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Pasajero sin billete

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El tren de mercancías pitando mientras las vías chirriaban a causa de una velocidad demasiado tarde a desacelerar, rompieron en dos la mañana. Cuerpos en la distancia girándose a ver y gritos ahogados por el ruido del silencio que dejó tras de sí el tren que continuó su rumbo. Abandonando a un pasajero que de igual manera nunca fue bienvenido, por no tener billete decían. El impacto arrancó de cuajo un brazo y reventó las costillas de aquel joven cuya cara apenas conocía de hace unas semanas, semanas cuyo tiempo se estiraba y valoraba de manera diferente en aquel lugar en que nada era normal.

El cuerpo dejado a morir al lado de las vías fue antes un joven empujado a un lado de la sociedad. Todo por no tener billete. Eso lo cambia todo. Un trozo de papel marca tu vida y tu muerte. Pero eso ellos, los que tienen billete y asiento asignado, no lo saben. O no quieren saberlo. O lo saben y les da igual. ¿Qué más da, no? Ya está muerto, no se puede hacer nada. Como si ellos, como si yo, no llevásemos su sangre en las manos.

-La vida es así niña, deja de llorar y agradece que tu sí tengas billete, venga muévete que vas a perder tu tren y no llegas a casa por Navidad.

Pisas la dignidad que nunca le concediste con tus relucientes botas de cuero, escupes ignorancia. Quiero vomitar el odio que siento en respuesta a tu indiferencia, porque te llamaría monstruo pero sé que eres humano aunque saberlo duela todavía más. Quiero gritar y gritarte, culparte. Aunque tampoco sea solo tu culpa y por eso te resulte tan fácil justificar tu inhumanidad hacia pasajeros sin billete con “estoy cumpliendo con mi trabajo”. Porque tú sí volverás a casa por Navidad y contarás a tus niños un cuento antes de dormir. Quieres a tus hijos tanto como dañas a los hijos de otros. Vienes cada dos días vestido con la superioridad de tu uniforme y el escudo de tus armas, te escondes tras una placa para ejercer tu poder, para subrayarlo con lija. Tienes miedo, porque no entiendes lo que no estás dispuesto a escuchar, es más fácil decir proteger tu bandera a puño cerrado y sin embargo desgarrar a mano abierta los valores que la representan. Agarras y lanzas al camión mochilas a sabiendas de que dentro de esa tela manchada de barro y lágrimas, llevan los últimos trozos de toda una vida que nunca recuperarán. Haces desaparecer a navajazos tiendas de campaña, lo más parecido a refugio que tienen para guarecerse de la hipotermia y de la dureza del suelo, la misma dureza que tienen grabada a golpe de traumas en las historias encerradas que cuentan sus pupilas.

Todavía seguía en shock, pero el destello de la farola al apagarse me devolvió parcialmente al murmullo de la realidad. Tragué saliva:

-Tenía amigos y familia ¿sabe? Este cuerpo al que usted trata como si fuese un tronco que le estorba, un tronco que pertenece al bosque. ¿Va a enterrarlo o va a dejarlo cual árbol partido por un rayo por donde el resto de chicos pasan cada día a conseguir comida de las ONGs?

-... -Dígame señor, ¿va a dejarlo como un recordatorio de que esto es lo que pasa si se atreven a desafiar a Europa? Si osan salir del barro que nuestro maravilloso bastión de los derechos humanos les ha asignado para malvivir y del que encima se les exige estar agradecidos. ¿Desea recordarles que los animales pertenecen a la selva? En otro tiempo, en otro lugar esta carta será distopía, en este tiempo y en muchos lugares es realidad. Desangro tinta para reclamar menos atrevida ignorancia que acaba matando. La sangre salpica más allá de la última bala. Las vías del tren, la valla, el mar no matan solas. Si no todo y todos los que han llevado a ello. Cuando la opción es matar o morir, y se decide huir, la elección no es libre. Cuando la opción es tener un frío asiento sin ventana o buscar uno más cómodo con perspectiva unos vagones más arriba, decide tú por él cuando seas él, no con tu privilegio sentado en terciopelo. La vida no va tan solo de sobrevivir, sino de vivir. No solo se está entre la espada y el abismo en situaciones de guerra, sino en muchas otras situaciones que jamás comprenderemos si no desviamos la mirada de nuestra tan impoluta ventana de vagón, ni nuestros oídos del traqueteo de los prejuicios. Porque este tren lo forman muchos vagones y los billetes los repartió el azar. Y porque las balas no tienen solo un dueño pero sí muchas víctimas.

El tren de mercancías pitando mientras las vías chirriaban a causa de una velocidad demasiado tarde a desacelerar, rompieron en dos la mañana. Cuerpos en la distancia girándose a ver y gritos ahogados por el ruido del silencio que dejó tras de sí el tren que continuó su rumbo. Abandonando a un pasajero que de igual manera nunca fue bienvenido, por no tener billete decían. El impacto arrancó de cuajo un brazo y reventó las costillas de aquel joven cuya cara apenas conocía de hace unas semanas, semanas cuyo tiempo se estiraba y valoraba de manera diferente en aquel lugar en que nada era normal.

El cuerpo dejado a morir al lado de las vías fue antes un joven empujado a un lado de la sociedad. Todo por no tener billete. Eso lo cambia todo. Un trozo de papel marca tu vida y tu muerte. Pero eso ellos, los que tienen billete y asiento asignado, no lo saben. O no quieren saberlo. O lo saben y les da igual. ¿Qué más da, no? Ya está muerto, no se puede hacer nada. Como si ellos, como si yo, no llevásemos su sangre en las manos.