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Los muertos no hablan

Los historiadores estamos perdiendo la batalla. En tiempos de crisis e incertidumbre su papel resulta tan inicialmente atractivo como finalmente incómodo. El ciudadano pretende respuestas directas, simples, que identifiquen al mal y al malvado y que, a poder ser, ambos coincidan con la previsión que tenían hecha. No es más fácil combatir las mentiras del poder que las que hace suyas una sociedad en un momento concreto. Y el objetivo del historiador es dar luz y contravenir unas y otras, sin distinción. Por eso decía el viejo Tucídides que él venía a hacer historia, género menos bello y complaciente que la leyenda, pero, a diferencia de ésta, nacido con la intención de contar “lo que realmente pasó”.

La historia no se localiza en un ignoto lugar del pasado y se traslada como producto directo al presente. No hay un documento que nos refiera lo ocurrido y que el historiador, después del gran logro de su descubrimiento, se limite a transcribir para conocimiento de sus contemporáneos. La historia no se nos aparece así. Bien al contrario, la historia es una construcción intelectual que, a partir del rigor de los datos y de un método de trabajo exigente, construye la imagen que un presente tiene de su pasado. No es un conocimiento directo, no es un segmento donde está el objeto y el sujeto. No, a semejanza de la información periodística –y de todo el conocimiento indirecto o diferido, incluido el que afecta a las ciencias “duras”-, es un triángulo, donde además de objeto y sujeto está el intermediario historiador, constructor del producto histórico.

Por eso explicamos a nuestros alumnos que los documentos no hablan, sino que se limitan a responder a aquello que les preguntamos, dando o quitando la razón a nuestras hipótesis. La concepción positivista de la historia, que dominó la profesión hasta hace solo un siglo y que anida aún en la cabeza de todo ciudadano interesado por la misma, ha de ser combatida por falsa, porque oculta la determinante función de ese intermediario profesional que es el historiador.

Todo esto, además, porque el objeto de la historia no es solo contar lo que pasó sino también por qué pasó lo que pasó y no otra cosa. Es importante el hallazgo, pero lo es tanto o más explicar qué significa lo hallado en el contexto de lo que sabíamos, cómo se explica el nuevo conocimiento. Si aparece un Rolex en una excavación romana lo primero es dudar, porque aquello contraviene por completo lo que teníamos por aceptado. Pero si es irrefutable que nadie ha puesto ahí el reloj, lo importante es explicar por qué y cómo los romanos usaban ese artilugio. El reloj, siendo espectacular su aparición, no habla por sí solo si no se explica qué hace allí, qué significa. Eso hace el historiador y en eso consiste la historia.

Ahora los muertos desenterrados por estarlo mal pretenden hablar por sí solos. Y, a semejanza de los documentos, tampoco lo hacen. Ni siquiera responden a las preguntas que se les hacen, porque no se les hacen preguntas. Solo se les hace hablar forzadamente, como si se tratara de ventriloquía. El viejo fetichismo del documento único, donde se contenía la verdad, y solo ahí, ha sido sustituido por el fetichismo de los muertos desenterrados por estarlo mal.

Hay un ámbito de dignidad y de políticas públicas de memoria indiscutibles, que justifican esas operaciones. Pero hay una invasión positivista y fetichista de la historia que hace mucho mal a ésta. Su espectacularidad es notable en lo moral y hasta en lo cívico, pero banal en lo referido al nuevo conocimiento. En una guerra lo que más abundan son los muertos, que se entierran como se puede. No es lo mismo una fosa de combatientes, del bando que sean, que una fosa de paseados. No es lo mismo, y la contundencia de las palabras “cadáveres” y “fosa” barre inmediatamente la enorme distancia entre una y otra cosa.

Y al final, cierto, con esa contundente imagen hemos construido referencia del pasado para los del presente. Pero, ¿hay novedad?, ¿hay más y nuevo conocimiento? No. Sencillamente porque, zapatero a tus zapatos, la historia la hacen los historiadores y los muertos los desentierran los forenses. Pero ellos solos no hablan. No nos engañemos. Ni hablemos por ellos.

Los historiadores estamos perdiendo la batalla. En tiempos de crisis e incertidumbre su papel resulta tan inicialmente atractivo como finalmente incómodo. El ciudadano pretende respuestas directas, simples, que identifiquen al mal y al malvado y que, a poder ser, ambos coincidan con la previsión que tenían hecha. No es más fácil combatir las mentiras del poder que las que hace suyas una sociedad en un momento concreto. Y el objetivo del historiador es dar luz y contravenir unas y otras, sin distinción. Por eso decía el viejo Tucídides que él venía a hacer historia, género menos bello y complaciente que la leyenda, pero, a diferencia de ésta, nacido con la intención de contar “lo que realmente pasó”.

La historia no se localiza en un ignoto lugar del pasado y se traslada como producto directo al presente. No hay un documento que nos refiera lo ocurrido y que el historiador, después del gran logro de su descubrimiento, se limite a transcribir para conocimiento de sus contemporáneos. La historia no se nos aparece así. Bien al contrario, la historia es una construcción intelectual que, a partir del rigor de los datos y de un método de trabajo exigente, construye la imagen que un presente tiene de su pasado. No es un conocimiento directo, no es un segmento donde está el objeto y el sujeto. No, a semejanza de la información periodística –y de todo el conocimiento indirecto o diferido, incluido el que afecta a las ciencias “duras”-, es un triángulo, donde además de objeto y sujeto está el intermediario historiador, constructor del producto histórico.