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Francisco Umbral, de periodista a escritor profesional
Que la literatura, la mejor literatura, es solo cotilleo fue, además del gran logro existencial de Marcel Proust, el descubrimiento que le permitió a Francisco Umbral labrarse una larga carrera como escritor profesional. Cotilleó en muchos de sus artículos y en muchos de sus libros como una portera verborreica, desdentada y maledicente pero lo hizo mejor que nadie. No solo inventó las famosas “negritas” sino que rescató al periodismo del neoclasicismo falangista, histórico, imperial y tedioso donde sus antecesores, salvo, tal vez, Cesar Gonzalez Ruano, lo habían encajonado y así mediante la utilización del yo, del yo como única certeza periodística, sacudió los cimientos de un periodismo de cartón piedra, hueco, falsamente objetivo y servicial, como de ordenanza agradecido, para dotarlo de carne, maldades, rumores, barras de pan, desfachatez, ninfas suburbiales y nocturnas y cotilleos.
Lo que Thomas Wolfe estaba haciendo con el periodismo en los Estados Unidos de América, Umbral ya lo estaba haciendo en Valladolid en los años cincuenta, pero, eso sí, con un propósito, más que periodístico, literario. Teniendo en cuenta la impresionante cantidad de páginas que escribió uno tiene la impresión de que, con un entusiasmo de adolescente fascinado, siempre se atuvo a la creencia de que la salvación solo se puede encontrar a través de la palabra escrita pero, como el mismo escribiera, sabiendo que: “La literatura, como otros saberes, no es sino la red que se pone debajo de los trapecistas. Hemos inventado todas esas cosas para trabajar con red, para no caer en el vacío, aunque sabemos que al vacío se cae de todos modos”.
Para vivir hay que inventarse pasiones, como dijera Voltaire haciendo referencia a don Quijote, así que Umbral se inventó un personaje al que paseó por las calles madrileñas, los suburbios, las discotecas, los burdeles, los mal alfombrados ministerios del tardo franquismo y los salones donde la desganada aristocracia de nuestra transición democrática meneaba la cola, tomaba el té con emparedados de cocaína, jugaba al socialismo redentor de la señorita Pepis y se inventaba pasiones, adúlteras y alcohólicas, mayormente, para así no morirse de tedio.
Tuvo la necesidad de exhibirse, tal vez para justificarse la existencia, resultando, a veces, innecesario, desmedido en su narcisismo literario, paro, aún así, la España mítica, la que nunca fue, la de Quevedo, Valle Inclan y Juan Ramón Jimenez, la que se intentó con la República y se deshizo con la Guerra Civil, también está en Umbral: barroco, miope, excesivo, con la caligrafía de Larra pero sin su desespero romántico. Mal hablado de casi todos y por casi todos, quiso ser Baudelaire pero se tuvo que conformar con ser una noria de si mismo mostrándose, analizándose y buscándose en la interminable sucesión de libros y artículos que publicó. No fue un memorialista propiamente dicho sino un psicoanalista de sí mismo. El resto fue hacerse un personaje. Un personaje solitario, brillante y descarado, con el que mendigarle a los pocos lectores que en este país siempre ha habido, las sudadas monedas que el periodismo siempre ha reportado.
Que la literatura, la mejor literatura, es solo cotilleo fue, además del gran logro existencial de Marcel Proust, el descubrimiento que le permitió a Francisco Umbral labrarse una larga carrera como escritor profesional. Cotilleó en muchos de sus artículos y en muchos de sus libros como una portera verborreica, desdentada y maledicente pero lo hizo mejor que nadie. No solo inventó las famosas “negritas” sino que rescató al periodismo del neoclasicismo falangista, histórico, imperial y tedioso donde sus antecesores, salvo, tal vez, Cesar Gonzalez Ruano, lo habían encajonado y así mediante la utilización del yo, del yo como única certeza periodística, sacudió los cimientos de un periodismo de cartón piedra, hueco, falsamente objetivo y servicial, como de ordenanza agradecido, para dotarlo de carne, maldades, rumores, barras de pan, desfachatez, ninfas suburbiales y nocturnas y cotilleos.
Lo que Thomas Wolfe estaba haciendo con el periodismo en los Estados Unidos de América, Umbral ya lo estaba haciendo en Valladolid en los años cincuenta, pero, eso sí, con un propósito, más que periodístico, literario. Teniendo en cuenta la impresionante cantidad de páginas que escribió uno tiene la impresión de que, con un entusiasmo de adolescente fascinado, siempre se atuvo a la creencia de que la salvación solo se puede encontrar a través de la palabra escrita pero, como el mismo escribiera, sabiendo que: “La literatura, como otros saberes, no es sino la red que se pone debajo de los trapecistas. Hemos inventado todas esas cosas para trabajar con red, para no caer en el vacío, aunque sabemos que al vacío se cae de todos modos”.