Como en los últimos años, las noticias decían que llegaba la temporada de incendios, que la tierra seca y la ausencia de lluvias eran las condiciones óptimas para facilitar de forma irremisible la extensión de los fuegos. Los noticieros, como todos los años también, presentaban la catástrofe como un hecho más de un tiempo predecible. Venían a decir que era propio del ciclo natural sobre el que las personas poco o nada podían hacer.
Sin embargo, las comunidades de la selva sabían que el equilibrio de la naturaleza había sido roto y que, por ello, los incendios no eran los propios de ningún ciclo natural. Ellas sabían que habían cuidado el bosque desde hacía cientos de años y por eso el equilibrio había persistido facilitando la supervivencia. Ellas sabían que los cambios profundos que habían empezado a adueñarse de la vida, y a transformar esta en muerte, tenían su raíz en la consideración del bosque, de la tierra, ya no como un ser vivo sino como una simple y ansiada fuente de negocios. Y sabían que en ese cambio había responsables que vivían en cómodas mansiones ajardinadas en la capital o en otras urbes del llamado mundo desarrollado.
Ahora, primero llegaban los fuegos, lo que devastaba la selva y la reducía a cenizas. A continuación, las empresas forestales terminaban con el resto y avanzaban más allá creando inmensas extensiones de pradera donde antes solo había bosque y biodiversidad. Luego entraban los grandes ganaderos que se adueñaban del territorio para que sus vacas tuvieran abundante pasto; había que alimentar, entre otras, a las grandes cadenas de comida rápida que demandaban continuamente provisiones para sus restaurantes en las ciudades del mundo desarrollado. En los últimos años también se asentaban grandes empresas agroindustriales que cultivaban soja o palma hasta agotar la tierra; decían que era para luego hacer biodiesel y mejorar el planeta. Entre medias, los pequeños buscadores de minerales habían sido sustituidos por grandes mineras que en unos pocos años desaparecían los cerros mientras contaminaban ríos y lagos para llevarse con rapidez extrema el oro, la plata o el petróleo que, una vez más, terminaban en ese mundo que llamaban el primero.
Sin duda eso del primer mundo debía de ser un sarcasmo pues no lo era en valores tales como el cuidado de las personas, la dignidad, los derechos o la protección del planeta, aunque se vanagloriaba continuamente de ello. Más bien era un primer mundo sugestionado con el despilfarro, la contaminación, el beneficio a cualquier precio y la explotación desenfrenada de la naturaleza y, por lo tanto, el responsable máximo de la generación de un cambio en el clima que ya se había convertido en crisis planetaria.
Las consecuencias de dicha crisis se seguían pagando por parte de quienes menos culpa tenían en su reproducción, las comunidades de la selva. Mientras, los verdaderos responsables aumentaban exponencialmente sus tasas de ganancias y mantenían privilegios, lujos y riquezas que se erigían sobre el empobrecimiento de millones de personas. Había incluso quienes, autodenominados como altos representantes de la comunidad internacional, enfrentaban la selva al jardín. Decían que el primer mundo era un jardín de bienestar, orden y progreso mientras el resto era una selva de innumerables peligros que había que mantener alejada y sometida. Esto, a pesar de ocultar el hecho de que el bienestar del hipotético jardín lo era a costa de la destrucción y explotación sistemática del bosque del que decían era mejor huir.
Mientras tanto la crisis se agudizaba y acercaba vertiginosamente una realidad que, aunque ya muchos reconocían como venidera, la planteaban aún para un futuro no inmediato. Esta era otra diferencia profunda con la selva. Las comunidades de allá siempre pensaron no solo en Vivir Bien ellas, sino con el convencimiento de que quienes debían de seguir viviendo bien eran las generaciones futuras. Por lo tanto, disponer del bosque y de sus recursos, en su experiencia y sabiduría, era una responsabilidad de uso y cuidado de este para esas generaciones que llegarían algún día. Por el contrario, el mundo ajardinado, hoy casi ya un jardín fortaleza, solo veía los parterres y el bien cuidado césped del momento, además de la cuenta de beneficios. Y, como se suele decir, cruzaba los dedos para que el horizonte que todos los estudios y el sentido común anunciaban como inmediato llegara más tarde que pronto, sin preocuparse de esas futuras generaciones. Sin duda, dos modos radicalmente diferentes de entender el mundo.
Cierto es que se hacían grandes cumbres internacionales y pomposas declaraciones, pero se seguía sin tomar medidas y la crisis se aceleraba hasta el punto de hacerse presente ya en el mundo de hoy. El problema, en realidad, no era la falta de medidas y determinación para afrontar la nueva realidad, sino algo previo: era la misma esencia del sistema dominante, que no permitía tomar esas urgentes decisiones ni dar los pasos necesarios. Todos aquellos que defendían el sistema sabían que enfrentar la crisis requería la transformación radical de este y no estaban dispuestos a ello pues eso exigiría, entre otras medidas, redistribuir su riqueza, lujos y privilegios.
Por eso la selva seguía en llamas y se empequeñecían las condiciones para la Vida digna de las mayorías, al tiempo que se hipotecaba la de las generaciones futuras.
Mientras, el jardín ya se poblaba de malas hierbas.