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Las pandemias y la destrucción de la naturaleza

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Quien nos iba a decir hace más de un año que nos íbamos a ver en esta situación. Difícil solamente imaginarlo. Eso de que el mundo se ve atacado por un terrible virus que amenaza la existencia del ser humano era cosa de películas de ciencia ficción. Imposible creer que ocurriera.

Pero sucedió. Y aquí estamos un año después sin haber conseguido salir de esta tremenda situación. ¿Hemos sacado algún aprendizaje de esta dura experiencia? Cuando empezó todo esto, aún sin imaginar las dimensiones que iba a alcanzar, algunos pensábamos en que por lo menos, a lo mejor, nos permitiría darnos cuenta de que no podemos seguir así, que hay que cambiar de rumbo en no pocas cuestiones. Y de que el actual modelo de crecimiento, depredador de recursos y generador de impactos ambientales globales y locales muy graves, es incompatible con la salvaguarda del planeta Tierra.

En su informe oficial sobre los orígenes del SARS-CoV-2, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha señalado los riesgos potenciales de aparición de enfermedades zoonóticas tras el contacto entre la naturaleza salvaje y el ser humano, lo que muestra el riesgo que supone la destrucción de la naturaleza para la vida humana. Al deteriorar las zonas del espacio natural que amortiguan el contacto con el ser humano, la ciencia confirma que se desprotege la barrera entre los virus. De ahí, le necesidad vital de reforzar la protección de los ecosistemas.

Los investigadores han ido aumentando las alertas sobre los riesgos que supone la pérdida de biodiversidad para la propagación de enfermedades infecciosas. Estos virus están naturalmente aislados de nosotros por ecosistemas que proporcionan zonas de amortiguación. Pero estamos destruyendo a toda máquina estos espacios de amortiguación ecológica. Aunque el Gobierno de China avanzó el pasado año decisivamente para prohibir el consumo como alimento de especies salvajes, sigue siendo necesario hacer más, tanto en este país como en el resto del mundo. Las pandemias como la de la COVID-19 ocurrirán con más frecuencia si no protegemos los ecosistemas naturales en todo el mundo.

La gran superficie de naturaleza destruida y la rápida tasa de destrucción de los ecosistemas naturales conllevan un mayor riesgo de enfermedades. Las principales causas son la invasión humana directa, la explotación de recursos y la agricultura industrial de alta intensidad.

Se ha visto además que las desigualdades sociales o la mala calidad del aire influyen en los efectos que provocan estas enfermedades en las personas, como ha sido en el caso de la COVID-19, ya que la contaminación ambiental, y especialmente la atmosférica, debilita nuestro sistema respiratorio y facilitan un mayor daño del virus.

El cambio climático también ha jugado un papel crucial en la propagación de este coronavirus, al provocar el desplazamiento de las poblaciones de murciélagos y el cambio de sus hábitats habituales. La subida de temperaturas en el planeta es fundamental para entender la propagación de la COVID-19, como se señala en un estudio publicado en la revista científica internacional Science of the Total Environment, que detalla cómo los cambios en el termómetro han terminado alterando los ecosistemas de tal forma que las poblaciones de murciélagos -animal que sirve de reservorio de diversos tipos de coronavirus- se desplazaran de Myanmar o Laos hacia Yunnan, China.

Romper los equilibrios ecológicos tienen consecuencias muy graves para el ser humano y esta ha sido una sólo una de ellas, aunque posiblemente la que hemos “palpado” más de cerca. Una importante llamada de atención que nos ha hecho la naturaleza.

Pero volviendo a este año de pandemia, en cuanto nos vimos encerrados en nuestras casas, se vieron rápidamente las consecuencias beneficiosas de semejante parón en algunas cuestiones, al menos en las ambientales, como que, dejaron de hacerse la media de 180.000 vuelos que a diario atravesaban nuestros cielos generando cantidades ingentes de contaminación. Ya no había grandes cruceros, que, como ciudades flotantes que son, con un elevado consumo energético, contaminación y generación de toneladas de residuos, producían un altísimo impacto en nuestros mares y océanos. Disminuyó drásticamente el transporte, principal fuente de gases de efecto invernadero que provocan el cambio climático, debido a las restricciones a los viajes, la reducción de los desplazamientos al trabajo, el cierre de escuelas, el bloqueo del turismo y de los viajes de negocios.

Todo ello fue un momento de respiro ambiental. Alrededor de un 50% menos de los niveles de contaminación del aire. Una importante bajada en la emisión de gases de efecto invernadero. La reducción general de la carga de contaminación del agua en diferentes partes del mundo. Sin máquinas, vehículos o trabajos de construcción la contaminación acústica, con impactos muy adversos para la vida, también se vio ampliamente aminorada. La disminución del tráfico ilegal de fauna salvaje. Obviamente también la bajada de la demanda de energía y en consecuencia los efectos adversos de su consumo. El Planeta respiró por unos cuantos días.

Ahora, pasado un año, todo aquello que parecía que podríamos aprender de tal horrible experiencia, esa parte positiva que creíamos ver en esta pandemia, ha empezado a cuestionárnosla, tras ver cómo se está gestionando la nueva situación.

En todo este tiempo está claro que hemos aprendido muchísimo de desinfección, de tecnologías de comunicación a distancia, de nuevas formas de trabajar, de tipos de mascarillas, de virología, de nuevas alternativas de entretenimiento, de muchas más cosas, pero poco o nada de lo vital que resulta mantener un medio ambiente saludable, de la necesidad de mantener el equilibrio con nuestro entorno para mantener nuestra propia salud y bienestar.  

La nueva “normalidad” ha traído consigo un mayor incremento en la generación de residuos, y entre ellos, los de plásticos. Ni siquiera hemos aprendido que las mascarillas y otros equipos de protección están compuestos de fibras microplásticas que pueden persistir durante mucho tiempo y generar una importante contaminación en el entorno.

Ante de la pandemia se vislumbraba un comienzo de lucha con el uso masivo del plástico, uno de los elementos contaminantes más importantes que ha marcado nuestra era. De forma todavía algo incipiente se estaban comenzando a legislar para limitar su uso y eliminarlo progresivamente, principalmente en los plásticos de un solo uso. Pero volvemos al abuso de ellos.

Cuando la COVID-19 llegó hace un año, el sistema económico fue de mal en peor. Las calles de nuestras ciudades y municipios se vaciaron, los hospitales se llenaron, y las economías se vinieron abajo. De alguna forma, la pandemia nos devolvió los estragos y daños que vamos infringiendo a la naturaleza. Ahora, cuando el final de toda esta pesadilla no aparece como muy cercana, la pregunta que nos podemos hacer es si la nueva “normalidad” traerá una vacuna para los ecosistemas.

Quien nos iba a decir hace más de un año que nos íbamos a ver en esta situación. Difícil solamente imaginarlo. Eso de que el mundo se ve atacado por un terrible virus que amenaza la existencia del ser humano era cosa de películas de ciencia ficción. Imposible creer que ocurriera.

Pero sucedió. Y aquí estamos un año después sin haber conseguido salir de esta tremenda situación. ¿Hemos sacado algún aprendizaje de esta dura experiencia? Cuando empezó todo esto, aún sin imaginar las dimensiones que iba a alcanzar, algunos pensábamos en que por lo menos, a lo mejor, nos permitiría darnos cuenta de que no podemos seguir así, que hay que cambiar de rumbo en no pocas cuestiones. Y de que el actual modelo de crecimiento, depredador de recursos y generador de impactos ambientales globales y locales muy graves, es incompatible con la salvaguarda del planeta Tierra.