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La insoportable levedad de los economistas
“Los economistas deslumbran a los legisladores y burócratas con sus sofisticadas matemáticas, aun cuando se sirven de ello para envolver un pensamiento político tosco con resultados potencialmente desastrosos”. La cita corresponde al libro La ética de la autenticidad del filósofo Charles Taylor, en concreto al capítulo en el que bajo el título de La jaula de hierro se refiere a esa auténtica apisonadora que es la racionalidad instrumental al servicio de la eficiencia económica, que a la persona de la calle le llega hoy no bajo la autoridad de Weber, Descartes o Bacon sino del acrónimo Tina: there is no alternative. En una sociedad capitalista es imposible volver la espalda a la racionalidad económica, y el filósofo canadiense lo sabía, pero albergaba la idea de que no puede sostenerse la visión de una sociedad como una suerte de destino de hierro. En este tiempo de grandes dilemas sociales que ponen en jaque la vida de la humanidad y la vida del planeta su esperanza se nos antoja como la verdadera racionalidad indiscutible y al mismo tiempo comprendemos mejor su desdén por los economistas tan aficionados a leyes de hierro o de bronce.
A la ciencia lúgubre no se le puede reprochar su énfasis en la necesidad y el esfuerzo para subvenirla porque es la cruda realidad; después de todo, como un grupo de economistas titula un conocido blog “nada es gratis” y todos lo sabemos. Pero otra cosa muy distinta ocurre cuando los que ofician la ciencia se ponen a elaborar leyes revestidas de esas sofisticadas matemáticas que incomodaban a Taylor. La teoría neoclásica de la distribución, por empezar con un ejemplo importante, es sencillamente falsa, algo reconocido por el propio Paul Samuelson, el auténtico padre de la ortodoxia, nada menos que en 1966. Pero los muertos que mataron los keynesianos británicos en la controversia del capital gozan de excelente salud en los libros de texto medio siglo después. ¿La razón? Seguramente ese aire panglosiano de una ley que retribuye a cada factor con su productividad: uno se puede imaginar al alto ejecutivo con su multimillonaria retribución (de hasta trescientas veces el salario medio frente a la escala de 1 a 5 del sector público o cooperativo) exclamando ¡hay que ver qué productividad marginal tengo!
Para continuar, durante décadas, las más sofisticadas matemáticas se pusieron al servicio de la Teoría del equilibrio general, cuyo modelo hace colapsar el futuro en el presente y la incertidumbre en certidumbre porque todo bien tiene un precio actual para cualquier futuro posible. Antes de encontrar la solución los agentes conocen hoy la información que obtendrán en el futuro y no existe ni el dinero ni la liquidez. Si el mundo fuera así, ¡qué quimera!, se alcanzaría un óptimo y otra gran victoria para el doctor Pangloss, eso sí, a cuenta de la mayor falacia epistémica que uno se puede imaginar. Y así podríamos continuar viendo cómo los principales libros de texto siguen dibujando un mercado de trabajo que si no se ajusta es por la rigidez de los salarios, modelos de crecimiento según los cuales hace décadas deberíamos haber llegado todos al estado estacionario, teorías monetarias como la de los fondos prestables o un mágico monetarismo que relaciona directamente dinero y precios. Una vez Keynes fue vuelto completamente del revés, llegó el momento cumbre de este estado de cosas cuando el premio Nobel Robert Lucas dijo que la tendencia más dañina y venenosa para una buena teoría es centrarse en la cuestión de la distribución y cuando justo antes de la Gran Recesión aseguró que el problema de la depresión había sido resuelto.
Pero por grave que sea la sospecha de que la economía esté funcionando como ideología encubierta y la constatación de que esté aferrada a teorías falsas, lo es todavía más que siga dando la espalda a la advertencia de Karl Polanyi en La gran transformación de que las personas, la naturaleza y el dinero no pueden ser tratados con mecanismos del puro mercado. Sobre el dinero, baste decir que en Europa hemos sufrido una dura prueba con las nefastas consecuencias del fundamentalismo monetario en el que se basa el diseño y funcionamiento del BCE, afortunadamente corregido parcialmente a partir de 2012; y que todavía hoy la deuda siga creciendo de forma incontrolada y la fragilidad y complejidad del sistema financiero constituya una enorme amenaza para la economía real. Si quieren saber de todo ello no acudan a los principales académicos sino a los insiders como Ray Dalio en su Debt Crisis o Michael Howell en su Capital Wars, les aseguro que les dejará hondamente preocupados porque además sabemos que las finanzas son el paradigma de sistema complejo no lineal e incluso caótico que nada tiene que ver con el modelo de equilibrio de la ortodoxia.
