Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Los localistas
La tendencia a la aldea. El localismo. En este país nuestro hay mucha gente que no tiene el más mínimo interés por nada que no sea su pueblo, que apenas habla de otra cosa, que viaja a disgusto, que no siente la menor curiosidad por aquello que ocurre más allá de su territorio y que tiende a concentrarse en el pueblo donde ha nacido o donde ha establecido favorablemente la residencia. Son los localistas. Los hombres y las mujeres que han decidido limitarse el mundo porque en el mundo no hay mejores zanahorias, mejores puestas de sol, guisantes tan bien redondeados o tormentas de verano tan espectaculares como las que su pueblo produce. En fin, todo esto acostumbra a ser siempre muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil, pero, bueno, en nuestro país, salvo todo aquello que trata de remediar la tremenda deblace social provocada por los delincuentes que actualmente nos gobiernan, viene a resultar, de un tiempo a esta parte, muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil. En fin, lo curioso de los localistas, que es a lo que estamos, es que nunca aceptan una crítica respecto a la excelencia de sus lechugas, de sus tascas, de sus árboles o de sus opiniones. No la aceptan porque la única conclusión que han sacado de esta desquiciada vida es que su pueblo es el mejor de los pueblos posibles, la quintaesencia de la belleza, del bienestar, de la perfección; en definitiva, la maravilla de las maravillas.
Los localistas tienen un defecto bastante acusado: el de desorbitar constantemente sus sentimientos. Lo hinchan todo. Las patatas de su pueblo son las patatas más grandes del planeta, los tomates los más sabrosos, la leche de sus vacas la más saludable y los héroes locales los más valientes, los más aguerridos de la historia. Los localistas, con todo lo inofensivos que parecen, suelen ser los autores de casi todas las peleas que ha habido entre pueblos vecinos y nuestra historia, desgraciadamente, está plagada de riñas vecinales, garrotazos fronterizos, disputas pueblerinas y otros diversos rencores.
Josep Pla decía que somos un país de hambrientos, onanistas y perturbados. Tengo la impresión que con el paso de los años, además de hambrientos, onanistas y perturbados, también nos hemos convertido en un país de localistas. El estado de las autonomías ha generado muchísimos localistas. Muchísimos. Muchos más que nacionalistas por extraño que pueda parecer, sobre todo en un territorio como el nuestro donde el nacionalismo político se ha adeñuado hasta de la fotosíntesis, las constelaciones estelares y los deportes tan minoritarios como el fútbol. Los políticos autonómicos descubrieron, hace ya tiempo, que para mantenerse en el poder debían fomentar la historia local en contraposición con la historia solidaria de España, pero no solo la historia sino también la cultura local, la danza, el deporte, la gastronomía, los refranes o los juegos florales, ninguneando, por ejemplo, a artistas nacionales de la dimensión de Buñuel, Pío Baroja, Machado, Paco de Lucía o Luis Cernuda para promocionar a los artistas que más empeño han puesto en elogiar las excelencias de la aldea donde establecieron o donde han establecido, favorablemente, su residencia. En definitiva, haciendo hincapié más en las diferencias que en las afinidades, los políticos autonómicos han terminado fomentado los localismos merced a la puesta en práctica de una política aldeana, corta de miras, demagógica y decididamente sentimental. Una política que nos ha situado donde ahora mismo estamos; o sea, en la total certeza de que los localistas, además de causar pena, son una de las cargas más pesadas que este ruidoso y trastornado país arrastra.
La tendencia a la aldea. El localismo. En este país nuestro hay mucha gente que no tiene el más mínimo interés por nada que no sea su pueblo, que apenas habla de otra cosa, que viaja a disgusto, que no siente la menor curiosidad por aquello que ocurre más allá de su territorio y que tiende a concentrarse en el pueblo donde ha nacido o donde ha establecido favorablemente la residencia. Son los localistas. Los hombres y las mujeres que han decidido limitarse el mundo porque en el mundo no hay mejores zanahorias, mejores puestas de sol, guisantes tan bien redondeados o tormentas de verano tan espectaculares como las que su pueblo produce. En fin, todo esto acostumbra a ser siempre muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil, pero, bueno, en nuestro país, salvo todo aquello que trata de remediar la tremenda deblace social provocada por los delincuentes que actualmente nos gobiernan, viene a resultar, de un tiempo a esta parte, muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil. En fin, lo curioso de los localistas, que es a lo que estamos, es que nunca aceptan una crítica respecto a la excelencia de sus lechugas, de sus tascas, de sus árboles o de sus opiniones. No la aceptan porque la única conclusión que han sacado de esta desquiciada vida es que su pueblo es el mejor de los pueblos posibles, la quintaesencia de la belleza, del bienestar, de la perfección; en definitiva, la maravilla de las maravillas.
Los localistas tienen un defecto bastante acusado: el de desorbitar constantemente sus sentimientos. Lo hinchan todo. Las patatas de su pueblo son las patatas más grandes del planeta, los tomates los más sabrosos, la leche de sus vacas la más saludable y los héroes locales los más valientes, los más aguerridos de la historia. Los localistas, con todo lo inofensivos que parecen, suelen ser los autores de casi todas las peleas que ha habido entre pueblos vecinos y nuestra historia, desgraciadamente, está plagada de riñas vecinales, garrotazos fronterizos, disputas pueblerinas y otros diversos rencores.