Blogs Opinión y blogs

Sobre este blog

Contra sus medios y contra sus fines

Prescindiendo de comentarios de texto y evocaciones personales varias, el adiós definitivo de ETA da solo para volver sobre su originalidad y sobre el argumento que le ha dado vida a lo largo de casi seis décadas. Me refiero a su proyecto político. Lo formularon en términos de una “Euskadi socialista, reunificada (sic) y euskaldún”. Podría haber sido un proyecto político más si no hubiese venido sostenido por el terror. Eso ya le aparta del territorio de las posibilidades cívicas. La política moderna es una competición abierta de propuestas que se trasladan pacíficamente a los ciudadanos para que estos opten por alguna de ellas. Si se tiene que apoyar en la violencia y en la eliminación de sus contrarios políticos deja de interesar la razón de su objetivo. Los malos medios contaminan los fines hasta desvirtuarlos completamente. Además, siempre hubo algún otro en paralelo que defendió lo mismo que ellos sin pistolas ni goma dos, lo que desbarataba más si cabe su argumento.

Pero todo no acaba en sus procedimientos. El mismo objetivo político era completamente perverso. No hablo de la ensoñación nacionalista e incluso de la socialista; ni siquiera de su amenazadora síntesis (nacional y socialista). Me refiero a su proyecto en los términos en que se ha formulado históricamente: una propuesta de país exclusiva y excluyente, un país solo para los nacionalistas (e incluso para los nacionalistas de una determinada especie, para los abertzales). Los viejos jeltzales como Irujo o Ajuriaguerra lo vieron pronto: era un problema de medios y fines el que les separaba del PNV. Ardanza lo llegó a ver en jornadas históricas: la firma del Pacto de Ajuria Enea, el comunicado tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, aquella conferencia en Sabin Etxea un 16 de diciembre de 1992 que nadie quiere recordar (disponible en mi “Antología del discurso político”, páginas 375-377): “El conflicto que está en la base de la violencia no consiste en un contencioso no resuelto entre el pueblo vasco y el Estado español, sino en que una minoría de vascos se niega a aceptar la voluntad de la mayoría y emplea para imponer la suya el instrumento de la ‘lucha armada’”. Luego llegó Estella y el planazo de Ibarretxe y tanta condura y convicción democrática saltaron por los aires.

Había y hay un proyecto político abertzale consistente en conformar un País Vasco donde solo quepan los que son como ellos. Un proyecto totalitario, no tanto ni solo por las formas con que pretendió alcanzarlo, sino porque se formula como una sociedad que expulsa a muchos vascos, como los expulsó con su terrorismo. Una sociedad donde o solo hay sitio para ellos o, habiéndolo para los demás, deberemos resignarnos (todavía más) a ser ciudadanos de segunda, porque los parámetros de ciudadanía que ellos establecen nos privan de tenerla plena. Un proyecto abiertamente enfrentado a la pluralidad de la sociedad vasca, solo corregible mediante la coacción extrema y la desaparición física o política de los que no respondemos a su modelo, seamos estos mayoría o minoría, lo mismo da. Una idea de nacionalidad cerrada y totalitaria por definición.

Pues bien, ese era el asunto principal antes –por más que los efectos de la violencia pusieran lógicamente por delante lo urgente y lo sangrante, antes de lo importante- y ese sigue siendo el asunto principal hoy (y mañana y pasado). ETA ha dejado claro que quienes le van a seguir representando en su objetivo final, la izquierda abertzale, van a persistir en el empeño. Y es de prever que algunos nacionalistas no partidarios ayer del crimen político le hagan mañana el caldo gordo apuntándose a sus estrategias para conseguir un país puro, uniforme, homogeneizado, descontaminado de diversidad (ideológica o de cualquier otro género). Y así pasaremos de un proyecto totalitario sostenido en la violencia terrorista al mismo proyecto totalitario sostenido en la “acumulación de fuerzas”, en el establecimiento, si pueden, de una mayoría que lo empuje. Y pensaremos entonces, por los medios, que ese proyecto totalitario pasa a ser democrático. Y lo llamarán proyecto nacional (o nacionalista, que no es lo mismo, pero da igual) y tratarán de que lo sostengan multitudes alegres, generosas y desarmadas.

