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Pobrismo

El término “pobrismo” remite a una expresión argentina utilizada para denominar a las políticas basadas en subvencionar a los pobres sin ningún objetivo de erradicar la pobreza. La poeta argentina Juana Bignozzi utilizaba este término en esa acepción en su entrevista de julio de 2014 en la revista Tónica, donde decía: “Subvencionar a los pobres (pobrismo) es quitarles la dignidad. En un momento sí, pero es una medida pasajera, no es una política de Estado subvencionar un país”. Para continuar respondiendo: “A mí el pobrismo no me va. El pobrismo no sirvió nunca para nada. No creo en la caridad. La detesto. Bueno, no soy católica, nunca lo fui”.

La crisis que, en países como España, venimos padeciendo durante estos últimos años ha puesto de relieve que en los países desarrollados también existe pobreza. Siempre ha existido, incluso en los años de bonanza económica, pero el consenso en los Estados del bienestar europeos de postguerra ha sido que la pobreza había que erradicarla porque no tenía cabida en nuestras sociedades desarrolladas. Por justicia, por dignidad, por decencia y también, por qué no decirlo, por pragmatismo, porque se apreciaba más una sociedad cohesionada e integrada que una sociedad plagada de cárceles y delincuentes. Y se apostó por una sociedad comprometida con la superación de la pobreza y no tanto con la protección de la misma.

Las dos principales corrientes políticas europeas han participado de este consenso, pero para la socialdemocracia ha constituido una seña de identidad. Desde su creación los partidos socialdemócratas europeos han hecho de la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y de los más desfavorecidos el norte que ha guiado su práctica política. Y que para

ello era fundamental la educación ha sido un axioma socialdemócrata fundacional. Basta recordar las bibliotecas, las clases de alfabetización y las de formación de cuadros sindicales de las primeras casas del pueblo socialistas hasta la guerra civil.

Después vinieron las políticas sociales pero primero fueron, en el objetivo de erradicar la pobreza, la lucha por la mejora de las condiciones de trabajo, el acceso a la instrucción pública y la promoción de la igualdad de oportunidades porque solo la educación hace a las personas verdaderamente autónomas y les ofrece la posibilidad de ser plenamente libres.

Con la crisis han aumentado los casos de pobreza y las personas en riesgo de exclusión, fundamentalmente por la pérdida del empleo que es la principal fuente de ingresos de la inmensa mayoría de la población. Y la necesidad de hacer frente actuaciones extremas ha propiciado la revalorización del papel de las organizaciones de caridad tradicionales y la aparición de multitud de nuevas plataformas y partidos que han polarizado la acción y el debate político y social hacia la denuncia de las injusticias que

las nuevas condiciones estaban originando, la ayuda a personas y familias en situación de pobreza y la defensa de las personas en riesgo de exclusión social.

Pero las medidas que se proponen consisten en muchos casos más en subvencionar a los pobres que en tratar de erradicar la pobreza a través de políticas de promoción del pleno empleo y de políticas sociales de acompañamiento. Se exige así un reparto de la riqueza, sin duda conveniente para corregir desigualdades, pero sin decir nada sobre como producirla, confundiendo las más de las veces riqueza y renta lo que viene a ser una versión actualizada del pan para hoy y hambre para mañana. Se proponen nuevas ayudas y subvenciones para paliar la pobreza energética, la pobreza infantil, la alimentaria y las decenas de manifestaciones distintas de la pobreza, sin plantear propuestas para combatir y superar las causas que las producen. O se plantean políticas de protección social de la pobreza al grito de que hay que “proteger a los pobres” que suenan más a políticas de beneficiencia o caridad públicas que propugnasen más por dar peces que por enseñar a pescar.

También los partidos socialdemócratas y cristianodemócratas se ven arrastrados por este discurso emergente que tiene más que ver con el pobrismo que denunciaba Juana Bignozzi que con lo que han sido sus propuestas tradicionales de creación y desarrollo del Estado del bienestar.

Parece como si los partidos que han construido el Estado del bienestar, ante los límites que la nueva realidad económica impone al crecimiento continuado de las prestaciones sociales públicas, se sintiesen agotados y renunciasen a reformarlo y actualizarlo para adaptarlo al nuevo contexto económico delineado por la globalización. Y que ante la falta de ideas y de

impulso suficientes renunciasen a sus señas de identidad para refugiarse en medidas aparentemente más rentables electoralmente a corto plazo aunque huelan a pobrismo.

Y esto en nuestro país es especialmente grave en el caso del Partido Socialista. La irrupción de una fuerza política que desde el radicalismo extraparlamentario y desde la denuncia de situaciones muchas veces intolerables a las que pretende dar respuesta con soluciones simples y consignas pobristas, está emergiendo con gran empuje a su izquierda, le han colocado en la necesidad urgente de decantarse entre el pobrismo y la socialdemocracia. El PSOE deberá optar entre estas dos formas

incompatibles de concebir el papel de la izquierda y para ello deberá renovar su oferta política dando respuestas propias a los nuevos problemas que plantean la globalización, la digitalización, el desempleo masivo, el redimensionamiento del Estado del Bienestar y en definitiva la superación de la crisis. Y abandonar la tentación de hacer seguidismo de propuestas pobristas, que reciben el aplauso fácil de la audiencia pero que no dibujan el futuro aunque, eso sí, calmen y algunas veces hasta anestesien el presente.

El término “pobrismo” remite a una expresión argentina utilizada para denominar a las políticas basadas en subvencionar a los pobres sin ningún objetivo de erradicar la pobreza. La poeta argentina Juana Bignozzi utilizaba este término en esa acepción en su entrevista de julio de 2014 en la revista Tónica, donde decía: “Subvencionar a los pobres (pobrismo) es quitarles la dignidad. En un momento sí, pero es una medida pasajera, no es una política de Estado subvencionar un país”. Para continuar respondiendo: “A mí el pobrismo no me va. El pobrismo no sirvió nunca para nada. No creo en la caridad. La detesto. Bueno, no soy católica, nunca lo fui”.

La crisis que, en países como España, venimos padeciendo durante estos últimos años ha puesto de relieve que en los países desarrollados también existe pobreza. Siempre ha existido, incluso en los años de bonanza económica, pero el consenso en los Estados del bienestar europeos de postguerra ha sido que la pobreza había que erradicarla porque no tenía cabida en nuestras sociedades desarrolladas. Por justicia, por dignidad, por decencia y también, por qué no decirlo, por pragmatismo, porque se apreciaba más una sociedad cohesionada e integrada que una sociedad plagada de cárceles y delincuentes. Y se apostó por una sociedad comprometida con la superación de la pobreza y no tanto con la protección de la misma.