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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La externalización del Gobierno

El principal problema que aqueja a las democracias occidentales es el de la gobernabilidad, es decir, la capacidad del sistema político para tomar decisiones adecuadas y efectivas ante los problemas que se plantean a sus sociedades. Más aún, su incapacidad para establecer la agenda de cuáles son esos problemas y cuáles no, capacidad de agenda que es condición básica de la buena gobernación. Los mejores teóricos de la política, desde Rosanvallon a David Estlund o Philip Pettit, subrayan hoy esta pérdida de capacidad de los sistemas democráticos para producir decisiones temporáneas y efectivas que sean al tiempo colectivamente aceptadas por las sociedades correspondientes. Y la queja aparece también en los labios de los actores políticos: “sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo conseguir que luego de hacerlo nos reelijan”, decía Claude Juncker hace ya meses. O lo que es lo mismo, “no hay forma de hacerlo”.

Las causas de esta progresiva pérdida de capacidad de gobernación se sitúan, según muchos, en el dato de que la política ha perdido progresivamente su conexión con la sabiduría, o con el saber experto si prefieren denominarlo así. Las decisiones se toman cada vez más acusadamente bajo el dictado de la mera opinión vulgar o indocta (eso que Platón denominaba doxa como opuesto a la verdadera sabiduría, la epistemé), lo cual es plenamente congruente con el tipo de democracias de opinión o de audiencia en que vivimos, en las que la ciudadanía-mediatizada  adopta el papel de un espectador teatral que comenta a bote pronto la obra que los políticos ponen escena como si fuera totalmente ajeno a ella. Vivimos en el reino de la opinión, es cierto. Aunque también es verdad, como recuerda Nadia Urbinati, que la democracia nunca se ha postulado a sí misma como un sistema para tomar decisiones que sean correctas o verdaderas, sino como un sistema para lograr que todos puedan participar en su adopción, sean correctas o no. Es decir, que el valor fundante de la democracia es uno  estrictamente procedimental, no substantivo, y no existe un criterio heterónomo al propio sistema para juzgar la corrección o grado de verdad de las decisiones que adopta.

En cualquier caso, y dejando por ahora este interesante tema, lo que sí es evidente es que el funcionamiento práctico de la gobernación está siendo negativamente afectado por dos hechos que pueden considerarse estrictamente contemporáneos: el primero, el de la aceleración del tiempo político en que se producen los hechos y las consiguientes opiniones, una aceleración con la que los gobiernos intentan denodadamente sincronizarse, fracasando en el intento o no consiguiendo sino generar más ruido opinativo. El segundo, el hecho de que el poder de la ciudadanía democrática en nuestras sociedades aceleradas es un poder profundamente impolítico, es el poder de impedir o de destruir, no el poder de crear o impulsar. La ciudadanía es reactiva: critica y patea la obra a cuya representación asiste, destituye o no reelige a los representantes cuya actuación le desagrada o no cumplen con sus expectativas, pero es incapaz de generar y mantener en el tiempo políticas de gobierno que no caigan en un caótico o cacofónico sectorialismo.

Josep M. Colomer (“El gobierno mundial de los expertos”, Anagrama, 2.015) apunta, dentro de este panorama un tanto deprimente, un hecho y una interpretación interesantes:  el de que los Estados democráticos, enfrentados a serios problemas de (in)gobernabilidad, están recurriendo de manera progresiva a la técnica de externalizar el proceso de toma de decisiones como forma de escapar a los límites férreos de unas opiniones públicas nacionales aceleras y negativas. Cada vez más, las decisiones importantes no se adoptan ya en el marco nacional en el que la democracia como sistema de control opera, sino que se han deferido o trasladado a ámbitos de carácter internacional o transnacional dentro de los cuales los gobiernos de los Estados se sienten libres de las constricciones del proceso democrático nacional y, sobre todo, pueden presentar las decisiones como heterónomas, como algo procedente de un centro de poder por el cual no pueden ser ya hechos responsables por sus opiniones domésticas. “Es Europa quien nos lo impone”, “son los mercados”, “es el FMI”, “es el G-7, G-20, …”. La externalización permite mantener una gobernación de otra forma tambaleante.

