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Fascistas

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“Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme”. La frase de Voltaire. La más acertada interpretación del libro de Cervantes. El hidalgo ocioso, aburrido de sí mismo, transitando entre la abulia y la muerte, que emprende una última aventura movido por la pasión —inventada como todas— de convertirse en un caballero andante. Todo es inventarse pasiones. Todo. Nada tan importante en la vida como encontrarle un sentido, así que en esta búsqueda la humanidad se ha inventado toda clase de pasiones: la pasión religiosa, por ejemplo, la amorosa, la artística, la nacionalista, la futbolística, la del becerro de oro y también, cómo no, la pasión destructora.

No teniendo apenas conocimiento de las históricas barbaridades cometidas durante el siglo pasado, metidos en sus burbujas internautas, tan ignorantes como ignorados y buscando su lugar en el mundo, un número considerable de jóvenes europeos se están entregando ahora a la pasión fascista que no es más que la liberación del animal que todos llevamos dentro para que en público profese su culto a la ignorancia, su devoción por la violencia y su fascinación, tan teatral por otra parte, de  enfundarse un uniforme, colocarse, luego, una llamativa hebilla de plata en el cinturón, aclararse la garganta y con el pistolón en la mano proclamar a los cuatro vientos que hay que hacerse cargo de la situación, que ya no hay por qué escuchar más argumentos, más posiciones, más razonamientos y que las cosas se van a enderezar sin necesidad alguna de parlamentos, elecciones y demás zarandajas democráticas; zarandajas que según ellos, no les proporcionan una satisfacción vital...

El problema es tan antiguo como los bostezos. Las pasiones que nos inventamos para soportar el peso de la vida o son comedidas, casi, casi británicas, practicadas con un cierto distanciamiento, casi con escepticismo, demostrando, así, no solo buen gusto sino también una más que necesaria higiene mental para lidiar con las frustraciones propias de cualquier existencia o, por el contrario, son pasiones desmedidas, que además de resultar agotadoras, no hacen más que poner al descubierto algunas de las debilidades más siniestras, más destructivas y más descabelladas de la condición humana.

El fascismo, la pasión que recorre ahora Europa como un fantasma colérico que regresa del pasado, es una pasión tan desmedida como destructora que, anhelando la supresión de la discrepancia política en beneficio de un partido único mediante la obediencia marcial de las masas, solo se derrota con Gobiernos que no se limiten a hacer lo que los individuos ya están haciendo, sino con hacer lo que no está haciendo nadie: iluminar, por ejemplo, el presente para que, así, el futuro no se adivine tan oscuro. O lo que es lo mismo: fortalecer la democracia con una poderosa, amplia y satisfecha clase media. Lo demás es tentar la suerte

“Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme”. La frase de Voltaire. La más acertada interpretación del libro de Cervantes. El hidalgo ocioso, aburrido de sí mismo, transitando entre la abulia y la muerte, que emprende una última aventura movido por la pasión —inventada como todas— de convertirse en un caballero andante. Todo es inventarse pasiones. Todo. Nada tan importante en la vida como encontrarle un sentido, así que en esta búsqueda la humanidad se ha inventado toda clase de pasiones: la pasión religiosa, por ejemplo, la amorosa, la artística, la nacionalista, la futbolística, la del becerro de oro y también, cómo no, la pasión destructora.

No teniendo apenas conocimiento de las históricas barbaridades cometidas durante el siglo pasado, metidos en sus burbujas internautas, tan ignorantes como ignorados y buscando su lugar en el mundo, un número considerable de jóvenes europeos se están entregando ahora a la pasión fascista que no es más que la liberación del animal que todos llevamos dentro para que en público profese su culto a la ignorancia, su devoción por la violencia y su fascinación, tan teatral por otra parte, de  enfundarse un uniforme, colocarse, luego, una llamativa hebilla de plata en el cinturón, aclararse la garganta y con el pistolón en la mano proclamar a los cuatro vientos que hay que hacerse cargo de la situación, que ya no hay por qué escuchar más argumentos, más posiciones, más razonamientos y que las cosas se van a enderezar sin necesidad alguna de parlamentos, elecciones y demás zarandajas democráticas; zarandajas que según ellos, no les proporcionan una satisfacción vital...