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Julio Camba. Ni en broma ni en serio

En un mundo anterior a la monotonía tecnológica, los corresponsales de prensa tenían una función específica que, además de entretenida, estaba, por lo general, bastante bien pagada: describir no solo los acontecimientos políticos sino también la vida cotidiana de los habitantes y de los países que visitaban. Julio Camba fue un magnífico corresponsal de prensa en un tiempo en el que en este país había casi tantos corresponsales de prensa como militares, limpiabotas, párrocos de aldea o malos banderilleros, pero hubiese sido un diplomático extraordinario ya que, según cuentan, jugaba mucho y muy bien al poquer, disfrutaba abiertamente de los placeres culinarios y tenía una decidida vocación de residente de hotel lujoso.

Tras hacerse notar en su juventud con artículos radicales, de un anarquismo muy español, o sea, como de cascarrabias prematuramente envejecido y profundamente individualista, pasó a convertirse en un escritor burgués muy al estilo británico de la época, o sea, conservador, irónico, malicioso, bien trajeado, bien comido, bien bebido, de una profundidad superficial que se demora más en la descripción de los utensilios de cocina que en las grandes gesticulaciones de las pasiones humanas y, siempre, mucho más propenso a la burla que a la sentencia filosófica. Los gallegos en general, pero sobre todo los escritores gallegos, por proximidad geográfica, sospecho, cuando no acaban de dependientes de almacén en alguna multitudinaria ciudad sudamericana, siempre han tendido mucho hacia la liturgia británica, la música celta, el tedio provinciano y lluvioso y el gin tonic con muletilla sarcástica.

El localismo excesivo del gallego, localismo que Alvaro Cunqueiro, por ejemplo, lo pobló de ángeles y erudición, lo sorteó Julio Camba recorriendo las calles de Estambul, Munich, Paris, Londres y Nueva York para contarlo en las páginas de los periódicos más importantes de la época: “España Nueva”, “El Imparcial” y el “ABC”, entre otros. Lo que importa es lo que se come, lo que se escucha en la calle, lo que se comenta en los bares, el horario de los trenes, los árboles que crecen en los parques municipales y las tonterías que dicen las personas cuando ya se han bebido el tercer whisky del día.

Las naciones no las conforman ni las razas ni los idiomas ni las religiones y mucho menos sus instituciones, sino los individuos de distinto temperamento. “Yo no soy celta. Soy sencillamente un hombre nervioso y, en vez de unirme a un celta sanguíneo, prefiero hacerlo a un ibero de mi mismo temperamento. ¿Por qué no han de asociarse los hombres por temperamento en vez de hacerlo por razas o por religiones?. Ello sería, indudablemente, mucho más científico, y yo no desespero de ver como algún día se declara una gran guerra intercontinental de biliosos contra linfáticos”.

Los camareros de los cafés y las dependientas de las mercerías dicen más de un país, lo representan mucho mejor, que todos los discursos de los políticos, los generales, los obispos, los académicos de la lengua y los tertulianos de la televisión hambrientos de dinero y notoriedad. Escribir los artículos periodísticos desde esta perspectiva, ni muy en serio ni muy en broma, sino desde la distancia escéptica de quien ya sabe que en el periodismo se describe lo que permanece, aunque, en realidad, como cualquiera que haya superado la adolescencia ya ha percibido, nada, absolutamente nada, permanece más allá de un instante, de un mínimo y fugaz parpadeo. Esa fue la máxima vital de Julio Camba.

En un mundo anterior a la monotonía tecnológica, los corresponsales de prensa tenían una función específica que, además de entretenida, estaba, por lo general, bastante bien pagada: describir no solo los acontecimientos políticos sino también la vida cotidiana de los habitantes y de los países que visitaban. Julio Camba fue un magnífico corresponsal de prensa en un tiempo en el que en este país había casi tantos corresponsales de prensa como militares, limpiabotas, párrocos de aldea o malos banderilleros, pero hubiese sido un diplomático extraordinario ya que, según cuentan, jugaba mucho y muy bien al poquer, disfrutaba abiertamente de los placeres culinarios y tenía una decidida vocación de residente de hotel lujoso.

Tras hacerse notar en su juventud con artículos radicales, de un anarquismo muy español, o sea, como de cascarrabias prematuramente envejecido y profundamente individualista, pasó a convertirse en un escritor burgués muy al estilo británico de la época, o sea, conservador, irónico, malicioso, bien trajeado, bien comido, bien bebido, de una profundidad superficial que se demora más en la descripción de los utensilios de cocina que en las grandes gesticulaciones de las pasiones humanas y, siempre, mucho más propenso a la burla que a la sentencia filosófica. Los gallegos en general, pero sobre todo los escritores gallegos, por proximidad geográfica, sospecho, cuando no acaban de dependientes de almacén en alguna multitudinaria ciudad sudamericana, siempre han tendido mucho hacia la liturgia británica, la música celta, el tedio provinciano y lluvioso y el gin tonic con muletilla sarcástica.