La observación es sin duda empíricamente acertada: hace ya tiempo que, por ejemplo, se ha señalado que las políticas europeas de largo plazo se originan, discuten e impulsan en “comunidades de expertos” dentro de la burocracia de la Unión Europea, lejos de los focos de observación parlamentaria y de los controles internos de los Estados. Y en estas comunidades de expertos participan como un actor más las propias burocracias estatales internas, que consiguen así gobernar sus sistemas políticos “desde fuera”. Lo que sería muy difícil o casi imposible de gestionar e introducir a través del parlamento nacional en medio de una opinión mediática excitada, se puede tratar en Bruselas en grupos opacos compuestos de burócratas europeos y nacionales a los que se suman expertos y representantes de los intereses afectados. Más de un 30% de las políticas estatales de los Estados europeos tiene este origen, eso da idea de lo avanzado del proceso de externalización.

De otra forma, pero respondiendo a la misma lógica de fondo, nos encontramos cada vez más con la gobernación de los sistemas políticos nacionales adoptada desde grupos o reuniones de jefes de Estado o de gobierno que, lejos de nuevo de los engorrosos e histéricos procedimientos internos, pueden tomar decisiones eficaces y rápidas ante problemas que no aguardan. En el fondo, es la lógica siempre presente de la conservación del poder estatal, que busca ahora un escenario en el que sacrifica su visibilidad a cambio de mantener su capacidad de gobernar. Lo que se pierde en apariencia de soberanía se conserva en capacidad de dirección. Nunca se recordará bastante la idea de que los Estados no son “cajas tontas” en las que “pasan cosas”, cosas protagonizadas por actores diversos como las clases, las naciones o los ciudadanos, sino que son los verdaderos protagonistas de la política en su proceso constante de conservación y adaptación del poder.

Que esta externalización del gobierno a niveles superiores, y que este protagonismo de los expertos en esos niveles, vaya a conducir a un futuro “gobierno mundial de los expertos” de carácter benévolo y complaciente –aunque no democrático en el sentido de no electo-, tal como augura Colomer, es cosa mucho más discutible. El poder nunca ha sido cosa de los expertos, sino de los intereses, por mucho que gusten de disfrazarlos de sabiduría. Pero de esto hablamos otro día.

El principal problema que aqueja a las democracias occidentales es el de la gobernabilidad, es decir, la capacidad del sistema político para tomar decisiones adecuadas y efectivas ante los problemas que se plantean a sus sociedades. Más aún, su incapacidad para establecer la agenda de cuáles son esos problemas y cuáles no, capacidad de agenda que es condición básica de la buena gobernación. Los mejores teóricos de la política, desde Rosanvallon a David Estlund o Philip Pettit, subrayan hoy esta pérdida de capacidad de los sistemas democráticos para producir decisiones temporáneas y efectivas que sean al tiempo colectivamente aceptadas por las sociedades correspondientes. Y la queja aparece también en los labios de los actores políticos: “sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo conseguir que luego de hacerlo nos reelijan”, decía Claude Juncker hace ya meses. O lo que es lo mismo, “no hay forma de hacerlo”.

Las causas de esta progresiva pérdida de capacidad de gobernación se sitúan, según muchos, en el dato de que la política ha perdido progresivamente su conexión con la sabiduría, o con el saber experto si prefieren denominarlo así. Las decisiones se toman cada vez más acusadamente bajo el dictado de la mera opinión vulgar o indocta (eso que Platón denominaba doxa como opuesto a la verdadera sabiduría, la epistemé), lo cual es plenamente congruente con el tipo de democracias de opinión o de audiencia en que vivimos, en las que la ciudadanía-mediatizada  adopta el papel de un espectador teatral que comenta a bote pronto la obra que los políticos ponen escena como si fuera totalmente ajeno a ella. Vivimos en el reino de la opinión, es cierto. Aunque también es verdad, como recuerda Nadia Urbinati, que la democracia nunca se ha postulado a sí misma como un sistema para tomar decisiones que sean correctas o verdaderas, sino como un sistema para lograr que todos puedan participar en su adopción, sean correctas o no. Es decir, que el valor fundante de la democracia es uno  estrictamente procedimental, no substantivo, y no existe un criterio heterónomo al propio sistema para juzgar la corrección o grado de verdad de las decisiones que adopta.