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Lectura de Larra
El desengaño precoz de Larra impresiona, siendo como era el periodista más conocido y respetado de su tiempo, aunque se ajusta a una época en la que España, como de costumbre, estaba metida de lleno en la abulia casi medieval de sus clases dirigentes y en la habitual indiferencia de las clases populares hacia todo lo que pudiera considerarse refinado, distinguido, tanto intelectual como artísticamente.La indiferencia española hacia las personas más brillantes, más ilustradas, de cualquiera de sus épocas es lo que siempre nos ha situado lejos, muy lejos de Europa.
Larra regresa a España desde Francia en el año 1836 para vivir un último año de vida plagada de frustraciones, no solo sentimentales, como es bien conocido, sino también relacionadas con la pérdida de su acta de diputado por Ávila tras el motín de La Granja que exige a Isabel II la proclamación de la Constitución de 1812 y la caída del gabinete de Isturiz. En uno de sus últimos artículos publicados dice: “escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?”.
Nadie escucha. En este país de individualistas retribuidos por el Estado nadie ha escuchado nunca. Nadie. Porque tanto los que despojan como los que son despojados han tenido siempre el propósito, el entusiasmo ciego, de vencer, de machacar, de aniquilar al contrario. Ningún otro. Tal vez porque en esta tierra de curas, moscas, palillos en la comisura de los labios y formidables iglesias alzadas sobre minúsculos montículos rurales, todo lo que sea ponerse de acuerdo en algo, por mínimo que fuera, siempre se ha considerado un acto de cobardía, de poca virilidad, una concesión impropia para quienes están acostumbrados a reafirmar su hombría despreciando cuánto se ignora.
La práctica de la dialéctica se concibe en este polvoriento territorio como un ejercicio para cursis desocupados, cuando no en una ocasión propicia para humillar al contrario. Lo propio en la España eterna, la del sepulcro del Cid, los generales sanguinarios y los garrotazos de Goya, es situarse bien erguido junto a la barra de un tugurio cualquiera, carraspear con estrépito, colocarse, luego, la mano derecha sobre los atributos masculinos y, mientras estos son fuertemente apretados, afirmar con una contundencia vociferante, brutal y expeditiva que las cosas son así y lo son “por mis cojones”. Y olé. Durante esta legislatura, por ejemplo, nuestro último gobierno ha practicado esta contundencia con un oficio, una chulería y una brillantez, la verdad, digna de admiración.
El desengaño precoz de Larra impresiona, siendo como era el periodista más conocido y respetado de su tiempo, aunque se ajusta a una época en la que España, como de costumbre, estaba metida de lleno en la abulia casi medieval de sus clases dirigentes y en la habitual indiferencia de las clases populares hacia todo lo que pudiera considerarse refinado, distinguido, tanto intelectual como artísticamente.La indiferencia española hacia las personas más brillantes, más ilustradas, de cualquiera de sus épocas es lo que siempre nos ha situado lejos, muy lejos de Europa.
Larra regresa a España desde Francia en el año 1836 para vivir un último año de vida plagada de frustraciones, no solo sentimentales, como es bien conocido, sino también relacionadas con la pérdida de su acta de diputado por Ávila tras el motín de La Granja que exige a Isabel II la proclamación de la Constitución de 1812 y la caída del gabinete de Isturiz. En uno de sus últimos artículos publicados dice: “escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?”.