Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Hay un elefante identitario en la habitación de la izquierda
La irrupción de las políticas identitarias en el debate público es un hecho que ninguna organización que aspire a influir socialmente o a transformar el estado de las cosas puede obviar. La controversia no radica en si se trata de una cuestión más propia de las derechas o de las izquierdas; sino en cómo abordar, desde una perspectiva emancipatoria, este reto político abierto en las sociedades posmodernas que se manifiesta en términos culturales.
Definimos política de la identidad como aquella que concibe el sujeto político en función de las características identitarias del grupo al que apela. Sea el color de la piel, etnia, nacionalidad, género, orientación sexual, etc.; pero más allá de esta condición, lo que determina una política identitaria es su reivindicación de la particularidad; o sea, el hecho de que su objetivo último es la defensa de la unicidad de una comunidad 'separada' del resto que posee (debe poseer) unos derechos específicos por su condición identitaria. En lo relativo a la transformación de la sociedad, ha quedado demostrado que las políticas de la identidad no funcionan como un factor aglutinador de las diferentes luchas, sino como una fuerza centrífuga que prioriza el reconocimiento de las identidades a la igualdad social.
Esos 'derechos' basados en la identidad no tienen nada que ver con los que resultan de las políticas de discriminación positiva, destinados a favorecer a un grupo para corregir una situación de agravio; sino que son 'derechos' cuyo fundamento es la negación de la posibilidad de un proyecto político que contemple la universalidad humana. En teoría, las políticas de discriminación positiva tienen un carácter provisional en la medida en que, una vez resuelto el conflicto, dejan de tener justificación. Las políticas de la identidad, sin embargo, tienen la peculiaridad de querer convertir en permanente esta situación provisional; es decir, su objetivo último no es la igualdad, o poner fin a una discriminación; sino definir la comunidad política sobre la base de las señas identitarias de un grupo determinado.
En este sentido, no se trata de que las políticas de la identidad pertenezcan a una especie de campo simbólico en contraposición a las políticas redistributivas cuya reivindicación son unas condiciones materiales dignas de existencia. No. El principal rasgo definitorio de las políticas de la identidad es que se contraponen a una concepción universalista de la política y, por tanto, rechazan la existencia de unos valores comunes fuera del marco identitario.
Y es que las políticas de redistribución también pueden adquirir una dimensión simbólica cuando, por ejemplo, una persona de origen humilde, sin estudios superiores, de baja renta, ocupa la presidencia de un gobierno. Por otra parte, la desigualdad manifiesta en el acceso a los recursos por parte de las llamadas minorías es un hecho material y cuantificable y tiene que ver con su salud, su educación, su trabajo.
El problema de las políticas identitarias no es quién conforma el sujeto político en sí, sino qué es el sujeto político para ellas. Frente a los grandes aglutinadores históricos que han servido para transformar la sociedad en su conjunto, las mujeres en el caso del feminismo, los negros en el caso de los derechos civiles; las políticas identitarias proponen el difuso concepto de “identidades disidentes” que se oponen a un simbólico hombre blanco y occidental cuyo medio de dominación deriva fundamentalmente de un privilegio cultural. La mayor aportación de esta corriente ideológica es señalar a ese 'otro' simbólico como causante de todo mal; lo que, a su vez, comporta una especie de bula para confrontar su responsabilidad, por pertenecer a una minoría oprimida, a la hora de cuestionar sus relaciones cotidianas. Su concepción de la política no radica en el hacer, sino en el ser.
Las políticas identitarias les facilitan la campaña a liberales, alt-right, ultraderecha y todo ese espectro sociológico que conforma/aglutina a las fuerzas de la reacción. Y es que sus estrategas, agitadores y propagandistas (desde Le Pen a UTBH), tan solo tienen que apelar a la resistencia, cuasi instintiva, de gente a la que se le exige penitencia por estar tocada por una identidad específica que constituiría una especie de pecado original.
Para empezar a desatar este nudo gordiano debemos definir unos valores humanos compartidos sin la intermediación de redes sociales, plataformas digitales, y algunos departamentos políticos de ciertas universidades norteamericanas. Es decir, debemos entender que la definición de estos valores vendrá necesariamente de las relaciones igualitarias que intentamos construir desde abajo; en la casa, en el trabajo y en el barrio.
La irrupción de las políticas identitarias en el debate público es un hecho que ninguna organización que aspire a influir socialmente o a transformar el estado de las cosas puede obviar. La controversia no radica en si se trata de una cuestión más propia de las derechas o de las izquierdas; sino en cómo abordar, desde una perspectiva emancipatoria, este reto político abierto en las sociedades posmodernas que se manifiesta en términos culturales.
Definimos política de la identidad como aquella que concibe el sujeto político en función de las características identitarias del grupo al que apela. Sea el color de la piel, etnia, nacionalidad, género, orientación sexual, etc.; pero más allá de esta condición, lo que determina una política identitaria es su reivindicación de la particularidad; o sea, el hecho de que su objetivo último es la defensa de la unicidad de una comunidad 'separada' del resto que posee (debe poseer) unos derechos específicos por su condición identitaria. En lo relativo a la transformación de la sociedad, ha quedado demostrado que las políticas de la identidad no funcionan como un factor aglutinador de las diferentes luchas, sino como una fuerza centrífuga que prioriza el reconocimiento de las identidades a la igualdad social.