Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
María no era portuguesa
Resulta que la protagonista de la copla de Carlos Cano no era portuguesa y ni siquiera se llamaba María. Tamaño descubrimiento ha servido para desvelar otra historia paralela que, siendo más veraz, no es menos interesante que la que teníamos equivocadamente por original. La delicada frontera entre realidad y ficción –un clásico tanto de la literatura como de la existencia humana- ha cobrado en estos tiempos postmodernos naturaleza canónica: lo distintivo de nuestra contemporaneidad es que no existe tal linde, no se tiene en cuenta, se trasgrede de manera inmisericorde, como si fuera lo mismo la realidad y la ficción, lo que sabemos que ha ocurrido y lo que sabemos que es un cuento. Quizás la realidad es tan desasosegante y tan poco estimulante que, aun a sabiendas, preferimos, como los niños, creer en falsedades probadas. Ya lo dijo el sabio de El Roto: “¡Ya basta de realidades. Queremos promesas!”.
Si no fuera porque el cinismo ha calado hasta lo más profundo de nuestras sociedades, la vida sería invivible. Los alemanes orientales tenían muchos chistes para sobrevivir, del estilo de aquel de “ellos hacen como que nos pagan y nosotros como que trabajamos” o ese de que “en el capitalismo el hombre está explotado por el hombre, pero en el socialismo es al revés”. Nosotros no hacemos ni chistes porque, a diferencia de aquellos germanos, comunistas a la fuerza, no percibimos el neoliberalismo imperante como dictadura, como imposición a la que reaccionar, sino solo como ambiente, como escenario natural. Indiscutiblemente, han conquistado la hegemonía… por el momento.
Entonces, el cinismo, más que la indiferencia, es lo que nos permite sobrevivir. El cinismo interpretado como capacidad para interpretar el absurdo y para saber distinguir lo cierto de lo infame, pero aparentar a la vez un desdén por la diferencia casi de gentleman inglés. Tomemos el caso de Vueling y su penúltimo despropósito. Se presenta como un ejemplo de mala suerte, adversidad y algo de mala planificación heredada de la anterior directiva. Todos sabemos que eso es una mentira de principio a fin. Vueling vende más asientos de avión que aviones disponibles tiene. Para que le cuadren las cuentas no espera que se le mueran o lleguen tarde los pasajeros sobrantes. Eso sería una previsión natural. Solo espera que entiendan que no tienen sitio, que se han visto afectados por el “overbooking”. “Overbooking” no significa mal tiempo o accidente o cualquier imprevisión achacable a la naturaleza o al destino. No. “Overbooking” significa estafa: ofrecer y poner a la venta lo que no se tiene disponible para ello, vender humo. Eso es un delito, aquí y en cualquier sitio. Pero el civilizado ciudadano resignado a vivir el paraíso neoliberal prefiere interpretar “overbooking” como sinónimo de mala suerte, fatalidad, y no como lo que es: engaño, farsa y caos.
La realidad se construye ahora sobre el caos, pero de manera voluntaria, a sabiendas de que en el mismo prosperan quienes lo pueden explotar de alguna forma porque los explotados se van a resignar a tomarlo como natural. Lo de Vueling es solo un ejemplo de los que tenemos cada día. Nuestro trabajo es un caos que nos exige más esfuerzo y nos depara menos satisfacciones que nunca, a pesar de los avances tecnológicos y la mayor inteligencia de la mayoría. Se han desmontado a sabiendas todos los mecanismos que antaño nos ofrecían algún estímulo: solo porque ese factor era precisamente el que nos permitía controlar nuestra parte del proceso productivo, algo contradictorio con cualquier idea de explotación intensiva y unilateral. Pues igual que ocurre en el trabajo ocurre en el resto de la economía y de lo social: se sustrae la parte de autonomía de los sujetos, su posibilidad de controlar algo de su vida, también cualquier atisbo de lógica y colaboración en los procesos, y se envuelve todo en una explicación reiterada que confunde a sabiendas la verdad y la mentira.
El resultado previsible, como decía arriba, es que nos revolviéramos contra ello –no volviendo a montar en Vueling si alguna vez recobran “la normalidad”- o que presionáramos para el cambio. Pero eso no ocurre así: simplemente nos adaptamos al caos y la mentira adoptando una personalidad cínica. Incluso, peor, se reelabora intelectualmente esa renuncia y se trata de convertir en conquista. La filosofía del tiempo pretende hacernos colar lo indistinguible de la verdad y la mentira como un avance, como una posibilidad para hacer la realidad diferente de como es. Las recreaciones históricas de acontecimientos o la literatura de ficción se permiten alterar el resultado probado de los hechos, colocando a los tenidos por buenos en el pedestal de la victoria, aunque todos sepamos que perdieron. La historia, en esa excursión posmoderna, se identifica como un relato más, pero –y esto es lo difícilmente aceptable- del mismo nivel de veracidad que cualquier cuentito de viejas. La “memoria colectiva” se coloca impúdicamente por encima del rigor de la disciplina histórica y los recuerdos deformados por el tiempo y la conveniencia se priorizan frente a lo mucho o poco que fehacientemente sabemos de lo que ocurrió. Así nos luce el pelo.
Lo no cierto puede ser más estimulante que la verdad. La ficción puede resucitar el aroma de un tiempo con más capacidad que la literatura histórica. Todo se puede cuestionar después de comprobar que el conocimiento de lo que ocurre nunca es completo, ni acabado ni veraz. Pero, siendo así, es más cierto que lo que se sabe que es mentira o ficción.
Por ese camino feliz de ocultar la realidad incómoda llegamos a la comodidad cínica para soportar lo que ocurre. Son dos caras de una misma moneda: una resignada; la otra aparentemente emancipadora. El resultado final es que nos acomoda más lo no cierto y que por esa vía ni La Portuguesa es tal ni Vueling nos roba: solo es cuestión del término que se utilice.
Resulta que la protagonista de la copla de Carlos Cano no era portuguesa y ni siquiera se llamaba María. Tamaño descubrimiento ha servido para desvelar otra historia paralela que, siendo más veraz, no es menos interesante que la que teníamos equivocadamente por original. La delicada frontera entre realidad y ficción –un clásico tanto de la literatura como de la existencia humana- ha cobrado en estos tiempos postmodernos naturaleza canónica: lo distintivo de nuestra contemporaneidad es que no existe tal linde, no se tiene en cuenta, se trasgrede de manera inmisericorde, como si fuera lo mismo la realidad y la ficción, lo que sabemos que ha ocurrido y lo que sabemos que es un cuento. Quizás la realidad es tan desasosegante y tan poco estimulante que, aun a sabiendas, preferimos, como los niños, creer en falsedades probadas. Ya lo dijo el sabio de El Roto: “¡Ya basta de realidades. Queremos promesas!”.
Si no fuera porque el cinismo ha calado hasta lo más profundo de nuestras sociedades, la vida sería invivible. Los alemanes orientales tenían muchos chistes para sobrevivir, del estilo de aquel de “ellos hacen como que nos pagan y nosotros como que trabajamos” o ese de que “en el capitalismo el hombre está explotado por el hombre, pero en el socialismo es al revés”. Nosotros no hacemos ni chistes porque, a diferencia de aquellos germanos, comunistas a la fuerza, no percibimos el neoliberalismo imperante como dictadura, como imposición a la que reaccionar, sino solo como ambiente, como escenario natural. Indiscutiblemente, han conquistado la hegemonía… por el momento.