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El negacionismo climático mata, la prevención y la adaptación salvan vidas

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Conforme pasa cada día nos damos cuenta de los efectos y los daños que están ocasionando las terribles inundaciones que han asolado sobre todo a Valencia pero también a otras zonas, y la enorme solidaridad desplegada en muchos lugares con los miles y miles de afectados. 

La Fundación Nueva Cultura del Agua, de la que forman numerosos expertos, en un documento con fecha del pasado 1 de noviembre viene a decir que “el cambio climático provocado por el incremento de la concentración atmosférica de los gases de efecto invernadero, como consecuencia del uso masivo de combustibles fósiles, implica una subida de las temperaturas medias del aire y los mares, y conlleva una mayor frecuencia e intensidad de fenómenos extremos como las lluvias torrenciales, entre otras cosas. La cuenca del Mediterráneo es especialmente sensible a estos cambios”.

Precisamente, diré que un primer análisis rápido de un grupo de especialistas internacionales confirma lo que se intuía: el calentamiento global impulsado por los combustibles fósiles hizo que la DANA fuese más destructiva. “Las lluvias torrenciales han sido un 12% más intensas y el doble de probables en comparación con el clima preindustrial, es decir, sin un planeta 1,3 ºC más cálido”, según un primer análisis rápido del World Weather Attribution (WWA), grupo de referencia a nivel mundial a la hora de estudiar la contribución del cambio climático en un evento extremo. 

Mientras la comunidad científica alerta desde hace décadas sobre el peligro de la crisis climática y los datos, las investigaciones y los informes confirman esta indiscutible realidad, en el País Valencià, el Gobierno del PP, que hasta hace poco gobernaba con Vox, lo niega, reduciendo hasta la mínima expresión los recursos dirigidos a políticas medioambientales y de lucha contra el cambio climático. Según Agnès Delage, catedrática de ciencias sociales en la Universidad de Aix-Marsella y miembro de Rebelión Científica en declaraciones realizadas al diario 'Público', decía que “la catástrofe de Valencia es un caso de estudio modélico de desmantelamiento de las políticas públicas ambientales”.  

Pero siguiendo con las causas es obligado referirse a la ocupación de zonas inundables por viviendas e infraestructuras, donde se come terreno a los ríos, y donde todavía se construye en esas zonas. Se suele hablar de desastres naturales, de inundaciones catastróficas e imprevisibles, cuando de lo que hay que hablar es de construcciones catastróficas. Si se ocupan los dominios de los ríos o del mar, tarde o temprano, serán ocupadas por las aguas. Las crecidas son fenómenos naturales previsibles. 

Las inundaciones no podrán evitarse del todo, a no ser que no llueva, pero siempre se pueden reducir sus efectos con la ordenación del territorio, asignación de usos del suelo compatibles con las inundaciones y con apoyo en sistemas de prevención y alerta hidrológica.

Las obras de defensa frente a inundaciones, como las que también hemos conocido en Euskadi, en muchos casos han agravado los daños por inundaciones. Dragados, diques y encauzamientos, lo que hacen es aumentar la exposición al riesgo, una mayor ocupación de zonas inundables, y aumentan la velocidad del agua y su capacidad de destrucción aguas abajo.

Hemos oído en repetidas ocasiones, y estos días también, al igual que en Euskadi cuando se producen inundaciones, que hay “que limpiar los ríos”. Limpiar es eliminar lo que está sucio, por lo que en este caso este verbo debería restringirse a eliminar la basura (residuos de procedencia humana) que pueda haber en los ríos.

Pero cuando se pide “limpiar un río”, en ocasiones, dice Alfredo Ollero, profesor titular de Geografía y Ordenación del Territorio en la Universidad de Zaragoza y uno de los principales estudiosos de las dinámicas del río “no se pretende liberarlo de basuras, sino eliminar sedimentos, vegetación viva y madera muerta, es decir, elementos naturales del propio río. Se demanda, en definitiva, agrandar la sección del cauce y reducir su rugosidad para que el agua circule en mayor volumen sin desbordarse y a mayor velocidad. Este es uno de los objetivos de la ingeniería tradicional, y se basa en una visión del río muy primaria y obsoleta, simplemente como conducto y como enemigo, en absoluto se contempla como el sistema natural diverso y complejo que realmente es”.

