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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Con Franco vivíamos peor

Visita de Francisco Franco a Vitoria en 1953

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Si alguien me preguntara qué fue el franquismo, me bastaría con mostrarle mi viejo carnet de periodista, de 1971: un verdadero incunable que, por la vetustez de su lenguaje, podría ser digno de figurar, para excavación arqueológica, en yacimientos como el de Iruña Veleia. En él se contenían los siete “Principios Generales de la Profesión Periodística”, bien condensados en el primero de ellos: “En el ejercicio de su misión, el periodista ha de observar las normas de la moral cristiana y guardar fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Estado”.

¿Moral cristiana? ¿Principios del Movimiento Nacional? ¿Leyes Fundamentales del Estado? ¿De qué va todo esto?, preguntaría el escolar despistado que, en cuanto a conocimientos académicos de nuestra historia, seguramente se quedó en la lista de los reyes godos. En resumen, y por traducir: estoy hablando de la ideología y los mecanismos de un Estado totalitario que el periodista se veía obligado a defender durante el prolongadísimo tiempo de silencio impuesto por una dictadura surgida tras una sublevación militar contra el Gobierno legítimo de España. 

Hablo de una España donde no había partidos políticos legalizados; y, en consecuencia, tampoco había elecciones libres; y usurpaban las Cortes, con sus chaquetillas blancas, esos camareros del Caudillo a los que llamaban procuradores, guiados siempre por sus adhesiones inquebrantables al Generalísimo. Una España donde los sindicatos de clase estaban prohibidos y la libertad de expresión brillaba por su ausencia; y existían Tribunales de Orden Público que juzgaban “delitos” (penados con cárcel) por convocar huelgas, defender a los trabajadores, participar en manifestaciones o repartir octavillas contra el régimen. Una España donde ser homosexual era estar sujeto a la Ley de Vagos y Maleantes; donde militantes antifranquistas tenían cierta tendencia a caerse de los balcones, como consecuencia de una redada policial; y se mantenía a las mujeres en una permanente minoría de edad (a muchas de ellas sus maridos les pegaba “lo normal”); y religiones sólo había una, que era la católica, que te decía cómo había que comportarse.

No son, desde luego, unos datos como para sentir nostalgia de aquella época oscura y deprimente de nuestra historia. Y sí para sentir alivio por el hecho de que lo mejor de Franco, su entramado biológico, terminara librándonos de su autocracia. Yo, al menos, tengo muy claro que, pese a todos los problemas de nuestro presente, con Franco vivíamos infinitamente peor. Me parece, por eso mismo, sumamente acertada la iniciativa gubernamental de hacer de 2025, cincuentenario de la muerte del dictador, un año de memoria que recuerde lo bien que le han venido al país los cincuenta años que hemos estado sin el Generalísimo. Máxime teniendo en cuenta que el fascismo español anda cada vez más crecido, llegando incluso a reivindicar -por boca de Vox y en el Congreso de los Diputados- la dictadura como una era de reconciliación nacional. Sin mayor escándalo, dicho sea de paso, de la derecha (dicen que democrática)

Por el contrario, esa misma derecha se ha creído en la necesidad de escandalizarse por la iniciativa conmemorativa del Gobierno. La Frutera Mayor del Reino ya ha puesto el grito en el cielo, acusando a Sánchez de haberse vuelto loco y de querer “incendiar las calles” para enfrentar a los españoles. 

Por su parte, los teólogos de la Santísima (e intocable) Transición oponen memoria y entendimiento nacional. Y consideran de mal gusto conmemorar la muerte de un dictador como el comienzo de una nueva etapa democrática, que atribuyen exclusivamente al diálogo y a la voluntad de acuerdo de los partidos que alumbraron la Constitución y las nuevas instituciones democráticas. Una verdad a medias que tiende a olvidar otra verdad previa: y es que el franquismo como tal murió con la muerte de quien lo encarnaba. Con la desintegración del Caudillo de España -que lo fue por esa “gracia de Dios” que Dios nos hizo-, se fueron desintegrando también sus estructuras represivas. Es verdad que, muerto Franco, no se acabó la rabia, pero es, igualmente cierto que en el “postfranquismo” que le sobrevino se abrieron posibilidades de transformación política antes nunca vistas.

Y conviene recordar, igualmente, que antes de los acuerdos entre partidos, la calle, la ciudadanía, se estaba tomando ya sus propias libertades. Algo tan obvio que incluso fue reconocido por el antiguo jerarca del Movimiento, Adolfo Suárez, en su estreno como presidente del Gobierno aún postfranquista, al proclamar su intención de “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es perfectamente normal”,

Porque fue todo uno: morirse Franco y brotar como setas los conflictos laborales, las movilizaciones sociales y las manifestaciones callejeras en demanda de amnistía de los presos políticos, de libertad y de estatutos de autonomía en determinados territorios de España. Al precio, todo hay que decirlo, de un rastro de víctimas nada despreciable, por la represión policial. Cabe recordar, por poner un ejemplo significativo, que, menos de dos meses después del óbito del general, más de 6.000 trabajadores de varias empresas de Vitoria se alzaban en huelga mancomunada en defensa de sus reivindicaciones laborales. Un movimiento vigoroso y persistente, que desembocó en la masacre que una policía desbordada por los huelguistas desencadenó el 3 de marzo de 1976, como es de sobra conocido.

Y no está de más recordar que estos hechos, tuvieron un eco inusual en una prensa que empezaba a sacar los pies del plato y ya no estaba tan dispuesta a callar. Y en este punto, creo que es de justicia reconocer el trabajo profesional de mi compañero y amigo, Ulpiano Duque. Al día siguiente de ese verdadero levantamiento laboral, después de patear hospitales y centros sanitarios de Vitoria, Ulpiano se hacía con la lista de buena parte de los muertos y heridos de la carga policial ante la iglesia de San Francisco. Lista que, por extraño que pudiera parecer, se publicaba de manera exclusiva, y sin omitir detalles (los muertos y heridos de bala, por ejemplo) aquella misma tarde en ese diario de la derecha local que era “Norte Exprés”.

Es muy pertinente recordar estos y otros “episodios nacionales” de hace medio siglo. Explican mucho mejor la génesis de nuestra actual democracia que esa visión idílica de una transición hecha de una reconciliación sin memoria. Es bueno recordar que, hace cincuenta años, hubo en la sociedad española un hambre irreprimible (podríamos decir, un hambre atrasada) de libertad; un compromiso militante con la democracia, que fue la base en que asentaron nuestras libertades de ahora. No está de más tenerlo en cuenta cuando vamos a inaugurar el primer año triunfal de Donald Trump y la democracia está más amenazada. Cuando la extrema derecha y el fascismo se extienden como una mancha de aceite por todas las sociedades europeas, incluida la española, víctima de la desinformación, de la amnesia, de la mentira, del griterío interesado y de los propagadores en red de la antipolítica. No es de extrañar, por tanto, que se llegue a sostener que con Franco, vivíamos mejor. Una de tantas maneras de querer llevarnos a lo peor que padecimos con el viejo dictador.

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