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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El oscuro túnel de la dependencia de nuestros mayores

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Acabo de cumplir 71 años. Me dicen que estoy muy bien. Respondo que sí, que gracias, pero que cada año tengo uno más. Con mucho viento a favor, todavía podré, durante la década de los setenta, disfrutar con mi familia, amigos, aficiones, trabajo y algunos viajes. Y seguiré andando en bicicleta, no sé hasta cuándo. A partir de los ochenta, y tengo que decir ¡si vivo!, todo será más complicado, y cada año que pase, más todavía.

Mi suegra tiene 94 años. Hasta hace unos pocos años ha disfrutado de su vida autónoma, creo que feliz. Pero un día empezó a olvidarse de cosas y hechos, con algunos delirios y miedos, pero tuvo suerte porque sus hijas y sus pocos ahorros le permitieron vivir en casa, muy bien atendida, primero con una persona, luego con dos. Hasta que hace diez meses sufrió dos ictus casi seguidos. Se acabó su poca autonomía. Dependiente total, incapaces de poder manejarla en casa, ingresada en una residencia, ya no es la misma persona. Recibe visita diaria de sus hijas, y pequeños detalles, hoy un flan, mañana unos nietos, unas fotos, o unas flores.

Pero en estos diez meses, ha tenido dos caídas de la cama, un ingreso en el hospital, un catarro mal curado, un médico que le ausculta con la ropa puesta, a veces un vestido mal puesto, … rutinas y musarañas. Porque en demasiadas ocasiones, ni siquiera puede mirar por la ventana, ya que una simple cortina se lo impide.

¿Qué pasará conmigo -y contigo- cuando lleguemos a esta situación? Porque es evidente que tendremos que ir a una residencia. Recibiremos algunas visitas, quizá algunos detalles, … y sin nada más que hacer. Formalmente atendidos, pero presos en nuestra dependencia, sin capacidad de tomar la más mínima decisión. Y mientras tanto, dormir, comer, medicamentos, siesta y musarañas, esto es lo que nos espera. ¿Esperando qué? Sólo la muerte. No tengo miedo a morir, pero no quiero afrontar la muerte así. Me rebelo contra esa espera a un tren que no sabes cuando llegará: aparcado, hasta que llegue mi hora.

Protesto contra un sistema de atención a la dependencia de nuestros mayores convertido en negocio privado, donde lo que cuenta, como mucho, son las formalidades. Con cuidadoras que hacen lo que pueden, pero mal pagadas, y que cuando pueden, se van, porque también para ellas, este, es un trabajo insufrible.

Acabo de cumplir 71 años. Me dicen que estoy muy bien. Respondo que sí, que gracias, pero que cada año tengo uno más. Con mucho viento a favor, todavía podré, durante la década de los setenta, disfrutar con mi familia, amigos, aficiones, trabajo y algunos viajes. Y seguiré andando en bicicleta, no sé hasta cuándo. A partir de los ochenta, y tengo que decir ¡si vivo!, todo será más complicado, y cada año que pase, más todavía.

Mi suegra tiene 94 años. Hasta hace unos pocos años ha disfrutado de su vida autónoma, creo que feliz. Pero un día empezó a olvidarse de cosas y hechos, con algunos delirios y miedos, pero tuvo suerte porque sus hijas y sus pocos ahorros le permitieron vivir en casa, muy bien atendida, primero con una persona, luego con dos. Hasta que hace diez meses sufrió dos ictus casi seguidos. Se acabó su poca autonomía. Dependiente total, incapaces de poder manejarla en casa, ingresada en una residencia, ya no es la misma persona. Recibe visita diaria de sus hijas, y pequeños detalles, hoy un flan, mañana unos nietos, unas fotos, o unas flores.