Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
¿Es evitable la segregación escolar?
Cuando alguien, en una conversación o discurso, utiliza el término segregar, prácticamente la totalidad de la audiencia presente entiende con rapidez y en el mismo sentido el significado de lo que pretende transmitir: separación o apartamiento de algo o alguien de otra u otras cosas. Y es que, si exceptuamos el tercer significado que otorga la RAE al término para explicarlo en términos anatómicos (“Expulsar una sustancia de una glándula u órgano producido por ellos”), hay cierta unanimidad para entender que entre segregar y marginar a una persona o grupo de personas por motivos sociales políticos o culturales hay identificación plena. En pocas palabras, son sinónimos.
Así ocurre, por ejemplo si relacionamos segregación y religión. Los conflictos surgen entonces en las propias doctrinas mayoritarias: en la cristiana (entre personas católicas y/o protestantes) o en la mahometana (entre suníes y chiíes) por citar las más cercanas. Todas ellas, han traído desde la Antigüedad dolor e incomprensión a millones de personas que se acercaban a un credo del que hacían depender su propia vida. En estos conflictos siempre aparecía un grupo más poderoso, política o culturalmente hablando, que acababa imponiendo su visión religiosa sobre el resto, provocando con ello la expulsión, persecución y, como mal menor, la separación de los, hasta entonces, sus iguales.
Si unimos segregación al adjetivo racial el grado de conflictividad adquiere tintes trágicos. La Historia nos recuerda ejemplos aún muy presentes en nuestras retinas, la persecución nazi contra los judíos, la discriminación blanca con los negros estadounidenses o la sumisión impuesta por los afrikáners en Namibia y Sudáfrica a la amplísima mayoría negra de ambos países, en tiempos del Appartheid. Para que el listado no ensombrezca por culpabilidad sólo a la cultura europea predominante, es oportuno recordar también la matanza en el África central –Ruanda- de tutsis a manos de los hutus, dos pueblos culturalmente iguales, diferenciados sólo (¿) por el poder económico de los segundos. Todos los hechos mencionados se produjeron durante el pasado siglo XX; todos provocaron indignación y asombro al resto del mundo por la crueldad exhibida, demostración palpable del odio que es capaz de engendrar la naturaleza humana con sus propios congéneres.
Hay, por tanto, una aceptación más bien amplia de que el término segregación concita un significado negativo, entendido socialmente como separación traumática de unos seres frente a otros. De lo que ya no estoy tan seguro es de que tal percepción se mantenga si al concepto señalado le colocamos detrás el adjetivo escolar.
Tradicionalmente ha habido fuerzas poderosas que han visto en esta fórmula educativa ciertas ventajas que, más que separar, producían beneficios sustanciales. Por ejemplo, durante el franquismo contó con gran predicamento la segregación de género en las aulas (que llegaba hasta el propio ejercicio de la docencia: maestras para las niñas y chicas, maestros –y especialmente, profesores- para los chicos). A nuestros ojos actuales aparece esta política educativa como un síntoma evidente del papel secundario al que se relegaba al género femenino. Sin embargo, gozó en aquella época de gran predicamento, ya que separaba la formación que hombres y mujeres debían recibir en su etapa formativa. No resisto la tentación de reproducir una de las instrucciones que desde la Sección Femenina franquista se trasladaba a la educación secundaria: “A través de toda la vida, la misión de la mujer es servir. Cuando Dios hizo el primer hombre, pensó: No es bueno que el hombre esté solo. Y formó a la mujer para su ayuda y compañía, y para que sirviera de madre. La primera idea de Dios fue el hombre. Pensó en la mujer después, como un complemento necesario, esto es, como algo útil” (Formación Político-Social del primer curso de Bachillerato, 1963). Mientras tanto, los jóvenes que podían acceder a estudios secundarios, casi siempre en manos de órdenes religiosas, iban a lo suyo para concluir –los más afortunados- con carreras técnicas o superiores que completasen el amplio elenco de profesiones liberales de la que aquella España atrasada tan necesitada estaba.
