros derechos y sentir mayor orgullo de formar parte de esta comunidad que más que resistencia y trinchera, es vanguardia de la alegría, el respeto, la libertad y la igualdad.
Escribo estas líneas no sin cautela y siendo absolutamente consciente de lo espinoso del tema que pretendo tratar. Pero también estando totalmente persuadido de la necesidad de que hablemos de estas cuestiones. Además lo hago desde la fragilidad o precariedad de no poder aportar respuestas y, en cambio, sí poner algo de foco en estas otras espinas que nos duelen a las personas LGTBI y de las que apenas hablamos.
El contexto importa. Y hablar de nuestras debilidades cuando tenemos que hacer frente a la ola de odio que proyectan contra nuestras vidas puede parecer a priori poco adecuado. O realmente es justo al contrario. Precisamente este es un buen momento, porque una comunidad fuerte, cuidadora y transparente es una de las mejores herramientas de las que podemos dotarnos para hacer frente a la discriminación que nos daña y excluye. Y esa comunidad que queremos y necesitamos no puede darse callando ante algunas violencias tan dañinas como las que voy a tratar de abordar.