Blogs Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Libertad y paternalismo

El poder público interviene en ocasiones sobre la conducta de los individuos para prohibirles o imponerles determinados comportamientos que, en principio, parecería que atañen sólo a la vida privada de esos mismos individuos. Se trata de comportamientos que no causan daño a ningún otro miembro de la sociedad, y por ello la causa de la intervención del Estado es sólo el propio bien del individuo afectado. Se le obliga a hacer algo (usar el cinturón de seguridad, contribuir a su futura pensión) o se le impide hacer algo (usar burka, consumir drogas) por su propio bien. Es la componente paternalista del poder que, por mucho que el nombre de paternalismo no sea del gusto contemporáneo, tiene un ámbito de aplicación bastante amplio.

En principio, el paternalismo atenta al principio de libertad individual que de manera señera definió John S. Mill al decir que el propio bien de una persona nunca es causa bastante para que los demás le impongan una conducta positiva o negativa. Teniendo muy en cuenta, añadía, que nadie es mejor juez que uno mismo con respecto a lo que daña o no daña los propios intereses, de manera que ni la humanidad completa puede decir a nadie que, porque conoce su interés mejor que él mismo, debe obedecer una norma dictada para su bien.

Para escapar de la chirriante contradicción entre el principio de libertad y el paternalismo la estrategia intelectual más común es la de poner en evidencia que, empíricamente hablando, no es cierto que el individuo sea el mejor juez de su propio interés. Más bien lo contrario, se afirma, casi siempre puede demostrarse que hay mejores conocedores de lo que nos conviene que nosotros mismos: los sabios, los expertos, los lúcidos, la mayoría, el sentido común, etcétera. El individuo se equivoca respecto a su propio interés con mucha frecuencia y por muchas razones, sean éstas sus limitaciones cognitivas, los marcos culturales en los que forma sus juicios, la impaciencia, el deseo de satisfacción inmediata, etc.

Así, una vez establecido que el individuo no sabe realmente cuál es su bien, porque carece de esclarecimiento y amplitud de miras suficientes, es fácil concluir que no es realmente libre al actuar como dice que quiere actuar. Es una libertad defectuosa, porque se basa en una comprensión inadecuada de todos los factores en juego. La musulmana que se empeña en encerrarse en un burka, la mujer que se obstina en vivir de la prostitución, el conductor que se niega a colocarse el cinturón, el sujeto que quiere drogarse hasta la estupefacción…, no están ejercitando una libertad real sino substituyendo lo que dice un juicio esclarecido sobre su propio interés por los condicionamientos culturales o el capricho irreflexivo. Y, por eso mismo, forzarles no es atentar a su libertad, sino darles una libertad más verdadera que la que ellos llaman así.

En este sentido, Gerald Dworkin justifica el paternalismo precisamente en el “consentimiento hipotético” del sujeto reprimido: en realidad, dice, nadie estaría en contra de una medida que cualquier persona racional considera apropiada y necesaria para proteger los intereses más dignos del sujeto humano y, por tanto, si el sujeto poseyera toda esa racionalidad daría su consentimiento a la medida. Y, llevado el argumento a su extremo desarrollo, Garzón Valdés dice que, en último término, la persona que rechaza una medida que es racional y razonable para su propio bien (de acuerdo con parámetros establecidos por una ética esclarecida e imparcial) demuestra de hecho que es un “incompetente básico” y, por ello mismo, puede ser coaccionado. Igual que puede ser coaccionado el niño o el demente, por su incompetencia para identificar adecuadamente su propio bien y poner los medios más eficientes para obtenerlo. Si los incompetentes no lo fueran… estarían encantados de asentir a la conducta que se les exige.

Lo que sucede es que toda esta estrategia intelectual basada en demostrar que en muchas ocasiones el sujeto no es el mejor juez de su propio interés equivoca su blanco. ¡Claro que sí, claro que puede comprobarse que otros decidirían mejor que yo mi propio interés! Esto es algo casi obvio para cualquier observador. Pero es que, como dice Robert Dahl, el principio del mejor juez no es una afirmación empírica, sino un axioma de presunción obligatoria para poder construir una teoría de la libertad o de la democracia. Aunque no sea cierto en la realidad. Porque su alternativa, admitir que puedan decidir los que saben mejor y porque saben mejor, nos lleva al final a la supresión de la libertad individual y, con ella, del fundamento de la democracia como régimen político. “Todos los errores que el individuo pueda cometer en contra del consejo y la advertencia están contrarrestados por el mal de permitir a otros que lo obliguen a hacer aquello que consideran que es su bien”, advirtió John S. Mill. Y es que deberíamos prestar mucha atención a ese “mejor” de su principio: no dijo que el individuo fuera un buen juez de su interés, lo que dijo es que era el mejor (el menos malo). Con lo cual apuntaba a una realidad que la historia demuestra inexorable: si permitimos a otros determinar cuál es nuestro mejor interés, al final éste saldrá perjudicado y se sobrepondrá el interés de los que deciden.

La libertad es también la libertad de equivocarse, la libertad de actuar de manera errónea o estrafalaria, la libertad de destruirse. Y la humanidad sale ganando si permite que cada cual viva como le parezca bien y no le obliga a vivir como le parece bien al resto.

Al final, mucho me temo, no existe estrategia intelectual, ética o jurídica, capaz de suprimir la clamorosa contradicción entre la libertad individual y el paternalismo de los regímenes actuales. Conviene no olvidarlo y saber vivir con esa contradicción. Y, sobre todo, no caer por la pendiente resbaladiza de intervenir y prohibir más y más con el simple argumento de que algunos o algunas no saben cuál es su bien y su libertad. Y nosotros sí. Cuidado.

El poder público interviene en ocasiones sobre la conducta de los individuos para prohibirles o imponerles determinados comportamientos que, en principio, parecería que atañen sólo a la vida privada de esos mismos individuos. Se trata de comportamientos que no causan daño a ningún otro miembro de la sociedad, y por ello la causa de la intervención del Estado es sólo el propio bien del individuo afectado. Se le obliga a hacer algo (usar el cinturón de seguridad, contribuir a su futura pensión) o se le impide hacer algo (usar burka, consumir drogas) por su propio bien. Es la componente paternalista del poder que, por mucho que el nombre de paternalismo no sea del gusto contemporáneo, tiene un ámbito de aplicación bastante amplio.

En principio, el paternalismo atenta al principio de libertad individual que de manera señera definió John S. Mill al decir que el propio bien de una persona nunca es causa bastante para que los demás le impongan una conducta positiva o negativa. Teniendo muy en cuenta, añadía, que nadie es mejor juez que uno mismo con respecto a lo que daña o no daña los propios intereses, de manera que ni la humanidad completa puede decir a nadie que, porque conoce su interés mejor que él mismo, debe obedecer una norma dictada para su bien.