Técnicamente, por tanto, “limpiar” es intentar aumentar la sección de desagüe y suavizar sus paredes o perímetro mojado, es decir, dragar y arrancar la vegetación. Y para ello se destruye el cauce, porque se modifica su morfología construida por el propio río, se rompe el equilibrio hidromorfológico longitudinal, transversal y vertical, se eliminan sedimentos, que constituyen un elemento clave del ecosistema fluvial, se elimina vegetación viva, que está ejerciendo unas funciones de regulación en el funcionamiento del río, se extrae madera muerta, que también tiene una función fundamental en los procesos geomorfológicos y ecológicos, y se aniquilan muchos seres vivos, directamente o al destruir sus hábitats. En definitiva, el río sufre un daño enorme, denunciable de acuerdo con diferentes directivas europeas y la legislación de aquí. 

Precisamente, un estudio que he leído estos días, realizado por la investigadora Carmen Gallego, de la Universidad Católica de Murcia sobre una rambla próxima a Cartagena, aunque extrapolable a otros cauces mediterráneos afectados por lluvias torrenciales como los de la Comunidad Valenciana, evidencia que la vegetación en el cauce no solo no representa un factor de riesgo añadido en este tipo de episodios, sino que provoca un efecto positivo retrasando la llegada y reduciendo el caudal “pico” de la avenida que agrava las inundaciones.

Adaptarse y mitigar no es opcional. Hay que actuar con sistemas de alerta cada vez más precisos, y analizar su efectividad en los tiempos actuales de emergencia climática en los que estamos. Hay que recuperar la permeabilidad del suelo con Sistemas de Drenaje Urbano Sostenible, que abarcan un amplio muestrario de medidas como son las soluciones basadas en la naturaleza, con incremento de las superficies vegetadas, humedales artificiales y jardines de lluvia, con el fin de eliminar la escorrentía superficial y minimizar los daños en zonas urbanas. 

En los últimos años ya se viene avanzando en Euskadi en esta materia, aunque todavía hay mucho que hacer. Un ejemplo de esto que digo, se expuso en una interesante Jornada organizada en Bilbao el pasado 26 de octubre por la Sociedad Pública de Gestión Ambiental Ihobe, dependiente del Gobierno vasco, y en la que se presentaron veinte proyectos, entre los que destacaría el proyecto de Bakio, sin desmerecer al resto, ni mucho menos, donde se recrea una marisma y un bosque inundable en torno al río Estepona para disminuir el riesgo de crecidas, en vez de elevar el volumen edificatorio en algunas parcelas aún libres. 

No existe una cultura de la gestión del riesgo, como se ha comprobado en la Comunidad Valenciana. Es más necesario que nunca educar y concienciar a la sociedad en la gestión de la incertidumbre y del riesgo. Solo una sociedad bien informada estará preparada para abordar situaciones de emergencia.

Conforme pasa cada día nos damos cuenta de los efectos y los daños que están ocasionando las terribles inundaciones que han asolado sobre todo a Valencia pero también a otras zonas, y la enorme solidaridad desplegada en muchos lugares con los miles y miles de afectados. 

La Fundación Nueva Cultura del Agua, de la que forman numerosos expertos, en un documento con fecha del pasado 1 de noviembre viene a decir que “el cambio climático provocado por el incremento de la concentración atmosférica de los gases de efecto invernadero, como consecuencia del uso masivo de combustibles fósiles, implica una subida de las temperaturas medias del aire y los mares, y conlleva una mayor frecuencia e intensidad de fenómenos extremos como las lluvias torrenciales, entre otras cosas. La cuenca del Mediterráneo es especialmente sensible a estos cambios”.