El resultado será el mismo, aunque sin tanta sangre. De prosperar, la consecuencia será el abandono del país, o bien físicamente, aprendiendo a vivir en los costados del territorio o marchando lejos de una vez, o bien políticamente, desapareciendo del espacio, renunciando a disputar frente a otros con nuestra opinión o con nuestra persona para ocupar un trabajo, un puesto de representación o cualquier cosa que nos saque de nuestra silente mismidad. A eso ya nos entrenamos cuando había tiros; ahora sin ellos podríamos incluso, erróneamente, vernos desprovistos de la razón moral que antaño nos asistía, en tanto que posibles víctimas.

Ahí está el asunto: en el proyecto social que pretendió ETA y que ahora formalmente deja a sus herederos. Y no se trata de descalificar sin más un proyecto político nacionalista. No vamos a decir ahora que lo que antes no se pudo lograr con las pistolas ahora no se vaya a poder formular sin ellas. No, se puede formular y se formula. E incluso pueden ganar y establecer esa espantosa distopía. Pero en el derecho y deber de quienes combatimos a ETA también por los objetivos (y no solo por los terribles efectos de sus medios) está el ir dejando clara la posición. Nos van a seguir teniendo enfrente porque no queremos vivir en la sociedad que nos proponen. Porque preferimos una sociedad plural a otra uniforme. Y por eso nos aplicaremos a aquello de que “cuando no es necesario cambiar es necesario no cambiar”, que dijo una vez un vizconde de Falkland.  

           

Prescindiendo de comentarios de texto y evocaciones personales varias, el adiós definitivo de ETA da solo para volver sobre su originalidad y sobre el argumento que le ha dado vida a lo largo de casi seis décadas. Me refiero a su proyecto político. Lo formularon en términos de una “Euskadi socialista, reunificada (sic) y euskaldún”. Podría haber sido un proyecto político más si no hubiese venido sostenido por el terror. Eso ya le aparta del territorio de las posibilidades cívicas. La política moderna es una competición abierta de propuestas que se trasladan pacíficamente a los ciudadanos para que estos opten por alguna de ellas. Si se tiene que apoyar en la violencia y en la eliminación de sus contrarios políticos deja de interesar la razón de su objetivo. Los malos medios contaminan los fines hasta desvirtuarlos completamente. Además, siempre hubo algún otro en paralelo que defendió lo mismo que ellos sin pistolas ni goma dos, lo que desbarataba más si cabe su argumento.

Pero todo no acaba en sus procedimientos. El mismo objetivo político era completamente perverso. No hablo de la ensoñación nacionalista e incluso de la socialista; ni siquiera de su amenazadora síntesis (nacional y socialista). Me refiero a su proyecto en los términos en que se ha formulado históricamente: una propuesta de país exclusiva y excluyente, un país solo para los nacionalistas (e incluso para los nacionalistas de una determinada especie, para los abertzales). Los viejos jeltzales como Irujo o Ajuriaguerra lo vieron pronto: era un problema de medios y fines el que les separaba del PNV. Ardanza lo llegó a ver en jornadas históricas: la firma del Pacto de Ajuria Enea, el comunicado tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, aquella conferencia en Sabin Etxea un 16 de diciembre de 1992 que nadie quiere recordar (disponible en mi “Antología del discurso político”, páginas 375-377): “El conflicto que está en la base de la violencia no consiste en un contencioso no resuelto entre el pueblo vasco y el Estado español, sino en que una minoría de vascos se niega a aceptar la voluntad de la mayoría y emplea para imponer la suya el instrumento de la ‘lucha armada’”. Luego llegó Estella y el planazo de Ibarretxe y tanta condura y convicción democrática saltaron por los aires.