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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Quemando ruedas

El incendio que la semana pasada arrasó el mayor almacén de neumáticos desechados de Europa en Seseña pone sobre la mesa el debate sobre un modelo de movilidad que comienza a hacer aguas por su enorme impacto medioambiental. Un impacto que se refleja no solo en la cantidad ingente de gases de efecto invernadero que emite, sino también en los residuos tóxicos que genera y que no resultan tan visibles a ojos de la opinión pública en una sociedad basada en el despilfarro del “usar y tirar”. Una pequeña parte de esos residuos son los que se han quemado en Seseña, expulsando sustancias cancerígenas a la atmosfera que sin duda afectaran a la salud de quienes las respiren.

Este incendio es noticia por su dimensión y espectacularidad, pero los residuos del modelo de movilidad basado en el automóvil que se impuso durante el siglo XX nos afectan a diario, aunque no lo percibamos. Incluso podemos asegurar que este incidente medioambiental es poco más que anecdótico comparado con el impacto total que supone este modelo, si lo medimos desde el diseño del vehículo hasta su desguace al cabo de los años. Hablamos del impacto en la obtención de materias primas, de la fabricación de las diferentes piezas, de su transporte hasta las plantas de ensamblaje, de la propia contaminación que supone su utilización durante años de emisiones de efecto invernadero, de los residuos tóxicos que genera el mantenimiento de los vehículos y del desguace final de ese coche y la gestión de sus diferentes componentes.

No cabe duda de que la todopoderosa industria del automóvil ha sido uno de los mayores contribuyentes al cambio climático al que ahora nos enfrentamos. A pesar de los acuerdos que se firmaron en París el año pasado, los gobiernos de todo el mundo se tientan la ropa antes de poner trabas a esta industria. Una industria, que como hemos podido comprobar con el escándalo de los motores trucados por la multinacional Volkswagen, a quien le preocupa bien poco el desafío al que nos enfrentamos con el cambio climático. Es una industria de la que además dependen millones de puestos de trabajo en todo el mundo. También en Euskadi es uno de los sectores punteros de nuestro modelo industrial, lo que supone que intentar tomar medidas contra ella resulte muy impopular y las administraciones sean remisas a abordar cualquier medida que pueda incomodar a las grandes empresas automovilísticas.

A pesar de que nos quieran vender la sostenibilidad de los motores híbridos o la quimera del coche eléctrico, tarde o temprano tendremos que abordar el cambio de modelo, no solo de transporte de personas, sino del flujo de mercancías que viajan por todo nuestro mundo globalizado. Por muy absurdo que pueda parecer que en Euskadi comamos manzanas importadas de Chile o que vendamos bicicletas a China, esto es algo que sucede a diario. En lugar de reducir los circuitos de comercialización y de fomentar la economía local, lo que hacemos es justamente lo contrario. ¿Cuánto combustible fósil quemamos para que una persona pueda comprar en Alemania los productos de la huerta murciana? Es todo lo contrario a la eficiencia y la lógica misma.

Los efectos medioambientales no se contemplan en el balance de resultados, ya lo pagan las generaciones futuras.

Si queremos que se cumplan los compromisos de la cumbre de París para mantener el aumento de la temperatura media del planeta por debajo de los 2ºC tenemos que dejar donde están la mayoría de reservas conocidas de petróleo y gas natural, algo que solamente se podrá lograr cambiando de raíz el modelo de transporte en el que se basa la economía globalizada. Y por supuesto, cambiando nuestros hábitos de transporte personal de forma radical. No se trata de volver al carro de bueyes ni a las reatas de mulas, sino de apostar decididamente por medios más sostenibles, como la bicicleta o el transporte público electrificado. Y por recortar de forma drástica los circuitos que bienes y productos realizan hoy por todo el globo. Esta apuesta es necesaria, por mucho que choque de frente con los intereses de una industria que supone una gran parte de la tarta dentro del modelo económico neoliberal. Por tanto, requiere un valor por parte de los partidos políticos que deben llevar a cabo estas reformas y que, por lo visto hasta ahora, son incapaces de afrontar.

El incendio que la semana pasada arrasó el mayor almacén de neumáticos desechados de Europa en Seseña pone sobre la mesa el debate sobre un modelo de movilidad que comienza a hacer aguas por su enorme impacto medioambiental. Un impacto que se refleja no solo en la cantidad ingente de gases de efecto invernadero que emite, sino también en los residuos tóxicos que genera y que no resultan tan visibles a ojos de la opinión pública en una sociedad basada en el despilfarro del “usar y tirar”. Una pequeña parte de esos residuos son los que se han quemado en Seseña, expulsando sustancias cancerígenas a la atmosfera que sin duda afectaran a la salud de quienes las respiren.

Este incendio es noticia por su dimensión y espectacularidad, pero los residuos del modelo de movilidad basado en el automóvil que se impuso durante el siglo XX nos afectan a diario, aunque no lo percibamos. Incluso podemos asegurar que este incidente medioambiental es poco más que anecdótico comparado con el impacto total que supone este modelo, si lo medimos desde el diseño del vehículo hasta su desguace al cabo de los años. Hablamos del impacto en la obtención de materias primas, de la fabricación de las diferentes piezas, de su transporte hasta las plantas de ensamblaje, de la propia contaminación que supone su utilización durante años de emisiones de efecto invernadero, de los residuos tóxicos que genera el mantenimiento de los vehículos y del desguace final de ese coche y la gestión de sus diferentes componentes.