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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Menopausia y deseo: nuevos mapas para encontrar el camino

Cómo hacer ejercicio durante la menopausia.
20 de diciembre de 2024 21:46 h

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El climaterio llega sin avisar —o las pistas que nos va dejando, más que guiarnos, nos confunden— y con él, una ola de cambios que nos sacuden profundamente. Algunos son visibles, otros no tanto, pero todos tienen una fuerza que marca nuestras vidas.  En ocasiones, interpretamos los cambios propios del paso del tiempo como signos de deterioro o enfermedad, cayendo en una preocupación a veces innecesaria. En otras, ignoramos señales importantes, atribuyéndolas al devenir natural de la edad, como si todo lo que ocurre en el cuerpo maduro fuera inevitable.

Esta tensión entre lo que percibimos y lo que realmente sucede refleja una desconexión con nuestra propia corporalidad, influida por discursos que patologizan el envejecimiento o, por el contrario, lo trivializan. Más allá del diagnóstico, lo que se nos impone es la necesidad de escuchar nuestro cuerpo, estar en diálogo con él, y reconocer que, aunque cambia, no deja de ser fuente de sentido, placer y deseo. Sin embargo, esta reconexión no es inmediata ni sencilla, y enfrentarnos con optimismo a estos cambios no garantiza una aceptación automática.

Aprender a habitar nuestros “nuevos” cuerpos implica aceptar que no todo cambio es una pérdida, y que el conocimiento de sus ritmos y señales es lo que nos permite transitar estas transformaciones con mayor libertad y autonomía. La palabra climaterio proviene del griego klimaktēr, que significa “escalón” o “gradación”. Curiosamente, comparte raíz con la palabra clímax, y ambas aluden, en su origen, a momentos de transición cruciales. Mientras el clímax evoca el punto culminante de una experiencia, el climaterio describe una etapa de cambio profundo en la vida humana, particularmente en relación con la menopausia.

En el caso de las mujeres, la menopausia suele presentarse como un momento determinante donde el cuerpo parece convertirse en un territorio extraño, más complejo de habitar. Pero, ¿Y si esta perspectiva no fuera la única posible? ¿Y si, en lugar de verlo como un cierre, lo entendiéramos como el comienzo de una forma distinta de conectar con nosotras mismas y con nuestra sexualidad? Una sexualidad entendida como la manera en que nos sentimos, nos percibimos y nos vivimos, siempre en un continuo.

Una de las ideas más repetidas, ya sea en internet, en consultas médicas o en cualquier fuente que busquemos, es que en esta etapa el deseo disminuye inevitablemente. Sin embargo, muchas mujeres conservan intacto su deseo, sus apetencias e intensidades, pero se enfrentan a encuentros eróticos que ya no las satisfacen. Esto puede estar relacionado, entre otras cosas, con la falta de una revisión conjunta en la pareja acerca de quiénes somos ahora. Los cuerpos, las emociones y las necesidades han cambiado, como también cambia nuestra forma de ser pareja, de relacionarnos o, para quienes no tienen pareja, de explorar la seducción y el placer en esta nueva etapa.

La persistencia del deseo no suele ser la dificultad más importante, sino nuestra mirada, domesticada por un discurso que asocia la erosión del tiempo con la ausencia de placer. Pero el deseo no se pierde: se desplaza, muta, resiste.

El cuerpo, ese archivo de memoria, habla en un idioma nuevo. Sus señales ambiguas no son silencios, sino interrogantes. No es la falta de deseo lo que se instala, sino la falsa certeza de que el deseo tiene un único destino, una única forma. La piel, ahora más densa en su historia, no pierde sensibilidad; solo exige un nuevo mapa para recorrerla.

El deseo no desaparece con los años; deviene. Se desancla de las narrativas que lo reducían al vigor, y encuentra refugio en otros rincones. Quizás ya no se trata de conquistar cuerpos, sino de habitar el propio, con sus surcos, su nueva lógica, sus placeres inesperados. En esa transformación, la subjetividad encuentra nuevas maneras de reescribirse.

La madurez no clausura el deseo, sino que lo abre a otros territorios, donde buscar en lo perdido podría perder sentido. Tal vez la clave esté en mirar hacia lo que está por venir. El poder sobre el cuerpo no solo está en el discurso médico o cultural, sino en nuestra capacidad de resistirlo, de subvertirlo.

Mirar el cuerpo con nuevos ojos es un acto político. Es afirmar que el deseo es lenguaje, es piel, es presencia. Que el deseo en la madurez no es un espectro de lo que fue, sino una construcción renovada. Es dejar de ver al cuerpo como ruina y entenderlo como palimpsesto: un lugar donde el tiempo no borra, sino que escribe una y otra vez sobre lo ya escrito.

El deseo en la vejez genera una tensión, un estado de inestabilidad que rompe con los estereotipos culturales de esta etapa como sinónimo de pasividad o pérdida. Más allá de los ideales de una juventud perpetua o de la negación del deseo en edades avanzadas, la vejez nos confronta con un nuevo terreno donde el deseo puede manifestarse de maneras inesperadas.

Es fácil caer en la trampa de pensar que el deseo sólo existe de una manera: la que nos enseñaron a través de imágenes, discursos y expectativas sociales que nos han acompañado durante toda nuestra vida. Como bien dice Efigenio Amezúa, la erótica nunca responde a una línea recta, sino a la sinuosidades propias de los sujetos.

Necesitamos que las mujeres se sientan acompañadas, informadas y escuchadas, para que puedan tomar decisiones sobre su sexualidad de manera consciente, libre y plena. Esto no significa que todas deban seguir el mismo camino ni tener las mismas experiencias, pero sí implica tener las herramientas para explorar nuestras nuevas necesidades sin culpa ni vergüenza.

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