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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Oporto

La luz es azul y la melancolía una calle estrecha, larga y mal empedrada, que huele a guiso de coliflor y a meada de gato. Las calles, con edificios deshabitados y comercios de una luz diminuta, te arrastran siempre hacia la orilla del río pero antes tendrás que atravesar la avenida dos Aliados; amplia avenida con edificios modernistas o la rua Santa Caterina, calle peatonal y comercial donde no podrás tomarte un café en el abarrotado y famosísimo Café Magestic o el mercado de Bolhao repleto de flores, perfumes maduros, frutas, vientres de pescado y carnes de una lozanía más que dudosa; mercado popular, ruidoso, pequeño, sucio y desordenado que parece anclado en los viejos tiempos y, así, de esos tiempos van quedando en la amurallada ciudad caballeros ingleses de pelo cano, palacios, aguaceros, esquinas descuidadas, batallas victoriosas en los vestíbulos de la estación de San Bento, composiciones de santos en los templos, decoraciones masónicas en los bares, todo en azulejos; azulejos que, al final, te procuran una sensación húmeda y acuática. Oporto, en verano, la segunda ciudad más poblada de Portugal, es una multitud ruidosa de hombres y mujeres, fundamentalmente españoles, que deambulan por las calles vestidos con el descuidado estilo característico de esta época mientras se fotografían los unos a los otros o toman instantáneas de antiguos, renegridos y titubeantes edificios que siempre parecen a punto de derrumbarse.

El vino ha construido Oporto. El vino que madura en las bodegas a la vera de la corriente del río ha hecho famoso un cartel con el caballero Sandeman envuelto en una capa y en la parte alta de la ciudad ha dejado avenidas de alguna solidez burguesa, una aristocracia cruzada con la timidez anglosajona, un equipo de fútbol con prestigio europeo y otros monumentos.

Lo demás es el río. La ancha desembocadura del Duero donde las goletas, los veleros, las barcazas repletas de turistas navegan hacia un mar que se intuye, que se huele, que casi, casi se palpa pero al que nunca se llega por que las embarcaciones, de pronto, viran ya que parecen acobardarse ante el despliegue fabuloso de un mar inmenso, azul, rebosante de sal, naufragios, olas frías y gaviotas imbéciles. En la ribera del río que Gerardo Diego imaginara más puro que una sonata de violín la gente de día y de noche, de noche y de día pasea, habla, tropieza, bebe el vino agridulce de la ciudad, visita las bodegas de la Vila Nova de Gaia – ciudad dormitorio de Oporto - y se sienta en las amplias terrazas de los restaurantes para comer contundentes lomos de bacalao, callos, pulpos asados o una francesinha, plato típico de la zona, que apenas consiste en poco más que un bocadillo de pan en el que se incluye un filete, chorizo, jamón york, salchicha y queso, todo ello cubierto por una salsa aceitosa y dulzona. Luego, en la sobremesa o antes que anochezca, con la temblorosa luz del día que se despide, los hombres y las mujeres que en verano abarrotan Oporto, fundamentalmente españoles, cruzan el impresionante puente de Luis I y con un vértigo de suicidas arrepentidos contemplan, entre perplejos y agradecidos, el discurrir silencioso de las aguas y la arquitectura de una ciudad blanca, desordenada y nostálgica que, como medio Portugal, resbala líquidamente en cerámicas azules, fados, tripas de bacalao y un incierto descuido.

En Oporto, puestos a esperar, uno siempre espera que de pronto caiga un chaparrón y que alguien, casi siempre una mujer, le susurre una tristeza.

La luz es azul y la melancolía una calle estrecha, larga y mal empedrada, que huele a guiso de coliflor y a meada de gato. Las calles, con edificios deshabitados y comercios de una luz diminuta, te arrastran siempre hacia la orilla del río pero antes tendrás que atravesar la avenida dos Aliados; amplia avenida con edificios modernistas o la rua Santa Caterina, calle peatonal y comercial donde no podrás tomarte un café en el abarrotado y famosísimo Café Magestic o el mercado de Bolhao repleto de flores, perfumes maduros, frutas, vientres de pescado y carnes de una lozanía más que dudosa; mercado popular, ruidoso, pequeño, sucio y desordenado que parece anclado en los viejos tiempos y, así, de esos tiempos van quedando en la amurallada ciudad caballeros ingleses de pelo cano, palacios, aguaceros, esquinas descuidadas, batallas victoriosas en los vestíbulos de la estación de San Bento, composiciones de santos en los templos, decoraciones masónicas en los bares, todo en azulejos; azulejos que, al final, te procuran una sensación húmeda y acuática. Oporto, en verano, la segunda ciudad más poblada de Portugal, es una multitud ruidosa de hombres y mujeres, fundamentalmente españoles, que deambulan por las calles vestidos con el descuidado estilo característico de esta época mientras se fotografían los unos a los otros o toman instantáneas de antiguos, renegridos y titubeantes edificios que siempre parecen a punto de derrumbarse.

El vino ha construido Oporto. El vino que madura en las bodegas a la vera de la corriente del río ha hecho famoso un cartel con el caballero Sandeman envuelto en una capa y en la parte alta de la ciudad ha dejado avenidas de alguna solidez burguesa, una aristocracia cruzada con la timidez anglosajona, un equipo de fútbol con prestigio europeo y otros monumentos.