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¿Por qué ETA comenzó a matar?

Gaizka Fernández Soldevilla

Historiador —

En su comunicado con motivo del último Aberri Eguna los dirigentes de ETA alegaban que “no fuimos buscando la guerra. El conflicto nos lo trajeron a casa”. Es una de las excusas que más asiduamente han empleado tanto la banda como su entorno civil. Desde su punto de vista, la “lucha armada” fue el últi­mo, dramático e inevitable episodio de un secular “conflicto” entre los invasores españoles y los invadidos vascos, lo que convierte a los miembros de ETA en continuadores de las partidas carlistas y los gudaris de la Guerra Civil. En definitiva, el culpable de todo es el opresor e imperialista “Estado español”. Al enfrentarse a él, los etarras actuaron en legítima defensa de Euskal Herria. Fueron héroes, no terroristas.

Tal ha sido el éxito de este relato que incluso ámbitos alejados del nacionalismo radical siguen manteniendo que la causa del terrorismo fue la represión especialmente virulenta que habría sufrido el País Vasco durante la contienda y la posguerra. Es decir, la violencia de ETA sería una reacción cuasi natural al contexto histórico. La simplicidad de la explicación era (y es) muy atractiva, pero no se sostiene en hechos: la zona en la que durante y después de la Guerra Civil el bando franquista asesinó a más personas (y en mayor proporción) fue el suroeste de España, donde luego no surgieron organizaciones terroristas del calibre de ETA.

El carácter antidemocrático, ultranacionalista (español) y centralista de la dictadura volvió muy atractiva la violencia a ojos de los integrantes de ETA. También hay que tener en cuenta factores como el choque intergeneracional con los veteranos del PNV, el sentimiento agónico provocado por el retroceso del euskera y la llega­da de miles de inmigrantes, interpretados como parte de un plan genocida del “Estado”, el odio derivado de una lectura literal de la doctrina de Sabino Arana, la creencia de estar luchando en un secular “conflicto”, el deseo de vengar a los gudaris de 1936 y la imitación de los movimientos anticoloniales. Ahora bien, por mucho que influyeran en los etarras, tales elementos no determinaron sus actos. Ni estaban respondiendo como autómatas a una coyuntura concreta ni cumplían con su destino, sino que ejercieron su libre albedrío tomando una elección deliberada. Basta comparar la trayectoria de ETA y la del resto de la oposición antifranquista: en uno u otro momento muchos grupos sopesaron tomar las armas contra Franco, pero finalmente la mayoría decidió no hacerlo. Ese fue el caso de las juventudes del PNV, EGI, cuyos miembros estaban sometidos a idénticos influjos que los etarras y, desde luego, sufrían la misma dictadura. Entonces, ¿qué los diferenciaba? La voluntad: los militantes de ETA escogieron matar y los de EGI escogieron no hacerlo.

Quizá sea más ilustrativo rescatar uno de los episodios más estrafalarios de la historia reciente de Euskadi, ocurrido hace ahora medio siglo. En mayo de 1966 un misterioso comando de hombres entrenados, armados, uniformados y con la cara pintada “tomó” durante unas horas el pueblo de Garay (Vizcaya) mientras sus habitantes estaban en misa. Cortaron la línea de teléfono, hicieron algunas pintadas y colgaron una ikurriña. Los lugareños no salieron a aclamar a sus supuestos libertadores, lo que fue una decepción para aquellos jóvenes exaltados, que poco antes se habían escindido de ETA por el acercamiento de esta al marxismo y que aspiraban a iniciar una guerra de liberación nacional. Su líder, Xabier Zumalde (El Cabra), reconoce en sus memorias que no establecieron contacto con nadie, pues los vecinos “se ocultaban y cerraban las contraventanas. Fue una situación difícil de asumir, pues nos dio la sensación de ser tratados como bandoleros”. Tampoco es que sus seguidores, conocidos como Los Cabras, tuviesen intención de enfrentarse con el que consideraban su enemigo: decidieron huir del pueblo antes de que llegara la Guardia Civil.

Durante los dos años siguientes Los Cabras mantuvieron una intensa actividad: propaganda, robos, sabotajes eléctricos y telefónicos y quema de coches de turistas. Su objetivo de transformarse en una guerrilla rural fue abortado por su práctica desarticulación a finales de 1968. Escapó Zumalde, quien, pese a llevar años separado de ETA, todavía tuvo tiempo de legar a la banda uno de sus más exitosos métodos de financiación. En 1970 inventó lo que luego se denominaría “impuesto revolucionario”. Su problema es que nadie lo pagaba. Según El Cabra, “pronto comprendimos que si no secuestrábamos o ejecutábamos a algún empresario no habría nada que hacer”. Así que abandonaron. Por segunda vez Xabier Zumalde demostró que carecía del impulso imprescindible para matar: la voluntad. Se trataba de una facultad de la que los cabecillas de ETA andaban bien surtidos.