Sobre las personas, basta apelar al binomio paro-desigualdades que es la seña de identidad de la etapa neoliberal desde 1980 tras la llamada era fordista y las dificultades que las mismas arrostran debido a la aceleración tecnológica y el cambio de actividades. Y en fin qué decir sobre la naturaleza, que ha sido totalmente invisible para la teoría económica y sobre la que todavía gravita la fantasía de que puede ser abordada mediante mecanismos de mercado y no de estricta regulación.
Vivimos en el apogeo de enormes dilemas sociales que, siguiendo la generalización del dilema del prisionero, se caracterizan por un daño colectivo auto-inflingido porque las soluciones win-win resultan imposibilitadas por la estructura de incentivos de los actores. Y es que la diferenciación funcional hace que los distintos sistemas vivan de espaldas los unos a los otros: el sistema financiero, de la economía real; la economía en su conjunto de la naturaleza y de la sociedad; la salud, de la economía y de la vida social. Precisamente, la pandemia de la COVID-19 nos está brindando una lección sobre las terribles consecuencias de esos dilemas sociales para el mundo de la vida. Nos enfrentamos a la dificultad de reconducir el juego de los actores hacia la cooperación en un escenario de fiero individualismo que se refugia en la lógica interior de cada uno de los sistemas o subsistemas. Incluso observamos la tentación de emprender una huida hacia adelante enarbolando una falsa idea de la libertad y bajo la supremacía del imperativo económico.
Por supuesto se trata de una salida falsa y de un camino que se dirige hacia el desastre, porque es evidente que lo que se requiere es coordinación y cooperación, que sólo pueden venir de la mano de las políticas públicas. Esto no es nuevo porque la historia nos revela cómo el capitalismo ha requerido del desarrollo de un poderoso sector público. Es posible que desde la hora presente y de cara al futuro ese sector no deba crecer ya en el sentido de su tamaño económico sino en su capacidad de regular y de diseñar sistemas de incentivos que enfrenten de raíz esos dilemas sociales. Pero no nos engañemos, en estas latitudes el sector público todavía no ha llegado a implantar plenamente los mecanismos económicos para afrontar los viejos dilemas sociales, de ahí su debilidad en el ámbito de la protección social, la familia, las políticas activas de empleo, por no citar las carencias que subsisten en pensiones, vivienda, educación o salud.
Por eso resulta inquietante el cariz del discurso de los economistas ante los nuevos desafíos. Por supuesto, no recuerdo que haya habido nunca un buen momento para subir los impuestos, pero es que ahora se nos advierte además de que si se mira bien ya son demasiado elevados (La insoportable levedad del índice de presión fiscal), porque si se pondera la presión fiscal (ese 35% que es siete puntos inferior a Europa) por el nivel de renta per cápita resulta que España se sitúa junto a otros países mediterráneos a la cabeza del concepto de sacrificio fiscal. El feminismo nos ha enseñado a prestar atención al lenguaje y efectivamente aquí el término se las trae: es como si los tributos los cobrara “el hombre del saco”, cuando no son sino el trasunto de los servicios cuya provisión hemos decidido organizar de forma colectiva. Pero es que además se olvida que esa presión fiscal de España hoy es la que tenían los países europeos (Austria, Bélgica, Finlandia, Alemania, Francia, Holanda) allá por el año 1975, cuando hoy la renta per cápita de España es un 40% superior a la que entonces tenían esos países. Los que conocimos ya en la edad adulta aquella realidad de 1975, cuando la presión fiscal era del 16%, apreciamos en toda su dimensión el significado de la modernización que ha tenido lugar, pero también que se trata de un proceso que no ha concluido. Está claro que hay quien no quiere concluirlo, pero hay que ser honestos y reconocer que eso supone volver la espalda al modelo europeo y arrostrar unas consecuencias claras por los desequilibrios que resultan de los dilemas sociales.
Desgraciadamente, como advirtiera John Kenneth Galbraith en 1958: “El enemigo de la sabiduría convencional no son las ideas sino la marcha de los acontecimientos”. Eso tiene un gran coste, como muestra lo vivido y lo que viene, por eso los economistas deberían reconocer que su disciplina tiene que ser reconstruida desde la base para adecuarla al tiempo histórico presente. Y no sólo eso, ellos y los demás científicos, sociales o no, deben de cooperar bajo un enfoque transdisciplinar para hacer posible que las políticas públicas tengan éxito al enfrentar los enormes y nuevos dilemas sociales del siglo XXI.
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