El factor económico siempre ha sido, en el ámbito educativo, un elemento eminentemente segregador. La educación elitista, la que recibían las personas llamadas a dirigir los grandes emporios, las continuadoras de sagas familiares propietarias de títulos nobiliarios interminables, no pudo empezar a perder su claro matiz segregador hasta que los Estados intervinieron con la creación y adjudicación de becas de estudios que acercaron esta formación a las clases sociales menos favorecidas. Oxford, Cambridge, Harvard, Yale –o a un nivel más local, Deusto- han sido durante muchas décadas reductos inalcanzables para el alumnado de las clases populares, que debían conformarse con los estudios técnicos impartidos por las propias empresas, a través de las Escuelas de Aprendices.
Tras los años setenta y, especialmente, durante la nueva etapa democrática, la educación española se “europeizó” y la igualdad de oportunidades –si nunca fue completa- adquirió niveles de amplia representación social. Es lo que Ildefonso Marqués en su obra 'La movilidad social en España' (Catarata, 2015) señala como prototipo del 'Estado mediterráneo', caracterizado por un régimen de arraigado familiarismo, de debilidad de sus instituciones públicas, con un gasto público muy reducido destinado principalmente a pensiones y escasamente a políticas de reducción de la pobreza. En esta situación, el papel asumido por las familias en inversión educativa y en la fortaleza de los vínculos de solidaridad entre sus miembros (pensemos en la importancia central de abuelos y abuelas en el sostenimiento económico y asistencial de las familias) ha crecido exponencialmente durante los años de la crisis de 2008.
En el sistema educativo español la segregación escolar no ha hecho sino aumentar desde la recuperación democrática. Dos hechos han contribuido sustancialmente a ello. De un lado, el artículo 27 de la Constitución de 1978 , que consagraba el derecho de las familias a la libertad de elección de centros escolares. Del otro lado, la consolidación de las dos redes educativas actuales, pública y privada, que a través de la aceptación de financiación con fondos públicos pasaba a ser concertada, gracias a la LODE (1985).
De forma lenta, pero ininterrumpida, la red concertada va conquistando espacios educativos amparada por unas leyes que conceden a estos centros privados ventajas sobre escuelas e institutos (especialmente la selección de alumnado y la consiguiente exclusión de quienes no respondan a los principios consagrados en su ideología, creencia religiosa o perfil de alumnado) apenas sin contrapartidas exigentes (auditorías, gestión sin revisión, penalización por cobro indebido de recibos en enseñanza gratuita…)
Un estudio reciente de los profesores Javier Murillo y Cynthia Martínez-Garrido (Revista de Sociología de la Educación (RASE) 2018, vol. 11, n.o 1), 'Magnitud de la segregación escolar por nivel socioeconómico en España y sus Comunidades Autónomas y comparación con los países de la Unión Europea' no deja lugar a dudas sobre la importancia del papel determinante que la escuela juega en la cohesión social y en la equidad. Dicho de otro modo, la necesidad de que ambas redes educativas eviten la marginación de un alumnado plural, a la hora de dotarles de una verdadera igualdad de oportunidades. La realidad, sin embargo, es terca y acaba demostrando cómo desde los centros privados concertados la situación socioeconómica de las familias, consecuencia del país de origen del alumnado, de su pertenencia a un grupo étnico-social o, incluso, de su rendimiento académico se convierte normalmente en fenómenos de exclusión y desintegración social. Según el estudio señalado, España, comparativamente con los países europeos, se encuentra en una situación de gran segregación, sólo superado por Rumanía, Hungría y la República Checa.
La enseñanza vasca, para desesperación de algunos utópicos, no es una excepción en este relato. Más bien, al contario: mantiene un sistema prácticamente simétrico entre ambas redes educativas, si atendemos a criterios de matriculación de alumnado en la Enseñanza obligatoria (53,9% frente al 46,1%, en la Enseñanza Básica (Infantil, Primaria y ESO) en 2017-2018 , según datos Consejería de Educación GV). Pero en el reparto de alumnado becario, por ejemplo, tan solo el 32% es atendido por la Enseñanza Concertada. Sesenta y dos alumnos/as de cada cien becados/as estudian en la Escuela Pública.
Si variamos el criterio y nos fijamos, por ejemplo, en la atención al alumnado que requiere atenciones educativas de apoyo específico, los datos son prácticamente los mismos (60%, Pública, 40% Concertada). Y todo ello teniendo en cuenta que esta segunda red, subsidiaria, tal y como está recogida en la Ley de la Escuela Pública Vasca (1993), actualmente en vigor, cobra una media de 1315€ al año por “cuotas” de enseñanza, frente a los 400 de la Pública.
