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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

¡Qué grande la herencia de Almudena!

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Ocurrió a principios de octubre de 2010, tras la muerte de José Antonio Labordeta. Las calles de Zaragoza se llenaron de gente para homenajear públicamente al cantautor fallecido, soltando al viento sus canciones. Ha vuelto a ocurrir estos últimos días, tras la muerte de Almudena Grandes. Centenares de personas se congregaron, el día de su entierro, en el Cementerio Civil de Madrid y exhibieron con orgullo los libros de la escritora, leyendo abundantes fragmentos escogidos de entre sus páginas. Son acontecimientos distanciados en el tiempo, aunque unidos por una fuerte carga simbólica generadora de esperanza. Entre otras razones, porque nos hablan de una España que merecería estar más y mejor publicitada que esa otra que siempre sale en blanco y negro y tanto nos deprime. 

Una España que desea salir de los colores tristísimos de un pasado inquietantemente añorado por buena parte del país; que no quiere, por eso mismo, olvidarse de los olvidados de siempre; que no necesita defenderse de los pobres ni de los niños más vulnerables para vivir con más seguridad; ni habla obscenamente de los “sablazos fiscales” para oponerse a las políticas de solidaridad y reconstrucción social; ni exalta los derechos individuales de las personas para olvidar sus derechos sociales; ni dogmatiza sobre cómo nuestros cuerpos deben conjugar el verbo amar; ni se obsesiona con una ETA fuera de la circulación para negar la memoria que se debe a las víctimas del franquismo; ni comparte que haya quienes, aliándose con la extrema derecha, se arroguen el monopolio de poder decidir cuáles son los Gobiernos verdaderamente legítimos.

Ni comparte, por eso mismo, las obsesiones anticomunistas de unas derechas tan olvidadizas, que ya no quieren recordar el papel que tuvo Santiago Carrillo en la recuperación de la democracia. Como no recuerdan el arrobamiento con que acogieron a Julio Anguita, cuando había que perjudicar al PSOE; y han olvidado, igualmente, que fue un poeta comunista, Miguel Hernández, condenado a muerte por el régimen de Franco, quien escribió ese poema (“Para la libertad sangro, lucho, pervivo”), que, Serrat mediante, fue durante años el emblema que unió a gente de ideología diversa en el combate común al terrorismo.

Afortunadamente, hay otra España que no quiere que le quiten la memoria, ni la pasada ni la más reciente. El país de ciudadanos y ciudadanas que quieren seguir viviendo juntos, siendo a la vez distintos, libres e iguales en derechos. Y rinden el agradecimiento y homenaje debidos a quienes mejor han sabido interpretarlos, en sus ansias de libertad, de bienestar y de un progreso basado en la dignidad de las personas.

Afortunadamente, hay otra España que no quiere que le quiten la memoria, ni la pasada ni la más reciente

Y lo hacen llenando las calles de canciones, de poemas y lecturas escogidas. Esos libros que, en el entierro de Almudena Grandes, se alzaban con la determinación que da el convencimiento hacían el papel de muros contra la desmemoria, la estulticia, el odio, la mentira, la perpetuación de la desigualdad y de la desvergüenza con que nos envuelven a diario las fuerzas oscuras que tratan de volver a lo peor de nuestra historia, para que los perdedores de siempre no dejen de seguir siéndolo.

Aquel hermoso acto simbólico reactualizaba el “No pasarán” de otros tiempos, en su defensa de la cultura frente a la barbarie. Porque no es muy corriente, en el momento que vivimos, que sean los libros, y su lectura, los que tomen la palabra (y nunca mejor dicho) en el homenaje público a una escritora que ha dejado, con su obra, una herencia política de gran valor en este país: una potente comunidad de lectores (y presiento que bastante más de lectoras) que, por el hecho de serlo, valoran el pensamiento, la imaginación y la belleza; y resultan más difíciles de manipular y controlar por la soberbia de ese capitalismo tecnológico que nos impone lo que hay que pensar y cómo tenemos que vivir para que lleguemos a ser  algorítmicamente correctos.

Resulta un verdadero alivio que, por vez primera en mucho tiempo, el homenaje a una persona admirada se convierta en pretexto para que, en el espacio público, sean los libros los que resten protagonismo a la visibilidad, a ratos agobiante, de los móviles. Viendo algo tan reconfortante, uno puede recuperar algo el optimismo que se necesita para respirar mejor. Y se pregunta esperanzado si no empezará a haber un cambio de tendencia en los usos y costumbres culturales de la sociedad española. Si así fuera, se estaría contribuyendo muy positivamente a retardar el cumplimiento de esa fúnebre y hasta ahora bastante creíble profecía del filósofo Emilio Lledó: “El día en que nuestros ojos, alumbrados únicamente por los fogonazos de los esperpentos electrónicos, de imágenes desde la nada, deje de añorar la serena visión de las letras habrá empezado, otra vez, la edad oscura de la piedra”. 

Ocurrió a principios de octubre de 2010, tras la muerte de José Antonio Labordeta. Las calles de Zaragoza se llenaron de gente para homenajear públicamente al cantautor fallecido, soltando al viento sus canciones. Ha vuelto a ocurrir estos últimos días, tras la muerte de Almudena Grandes. Centenares de personas se congregaron, el día de su entierro, en el Cementerio Civil de Madrid y exhibieron con orgullo los libros de la escritora, leyendo abundantes fragmentos escogidos de entre sus páginas. Son acontecimientos distanciados en el tiempo, aunque unidos por una fuerte carga simbólica generadora de esperanza. Entre otras razones, porque nos hablan de una España que merecería estar más y mejor publicitada que esa otra que siempre sale en blanco y negro y tanto nos deprime. 

Una España que desea salir de los colores tristísimos de un pasado inquietantemente añorado por buena parte del país; que no quiere, por eso mismo, olvidarse de los olvidados de siempre; que no necesita defenderse de los pobres ni de los niños más vulnerables para vivir con más seguridad; ni habla obscenamente de los “sablazos fiscales” para oponerse a las políticas de solidaridad y reconstrucción social; ni exalta los derechos individuales de las personas para olvidar sus derechos sociales; ni dogmatiza sobre cómo nuestros cuerpos deben conjugar el verbo amar; ni se obsesiona con una ETA fuera de la circulación para negar la memoria que se debe a las víctimas del franquismo; ni comparte que haya quienes, aliándose con la extrema derecha, se arroguen el monopolio de poder decidir cuáles son los Gobiernos verdaderamente legítimos.