Tras un largo debate teórico acerca de la “lucha armada”, en 1965 la organización adoptó definitivamente la estrategia de acción-reacción-acción: provocar, por medio de atentados, la represión masiva de la dictadura. En 1967 ETA realizó tres atracos, lo que le permitió disponer de medios materiales para pasar de las pintadas y la propaganda a las bombas. El 2 de junio de 1968 su órgano dirigente tomó la decisión de preparar el asesinato de José María Junquera y Melitón Manzanas, los jefes de la Brigada Político-Social de Bilbao y San Sebastián, respectivamente. El encargado de planificar y comandar esta última operación era Txabi Etxebarrieta, quien en el manifiesto de ETA para el Aberri Eguna había asegurado que “para nadie es un secreto que difícil­mente saldremos de 1968 sin algún muerto”.

Cinco días después de aquella reunión el automóvil robado en el que viajaban Txabi y su compañero Iñaki Sarasketa tomó la carretera Madrid-Irún (Nacional I), que se encontraba en obras, razón por la que los guardias civiles José Antonio Pardines y Félix de Diego Martínez estaban regulando el tráfico, cada uno en un extremo del tramo afectado. El control de Pardines se situaba a la altura de Villabona (Guipúzcoa). Allí, como parte de la rutina, detuvo sucesivamente a una serie de vehículos. El último de ellos era el de Etxebarrieta. Cuando el agente comprobó que los números de la documentación y del bastidor del coche no coincidían, y a pesar de que Sarasketa le rogó lo contrario, Txabi tomó una determinación trascendental: disparó a Pardines por la espalda. El policía se desplomó y, una vez en el suelo, Etxebarrieta lo remató de tres o cuatro tiros en el pecho. Unas horas después la espiral que había puesto en marcha se llevó por delante la vida del propio Txabi en un confuso tiroteo que se entabló con agentes de la Guardia civil en Benta Haundi (Tolosa).

Tuvo lugar una nueva sesión del órgano dirigente de ETA, cuyos miembros unánimemente aprobaron la reactivación del plan previsto. El 2 de agosto un comando asesinó a Melitón Manzanas. El régimen franquista reaccionó tal y como se esperaba: con una represión torpe y brutal, que los etarras utilizaron como justificación para cometer nuevos atentados terroristas. Los autoproclamados “nuevos gudaris” de ETA habían lanzado una bola de nieve por la pendiente, que, cuanto más rodaba, más crecía, hasta transformarse en una avalancha que se llevó cientos de vidas por delante. Suya es la responsabilidad histórica.

En 1982 uno de Los Cabras que habían participado en la “toma” de Garay, por entonces un cabecilla de ETA militar, José Manuel Pagoaga (Peixoto), declaró que “se necesita sangre y tiempo para hacer un pueblo”. Es hora de hacer balance. El tiempo han sido los 53 años que transcurrieron desde el nacimiento de ETA en 1958 hasta el anuncio del “cese definitivo” de la violencia en 2011. La sangre ha consistido en 845 víctimas mortales, un mínimo de 2.533 heridos, 15.649 amenazados (hasta 2001) y un número desconocido de exiliados forzosos y damnificados económicamente. Todo ese sufrimiento, ¿ha servido de algo? La verdad es que no. La banda no se dedicó a hacer un pueblo, sino a deshacerlo. Pero nunca es tarde. ETA todavía puede realizar una inestimable contribución a la convivencia, el pluralismo y la democracia en Euskadi: desaparecer.

* Gaizka Fernández Soldevilla es historiador y acaba de publicar La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA (Tecnos, 2016).

En su comunicado con motivo del último Aberri Eguna los dirigentes de ETA alegaban que “no fuimos buscando la guerra. El conflicto nos lo trajeron a casa”. Es una de las excusas que más asiduamente han empleado tanto la banda como su entorno civil. Desde su punto de vista, la “lucha armada” fue el últi­mo, dramático e inevitable episodio de un secular “conflicto” entre los invasores españoles y los invadidos vascos, lo que convierte a los miembros de ETA en continuadores de las partidas carlistas y los gudaris de la Guerra Civil. En definitiva, el culpable de todo es el opresor e imperialista “Estado español”. Al enfrentarse a él, los etarras actuaron en legítima defensa de Euskal Herria. Fueron héroes, no terroristas.

Tal ha sido el éxito de este relato que incluso ámbitos alejados del nacionalismo radical siguen manteniendo que la causa del terrorismo fue la represión especialmente virulenta que habría sufrido el País Vasco durante la contienda y la posguerra. Es decir, la violencia de ETA sería una reacción cuasi natural al contexto histórico. La simplicidad de la explicación era (y es) muy atractiva, pero no se sostiene en hechos: la zona en la que durante y después de la Guerra Civil el bando franquista asesinó a más personas (y en mayor proporción) fue el suroeste de España, donde luego no surgieron organizaciones terroristas del calibre de ETA.