Todos estos datos han sido obtenidos de la Plataforma Ciudadana Zubiak Eraikiz, una organización que promueve la participación y el cambio en Euskadi, de tinte netamente progresista y no hacen sino insistir en lo que es una realidad hoy en día en Euskadi: la red concertada, en su conjunto y con señaladas excepciones, segrega en Euskadi (selecciona alumnado, cobra recibos en la enseñanza obligatoria gratuita y es extremadamente celosa de su privacidad, pese a recibir financiación pública de las instituciones vascas.)
Mal harán las patronales del sector, encabezadas por asociaciones como Kristau Eskola o Ikastolen Elkartea si piensan que modificar al alza el actual estado de cuentas del dinero utilizado para sufragar las cuentas educativas de este país -tal y como insinúan en los prolegómenos de negociación de un nuevo acuerdo educativo vasco- puede realizarse con el grado de segregación actual que mantienen.
Sea como fuere, se modifique o no el sistema presupuestario actual, Zubiak Eraikiz ha apostado públicamente por denunciar la situación educativa vasca actual con la formalización de una Iniciativa Legislativa Popular (ILP). Así, a través de ocho artículos, se plantean medidas concretas que pretenden corregir la segregación actual. Entre ellas, son de destacar la defensa de la gratuidad de la enseñanza, a través de la erradicación de las cuotas educativas, la creación de oficinas de matriculación descentralizada, coordinadas con los municipios o la formalización de un nuevo Índice de Necesidad Escolar de Inclusión (INEI) en cada centro escolar que permitirá la toma de decisiones de planificación educativa.
La ILP, de este modo se convierte en el mecanismo contemplado para intentar introducir cambios en las leyes vigentes. Si se cumple el requisito previo de obtener 10.000 firmas de la ciudadanía vasca que avalen su petición, la normativa parlamentaria vasca permitirá que los 8 artículos propuestos sean debatidos por la Cámara vasca, en aras de conseguir la superación de ciertas tendencias segregadoras que persisten en el sistema educativo vasco.
Como defendía Xabier Besalú en su artículo 'La segregación escolar, un mal evitable' (El Diario de la Educación, enero 2017) se trata de un compromiso en el que …todos, poderes públicos y sociedad en general, nos ponemos de acuerdo en que es perniciosa y tenemos voluntad y nos empleamos a fondo para, primero, corregirla y después, impedirla. La no intervención, la lógica del mercado, el simple paso del tiempo, ya hemos podido comprobar que, más que combatirla, la alimenta.
La primera oportunidad para lograrlo está al alcance de nuestras manos: firmando la ILP de Zubiak Eraikiz.
[1] Formación Político-Social del primer curso de Bachillerato, 1963.
[2] Catarata, 2015
[3]Revista de Sociología de la Educación (RASE) 2018, vol. 11, n.o 1
[4] El Diario de la Educación, enero 2017
[5] www.ilpeskolainklusiboa.eus
Cuando alguien, en una conversación o discurso, utiliza el término segregar, prácticamente la totalidad de la audiencia presente entiende con rapidez y en el mismo sentido el significado de lo que pretende transmitir: separación o apartamiento de algo o alguien de otra u otras cosas. Y es que, si exceptuamos el tercer significado que otorga la RAE al término para explicarlo en términos anatómicos (“Expulsar una sustancia de una glándula u órgano producido por ellos”), hay cierta unanimidad para entender que entre segregar y marginar a una persona o grupo de personas por motivos sociales políticos o culturales hay identificación plena. En pocas palabras, son sinónimos.
Así ocurre, por ejemplo si relacionamos segregación y religión. Los conflictos surgen entonces en las propias doctrinas mayoritarias: en la cristiana (entre personas católicas y/o protestantes) o en la mahometana (entre suníes y chiíes) por citar las más cercanas. Todas ellas, han traído desde la Antigüedad dolor e incomprensión a millones de personas que se acercaban a un credo del que hacían depender su propia vida. En estos conflictos siempre aparecía un grupo más poderoso, política o culturalmente hablando, que acababa imponiendo su visión religiosa sobre el resto, provocando con ello la expulsión, persecución y, como mal menor, la separación de los, hasta entonces, sus iguales.